Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Como era habitual, la diligencia llegó a Runera con retraso. Rosendo, que hacía rato que esperaba apoyado contra un árbol, se aproximó para recibir a Pantenus, que llegaba agotado.
—¡Madre mía! ¡Ahora recuerdo por qué apenas te visito, Rosendo! El camino es infernal, debería estar prohibido tanta curva y tanto bache. ¡Y tanto polvo! —dijo el abogado a la vez que se sacudía la ropa. Rosendo tomó entonces la maleta que bajaba del techo el conductor del vehículo.
Rosendo y Pantenus se estrecharon las manos. Aunque no dijo nada, el abogado notó preocupación en el rostro del minero. Mientras llegaban al Cerro Pelado en el carruaje de Perigot, estuvieron hablando de nimiedades, poniéndose al día en temas menores. Cuando Pantenus dejó el equipaje en la habitación de invitados, Rosendo le propuso dar un paseo por los alrededores para hablar de negocios.
—¿Cómo está todo, Rosendo? ¿Cómo vais con la mina tras… la explosión?
Rosendo hizo una mueca de disgusto.
—Todavía estamos reconstruyendo las galerías. Hemos cerrado una, no es segura.
Pantenus notó desánimo en la voz de su amigo. Posó una mano en su hombro y le dijo:
—Es inevitable que en una mina pasen estas cosas. Es duro, claro, muy duro ver perder la vida de tantos hombres. Pero no puedes desfallecer. Son muchas familias, además de la tuya, las que dependen de la mina.
Rosendo asintió.
—Ya lo sé. De eso no cabe duda. Tengo a Jubal Fontana realizando un estudio para mejorar la seguridad. Le dije que pensara también en mejoras generales para el poblado. Están todos descontentos y he de hacer algo. En cuanto tenga esa información revisaremos el presupuesto con el que contamos.
—Tus cuentas están más que saneadas, no creo que tengamos problemas. Acertaste con el carbón, sobre todo ahora que están surgiendo más fábricas textiles. No te faltarán clientes —añadió sonriente.
Rosendo esbozó una mueca triste.
—No estoy tan seguro, Pantenus.
El abogado mostró asombro.
—Sí, Pantenus, hemos aumentado la venta, pero no sé si por mucho tiempo. Nuestros gastos se mantienen elevados y los precios han empezado a bajar. Tú mismo has visto el camino desde Barcelona: no hay buenas carreteras, faltan líneas de ferrocarril, tenemos accidentes… Además hay que añadir que el carbón que traen de fuera es más barato. No sé… No dejo de pensar en que necesitamos algo más, algo que nos haga más fuertes.
Pantenus miró perplejo a Rosendo. Desde que lo conocía, Rosendo siempre se había mostrado decidido, seguro de sí, firme. Y ahora tenía enfrente a un hombre maduro que mostraba síntomas de debilidad. Aunque…
—¿A qué te refieres cuando dices que necesitas algo más? ¿Más inversiones en la mina?
Rosendo negó con la cabeza.
—A otro negocio. A una fábrica, por ejemplo.
El abogado abrió los ojos como platos.
—¿Quieres cerrar la mina?
—No, no, yo quiero sumar, aprovechar que tenemos la mina para hacer otra cosa. Tú mismo lo acabas de decir, cada vez hay más fábricas textiles. Ésa podría ser una salida. No quiero dejar a mis hijos un negocio débil. ¿Y si no pueden hacer frente al pago final de los Casamunt? Recuerda lo que dijo Lesseps: «Piensa a lo grande.»Pantenus sonrió.
—Sí, lo recuerdo. Un gran hombre, ¿verdad?
