La herencia de la tierra (62 page)

Read La herencia de la tierra Online

Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Helena se dirigía a la cocina cuando escuchó un portazo y unos pasos precipitados. Se asomó por la escalera y vio cómo entraba Álvaro refunfuñando.

—¿Qué ocurre, querido mío? —preguntó mientras bajaba las escaleras.

—Que tengo un padre que es un tirano.

Álvaro se detuvo en el vestíbulo y esperó a que su tía llegara. Se le notaba alterado, sofocado.

—Te entiendo, hijo, te entiendo… Tienes toda la razón del mundo, lo que está haciendo está mal. Es como si estuviera desquiciado, ¿verdad? Hablaré con él, aunque supongo que sólo se calmará cuando vea que tiene dinero. Lamento ser tan directa, pero…

—…Pero tienes razón. Sí, el maldito dinero y el poder lo hacen comportarse como un monstruo. Y eso me entristece, tía Helena.

Helena lo abrazó y le dedicó palabras de afecto, tratando de calmar el estado alterado de su sobrino. Se separó de Álvaro y sostuvo con delicadeza su rostro compungido entre sus manos. Le dedicó una sonrisa que el sobrino agradeció y le dio un beso en la mejilla demostrándole así su apoyo. Helena pensó que Fernando le estaba ganando la partida: había dado, en efecto, un zarpazo a Rosendo Roca. Pero la vida es una carrera de fondo y ella todavía no había dicho su última palabra.

Capítulo 77

El intenso olor a azufre caracterizaba el balneario de La Puda. Situado al pie de la montaña de Montserrat, en el profundo corte por el que discurría el Llobregat, estaba rodeado de una vegetación abundante. Con las aguas del río discurriendo a su lado, la construcción se alzaba enorme, con un puente de hierro como única vía de acceso por encima de las aguas. Todo el entorno, el ruido del agua, el viento silbando entre las rocas, las hojas de los árboles agitándose suavemente, todo, parecía invitar al descanso. Ana y Rosendo se hallaban en su habitación y esperaban el momento del desayuno. Ella remoloneaba entre las sábanas y Rosendo, ya vestido, miraba por la ventana. Los días transcurrían monótonamente agradables, el siguiente igual al anterior, en mitad de la apacible sensación de confort que los amables cuidados les proporcionaban.

Habían transcurrido ya seis meses y la colonia continuaba en manos de Fernando Casamunt. La preocupación por la salud de Ana se mezclaba con la posibilidad de perder la colonia definitivamente. La adversidad se le antojaba como una traición del destino. Se había pasado la vida luchando para prosperar y ahora que tenía una posición sólida, era el momento en que más cerca estaba de perder todo lo logrado.

—Hoy estás muy guapa —dijo Rosendo. Había abierto la ventana para que el aire de la primavera les transmitiera un poco de vida.

Quería animar a su mujer, fortalecer su ánimo, pero esta perspectiva parecía alejarse cada vez más.

Los delgados brazos de Ana surgían temblorosos por entre la camisola. Tenía los pies y las manos inflamados en un doloroso contraste con la ligereza del resto del cuerpo y una serie de manchas rojas se habían extendido por su piel.

—No se te da nada bien mentir —respondió Ana al incorporarse.

Rosendo se acercó a ella y se sentó a su lado.

—No tengo por qué mentir. Sabes que no sé hacerlo.

Cogió la alpargata del suelo y se la puso suavemente. Después repitió el mismo gesto con el otro pie de su esposa.

—Gracias, amor.

Rosendo le acarició la cara sin apartar de ella sus ojos serenos.

Ana trató de esbozar nuevamente una sonrisa, pero en su lugar unas lágrimas comenzaron a brotar y a surcarle el rostro congestionado. Fue justo en ese momento cuando Rosendo descubrió algo en la mirada de su esposa que le partió el alma: parecía haberse cansado de luchar.

Con dificultad, Ana se puso en pie y caminó hasta el armario. Una vez se hubo vestido, se dispuso a abandonar el dormitorio con el paso más decidido que pudo. Rosendo la siguió hacia el pasillo y después hasta el ascensor. Montaron en ese innovador artilugio que no habían conocido hasta llegar a La Puda. Bajaron al comedor y desayunaron con los otros huéspedes. Ana apenas comió. El ambiente decadente envolvía cada rincón y las palabras formaban un discurso débil que surgía desde el dolor. Cada habitante de aquel lugar estaba demasiado encerrado en su enfermedad como para hablar con nadie. Cuando el reloj de pared anunció las ocho, Rosendo besó la mejilla de su mujer y dijo en voz baja:

—Es la hora, anda ve.

Ella consiguió esbozar una mueca que pretendía revelar un poco de entusiasmo. Se despidió entonces de su marido devolviéndole el beso y se alejó confundiéndose entre los que se dirigían hacia la zona del balneario donde se recibían las curas.

Detrás de la puerta, un pasillo cubierto por arcos vertebraba la planta principal. El espacio estaba dividido en diversas secciones con bañeras individuales y duchas de mármol. La cerámica verde predominaba en el interior. El ruido del agua brotando incesante acompañaba la estancia en aquel lugar. El vapor espesaba el ambiente con su densidad y el olor sulfúreo proporcionaba una sensación de placer y molestia a la vez. De vez en cuando, el gemido de algún paciente reumático llenaba la sala con su estridencia.

Una enfermera de avanzada edad y enfundada en su inmaculado traje blanco se acercó a Ana. Ella aceptó su apoyo. Con brazos veteranos y fuertes, la experta practicante acompañó a Ana a uno de los habitáculos y la ayudó a introducirse en la bañera humeante. Poco a poco, el agua caldeada empezó a mojar su cuerpo y su amplia camisola.

Tumbada en la soledad de su compartimento, Ana cerró los ojos y trató de relajarse. Los últimos meses no habían sido fáciles. Recordó la Navidad triste y apagada que habían vivido. Ella no tenía ya los ánimos de antaño y a pesar de que intentaba esforzarse y hacía todo lo que le decían, no mejoraba.

—¿Todo bien, señora Roca? —le preguntó asomando su perfil la robusta enfermera.

—Sí, gracias —respondió ella en un susurro, sin abrir los ojos.

Trató de convencerse a sí misma de las posibilidades que tenía de curarse. Se dijo que esos baños, el reposo, la dieta… todo debía estar contribuyendo a su sanación.

Una vez cumplido el tiempo, la asistente reapareció y la ayudó a salir de la bañera. El peso de la camisola empapada fatigaba a Ana. Poco después el calor de su cuerpo se desvaneció y empezó a tiritar.

La enfermera la envolvió en una toalla y la ayudó a ponerse la ropa seca. Salieron entonces a los jardines que rodeaban el balneario. Allí, con el coro del río y de la naturaleza, Ana se sentó en una hamaca de lona y la enfermera comenzó a aplicarle hielo sobre las tumefacciones de las extremidades. A Ana le resultó placentero el contraste: el frío y el sol primaveral parecían reanimarla. Cerró los ojos y se abandonó a un estado entre el sueño y la vigilia que la llevaba de sus hijos al Cerro Pelado, de su marido a los niños a los que enseñaba.

Percibía en la mirada de Rosendo el miedo de la muerte cada vez que ella tosía o se desmayaba y no deseaba verlo derrotado de aquella manera. No podía dejarlo solo. Él la necesitaba tanto como ella a él y no soportaba ser la causa de que esa mirada tierna, que sólo ella había descubierto en sus ojos, fuera relevada por otra compasiva. Pero el lapso de tiempo que conseguía ocupar con su lucha interna era cada vez más breve. Y su cansancio cada vez mayor. En su casa, rodeada de su familia, tal vez las cosas pudieran volver a ser como antes. Si en algún lugar podía recuperar fuerzas para librar su batalla tenía que ser allí, con los suyos.