Rosendo, pensativo, no contestó. Tras un silencio un tanto inquietante, el abogado añadió sonriente:
—Acabo de recibir una carta suya. Ha fundado una compañía para abrir un canal en Egipto que unirá el mar Rojo con el Mediterráneo. Imagina, ¡ciento sesenta y tres kilómetros de canal navegable! Se podrá viajar entre Europa y el sur de Asia sin necesidad de rodear África. ¡Claro que recuerdo aquello de pensar a lo grande! Pero Lesseps ha ido más allá sin abandonar su terreno, en cambio tú, Rosendo, ¿qué conocimientos tienes de la industria textil?
Rosendo se encogió de hombros.
—Los mismos que tenía de minería cuando empecé todo esto. —Y señaló la entrada principal del yacimiento de la que salían varios hombres con una gran carga de carbón—. Henry conoce algo del tema en su país. Sería cuestión de informarse.
Los dos amigos se mantuvieron en silencio mientras miraban cómo transportaban el mineral hacia la zona de lavado.
—Está bien, Rosendo, y he de decir que me alivia oírte hablar de nuevos planes. Por un momento temí que te rindieras. Ya veo que no, pero dar ese paso es complicado: ahora tienes mucho que proteger, no te puedes lanzar a hacer una inversión sin una detallada y correcta planificación.
—Por eso quería explicártelo, porque contaba contigo, con tu opinión. Y la de Arístides, claro.
—Por mi parte buscaré información entre mis
hermanos…
Rosendo lo interrumpió:
—No sabía que tuvieras hermanos, Pantenus.
El abogado se ruborizó y replicó un tanto titubeante:
—Bueno, eh, es una forma de hablar, son… son amigos, claro.
—Yo soy tu amigo y no me llamas hermano.
Pantenus tosió y se llevó dos dedos al cuello de la camisa, como si le estorbara.
—Eh… Es, bueno, son… conocidos, amigos, gente de un… de un club. Es largo de explicar ahora, así, de pronto. Me pueden ayudar, eso es lo importante.
—Qué misterioso —dijo con algo de sorna Rosendo.
—Esto… ¿me has dicho que Henry sabe algo del tema? —preguntó el abogado, al que se le notaba deseoso de cambiar de conversación.
—Sí, colaboró con un comerciante de algodón al por mayor. Me habló de un pueblo en Escocia, un pueblo que se construyó alrededor de una fábrica textil. Algo como nuestro poblado, pero más grande. Que yo sepa, no hay nada así por aquí.
—Pues deberías plantearte que, para conocer mundo, hay que viajar —le replicó Pantenus.
Rosendo sonrió con complicidad.
—Sí, yo también he pensado en lo mismo. Quizá sea buena idea ir a ver ese pueblo. Ah, por cierto: Henry se está construyendo una casa allá, sobre esa pequeña loma, ¿la ves?
—¿Henry deja la fonda? ¡Vaya! Eso quiere decir… —comenzó a decir Pantenus.
—Sí. La boda es ya inminente. En cuanto la casa esté lista.
—¡Pues claro! Hace bien, hace bien, ya tiene edad más que suficiente para sentar cabeza, le vendrá bien tener un hogar y no una habitación en alquiler, por muy cómoda que fuera. Hablando de hogar… ¿No crees que hace un poco de frío? —dijo mientras miraba hacia la casa del Cerro Pelado. Rosendo la miró también y, volviéndose a Pantenus, le hizo el gesto de que pasara delante.
Ambos hombres se dirigieron hacia la casa de los Roca mientras continuaban hablando de Henry y Sira. Antes de entrar, el abogado cambió de tema:
—Respecto a lo que me comentabas de la fábrica… ¿Has pensando dónde construirla, en qué lugar?
—Sí, aquí cerca, tenemos que aprovechar nuestro carbón y la proximidad del río.
—Entonces tendremos que negociar de nuevo con los Casamunt —dijo Pantenus. Se quedó unos instantes pensativo y añadió—: El más problemático es, sin duda, Fernando.
—Y Helena.
—¿Helena? Fernando es el heredero, el interesado, pues, en quedarse con la mina. ¿Por qué Helena?
—Tengo mis razones para pensarlo.
Pantenus lo miró ceñudo.
—Qué misterioso —repitió las palabras de su amigo.
—En cualquier caso, ahora hay que realizar las obras en la mina y lo que Jubal proponga para el poblado. Cuando recuperemos la inversión, ya seguiremos hablando de nuevos planes —añadió serio Rosendo.
Pantenus asintió. Su amigo abrió la puerta y entró en la casa. El abogado sonrió ante la perspectiva de tomar algo caliente junto a la chimenea. Pero al echar la vista atrás para mirar hacia el poblado y la mina antes de cruzar el umbral de la entrada, sintió un escalofrío. Se avecinaban cambios importantes. Y algo le decía que no iba a ser fácil. Nada fácil.
Se agachó a recoger la ramita procurando que no se le cayera el manojo que tenía sujeto bajo el brazo. La niña resopló: a sus cinco años tenía que ayudar en casa tras las clases con sor Herminia. A ella le hubiera gustado más asomarse al río y ver cómo su hermano cazaba ranas. Pero ese año él había empezado a trabajar en la mina limpiando carbón y a ella le encargaban tareas como recoger ramitas para poder encender el fuego o ir a por medios cubos de agua o hacer recados para mamá.
Sus pequeños brazos apenas podían sujetar las ramas y, al intentar colocarlos bien para que no se le escaparan, se le desparramaron todas por el camino. No supo muy bien si gritar de rabia o ponerse a llorar, así que optó por dar una patada al aire mientras hacía pucheros. De repente, oyó una voz de mujer a su espalda:
—¿Qué te sucede, niñita?
La voz la sobresaltó y se dio la vuelta. Se trataba de una señora que venía caminando acompañada de un precioso caballo que sujetaba por la brida. La dama le sonreía con dulzura y se agachó cuando estuvo cerca. Con una mano enguantada le acarició el rostro y le limpió las lágrimas.
—Vamos, vamos, chiquita, no llores. Dime qué te ha pasado, que yo te ayudaré.
La niña, entre hipidos que se acentuaron por la presencia de la señora, señaló las ramitas esparcidas por el suelo mientras se frotaba un ojo con la mano, y le explicó que se le habían caído, que tenía que recoger más y que si tardaba mucho su madre se enfadaría porque pensaría que había perdido el tiempo jugando. La mujer le acarició el pelo y, sonriente, le dijo con voz cantarina:
—¿Sabes qué vamos a hacer? ¡Te voy a ayudar a coger ramitas!
La cría enseguida recuperó la sonrisa y con la ayuda de la señora pronto reunieron un buen montón. La mujer le dijo que esperara mientras iba un momento a su caballo. De una alforja la mujer sacó algo que resultó ser una cuerda. Con ella ató las ramas y le enseñó cómo coger el haz para que no le pesara ni se le cayera por el camino. La niña sonrió enseñando su boca mellada, y le dio las gracias por ser tan amable con ella. Ante las galantes palabras de la pequeña, la mujer comentó entre risas:
—¡Qué niña tan educada! Te mereces un premio: toma. —Sacó una moneda de un minúsculo bolso y se la puso en la manita—. Este real es para ti, preciosa. Pero, eso sí, en cuanto llegues a casa se lo dices a mamá, ¿eh? —añadió después de agacharse para ponerse a la altura de la chiquilla.
La niña no cabía en sí de gozo y tuvo ganas de darle un abrazo. Finalmente lo contuvo y optó por un tímido beso en la mejilla, beso que la señora devolvió con otro bien sonoro.
—Yo me llamo Lucía —dijo la cría—. ¿Y tú?
La señora, mirándola con ojos tiernos, le contestó:
—Lucía es un nombre muy bonito. Yo me llamo Helena, cielo, Helena Casamunt.