12 de abril de 1863

Aquí, sentado en este jardín, pasan por mi memoria los recuerdos como el agua del río que tengo delante.

Nunca lo hubiese imaginado. Apenas unos meses atrás, los negocios iban bien, nuestros hijos eran felices y Ana estaba llena de vida. Cuando me enteré no podía comprenderlo. Tuberculosis. Con sólo oír ese nombre una especie de nudo me contrae el estómago. No sé qué va a pasar.

Anita está muy unida a su madre. Sigue sus pasos en la escuela y ahora debe de sentirse muy sola. Y también está Álvaro. Supongo que la desilusión habrá sido grande para ambos. Cuando por fin yo dejo de oponerme, interviene Fernando. Me han contado que Álvaro se enfrenta a su padre. A veces incluso en público.

Pero los Casamunt no abandonarán la fábrica, llevan demasiados años alimentando su odio hacia nosotros. Por suerte todavía nos queda la mina y tanto Anita como Roberto pueden seguir con su labor. Desde que se implantó el sistema modular de extracción, la producción de carbón ha aumentado mucho. Rosendo Xic está en Barcelona y trabaja codo con codo con Arístides. Confiemos en que su buen hacer tenga resultados.

Pienso en lo diferente de las dos inauguraciones. En la mina estuve un año entero picando solo. Henry llegó al fin y me rescató del naufragio. Qué ingenuo era yo y cuánta suerte tuve al encontrarlo. Aprendí una lección y gané un amigo. Picar y levantar una fábrica necesitan de los mismos principios: el esfuerzo no es suficiente, se trata de cooperar también. Ahora esos principios están en entredicho. ¿Volverán los trabajadores a confiar en mí si recuperamos la fábrica? A veces incluso dudo de que eso llegue algún día.

De pequeño, la vida se me antojaba demasiado grande. Incomprensible. Aún hay días que me lo parece. Pero poco a poco uno se va construyendo un lugar. Y a veces lo único que necesitas es no hacer caso de lo que te va sucediendo. Mirar siempre hacia adelante. Como cuando se fue madre. Todavía hoy la echo en falta. Pero ¿cómo mirar hacia adelante cuando ese lugar que has construido te lo arrebatan sin motivo? ¿De qué me sirve luchar si Ana se rinde? Sólo puedo pensar una cosa: hemos de seguir construyendo, compartiendo. Necesito creer en ti, Ana, y también que tú quieras vivir.

Capítulo 78

Esa cálida noche de finales de la primavera anunciaba cambios. Frente a la mina, las voluntariosas palabras de Roberto fueron algo más que proclamas. El joven de los Roca había convocado a los empleados junto a la entrada del yacimiento, y con Héctor a su lado sobre la improvisada tarima, pretendía animar a los trabajadores. Al empezar, sin embargo, había en la explanada apenas una cuarentena de mineros. La moral no estaba muy alta.

—Sé que muchos de vosotros tenéis a familiares y amigos trabajando en la fábrica y que estáis preocupados por su situación.

Los oyentes asintieron al escucharlo y uno de ellos intervino:

—Trabajan más de catorce horas y el nuevo capataz, ese tuerto de Bonilla, disfruta fustigando a los empleados cuando le apetece. Es poco menos que un sádico.

Cuando escuchó el nombre de Bonilla, la imagen del rostro con un ojo inútil se le presentó de inmediato a Héctor. Él le había otorgado su aprobación para entrar en la colonia a pesar de que no cumplía con los requisitos que Rosendo había exigido. Era su responsabilidad y sintió un pinchazo en el estómago.

El revuelo no tardó en levantarse. Héctor avanzó un paso hacia los oyentes para apaciguar el tumulto.

—Hace unos días mi mujer vino a casa con la espalda amoratada —anunció furioso Fermín Busquets, un joven con mirada despierta y amplios hombros que sobresalía entre los presentes—. ¡Ese indeseable le exige trabajos duros sabiendo que está embarazada! ¿Cómo se atreve a pegarle?