Roberto seguía insistiendo a su hermano mayor:
—Vamos, tienes que ver la cascada, ¡es fantástica! Después de unos días de abundante lluvia y del comienzo del deshielo típico de la primavera, el río bajaba mucho más crecido que de costumbre. Los hermanos Roca se dirigían a un lugar en el que unas piedras de gran tamaño interrumpían el curso del agua y se formaba una cascada de cerca de dos metros. Cualquiera podía cruzar el río a través de esas piedras, ya que eran anchas y la corriente pasaba mansa. En la caída, el agua se acumulaba gracias a que el cauce tenía una profundidad considerable. Así, era frecuente ver los domingos a jóvenes bañistas que desde las piedras se dejaban caer valientes en el remanso.
Pero aquel día era diferente. Cuando Rosendo
Xic
vio el panorama, no pudo evitar abrir la boca de asombro. La cuenca del río era mucho más ancha de lo habitual, cubría en su totalidad las orillas pedregosas; la corriente caía con fuerza, cabalgando sobre las piedras, ocultándolas bajo la corriente y la espuma; y en lo que se conocía como el remanso parecía imposible bañarse, tal era la fiereza con la que caía el agua, que formaba turbulentos remolinos.
—¿Has visto? ¡Es increíble, —le dijo Roberto a la vez que le daba un codazo.
Rosendo
Xic
asintió entre sonriente y embobado. Estuvieron unos minutos mirando cómo caía el agua, hasta que Roberto dio unos pasos margen arriba mirando fijamente la corriente.
—¿Qué buscas? —le preguntó su hermano.
—A ver si puedo cruzar al otro lado, quiero ver la cascada desde allí.
—¿Estás loco? —clamó Rosendo
Xic—,
por aquí baja la corriente muy fuerte, no se puede cruzar, y menos a pie.
Roberto le hizo gestos con la mano.
—Tranquilo, sólo estoy mirando…
Pero a Rosendo
Xic
le ponía nervioso la osadía que mostraba su hermano pequeño. Roberto tenía diez años pero en ocasiones insistía en comportarse como si fuera mayor. Rosendo
Xic
se acercó al lugar donde se había detenido su hermano con cierta aprensión, parecía que en cualquier momento iba a meter el pie en esas aguas heladas y revueltas.
—¡Roberto! ¡Ni se te ocurra!
Este puso los brazos en jarra.
—¿Tú crees que soy tonto o qué? Anda, pásame esa rama —replicó mientras le señalaba un tallo caído a los pies de Rosendo
Xic.
Tras dárselo, Roberto lo lanzó al río. La rama, de forma inmediata, se vio arrastrada hacia la cascada y cayó por ella con violencia.
—¿Te has dado cuenta, hermanito? —dijo Roberto—. Fíjate a qué velocidad ha caído el palo… —abrió los ojos admirado de la corriente del río—, ¡tiene una fuerza brutal!
—Bueno, acuérdate de lo que nos explicó Henry sobre los molinos de agua, al fin y al cabo eso es lo que hacen, ¿no? Aprovechar la fuerza del agua.
Roberto permaneció en silencio, pensativo. Se agachó, se apoyó en las rodillas y dijo:
—Sí, pero creo que se podría hacer más, no sé, mover cosas muy grandes o… o hacerlo muy rápido. —Y diciendo esto se puso en cuclillas y estiró el brazo para notar el agua en su mano. Rosendo
Xic,
que apenas podía contener los nervios, dijo:
—Vamos, Roberto, levántate de ahí, te estás acercando demasiado. Vámonos.
Roberto suspiró.
—Está bien, está bien… —Se puso de pie—, ¿ves como no pasa nada?
Roberto dio un pequeño salto para evitar la parte más húmeda de la orilla y al caer pisó una piedra y perdió pie. Rosendo
Xic
estaba de espaldas porque había comenzado a desandar el camino. Se volvió al oír cómo el hermano exclamaba:
—¡Mierda, que me caig…!
Al tratar de mantener el equilibrio, Roberto caminó marcha atrás, trastabilló y cayó en el río.