Roberto negó con la cabeza.

—Lo siento mucho, Fermín. ¿Y cómo está ahora Clara? —habló por primera vez Héctor preocupado.

Recordaba al matrimonio Busquets. Era uno de los que había llegado tras la inauguración de la fábrica. Tenían dos hijos pequeños, Mauricio y Rafael. También a ellos les recordaba de las listas que Rosendo
Xic
y él prepararon con los nuevos asalariados. Le llamó la atención su edad y su energía. Al menos con ellos no se había equivocado.

—Pues asustada, Héctor, ¿cómo va a estar? Podía haber perdido al crío —respondió resentido Fermín—. Y entonces sí que lo mato, te lo juro —continuó a la vez que fruncía la boca con odio contenido y cerraba el puño fuertemente.

Roberto intercedió para dar apoyo a las palabras de Héctor.

—Fernando es un tirano y será castigado. Debemos ser pacientes y listos hasta el día en que recuperemos el control. —La voz de Roberto resonaba con fuerza y emoción. Realmente creía en lo que les estaba contando.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó otro de los mineros.

—Pronto, os lo prometo. Nuestros abogados invierten todos sus esfuerzos en la apelación que desbancará al fin a ese cretino del mando; sólo la lentitud del proceso judicial está retrasando el desenlace. Y cuando se produzca, os puedo asegurar que lo pasará realmente mal. —Roberto inclinó la cabeza y entrecerró los ojos imaginando la llegada de ese día.

Aunque no tuviese la seguridad de que lo que afirmaba acabara cumpliéndose, el joven de los Roca les daba a los mineros lo que necesitaban. Todos conocían perfectamente la situación. Como Fermín, esperaban que aquello acabase y las cosas volvieran a ser como antes.

Un par de meses más tarde, los calores del verano azotaban con fuerza Barcelona. En el piso situado en la calle Sant Pere Més Alt la humedad aumentaba la sensación de calor. Rosendo
Xic,
Arístides y Pantenus habían comido en silencio el arroz con conejo que Claudia les había preparado. Ahora, todavía con el sabor de la cena, la digerían ayudados por una copa de coñac. Habían pasado diez meses desde que la familia Roca fuera expulsada de la colonia.

En los últimos años, el joven letrado, que ya rondaba la treintena, se había responsabilizado eficazmente de la mayor parte de los asuntos de Pantenus. A pesar de ello, el experto abogado seguía ejerciendo su control sobre la mayoría de los casos importantes, como una especie de sombra que planeaba sobre las acciones de su pupilo, de tal manera que parecían ejecutadas por él mismo.

—¿Continuáis estando tan seguros de que ganaremos? —preguntó Rosendo
Xic
preocupado. Sentado frente a los dos abogados necesitaba una confirmación a sus esperanzas, ahora que la resolución del litigio era inminente.

Pantenus alzó la copa, se mojó los labios y la volvió a posar en la mesa. Entonces habló.

—A tu padre no se lo he querido decir. A veces, Rosendo, tener razón no es suficiente, sobre todo en este país. También la teníamos antes y sin embargo Fernando tuvo éxito en su maniobra.

—Pues como esto no funcione, Pantenus, no sé qué vamos a hacer —confesó temeroso.

—Debemos actuar con cabeza —inició su explicación Arístides—, y tras un paso, daremos el siguiente. Todavía nos queda la carta del testaferro que no hemos querido jugar. Podemos disminuir sus beneficios drásticamente. Además, en ciertos momentos la fábrica depende de nuestros suministros de carbón para funcionar, y entonces podremos presionarle. Ese Casamunt no tiene ninguna experiencia en la gestión.

Other books

Hunger Aroused by Dee Carney
Gallant Boys of Gettysburg by Gilbert L. Morris
Fool's Fate by Robin Hobb
Being Happy by David Tuffley
Songs in Ordinary Time by Mary Mcgarry Morris
A Job From Hell by Jayde Scott