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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (4 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—¿No pruebas el pan, cielo?

—Con la comida. Me gusta el pan con la comida —contestó neutro sin apartar la vista del bebé.

Angustias dejó escapar un leve suspiro.

—Está bien, hijo, espera un momento que ya vengo.

Rosendo siguió a su madre a la otra habitación, la acompañó hasta la tosca cuna de madera que le había hecho Narcís. Angustias tapó con mimo al bebé mientras le canturreaba con dulzura. Al pequeño se le cayeron suaves los párpados. Angustias se dio la vuelta y tomando la mano de Rosendo lo condujo hasta el comedor. El hermano mayor se dejó llevar aunque sus ojos no dejaron de mirar fijamente la camita hasta que salió del dormitorio.

Narcís llegó cuando Rosendo estaba terminando de comer. Al pasarse la manga de la camisa por la frente, Angustias le dijo:

—Hoy vienes muy cansado, ¿verdad?

—Para arar hay que desbrozar el campo entero. Ya nos queda menos —contestó mientras se lavaba las manos en la palangana. Después le pidió con un gesto un trapo a Angustias—. ¿Ha comido bien el niño? —añadió tras señalar al chico, que todavía sentado recogía unas miguitas.

—Sí, ¡y con qué apetito!

—Pues, venga, ve á hacer un rato de siesta —dijo serio Narcís.

Rosendo asintió y, levantándose de la silla, se dirigió al cuarto. Mientras entraba en la habitación pudo oír unas palabras más de su padre:

—Hoy ha trabajado duro. Mejor que descanse ahora un poco, que luego tenemos faena.

Rosendo infló el pecho.

Al ir a tumbarse sobre el camastro, oyó balbucear a su hermano. Con el rostro ceñudo, se acercó a la cuna y se asomó: el bebé se había despertado. Rosendo recordó cómo en otras ocasiones, sin motivo aparente, rompía a llorar. Ahora estaba tranquilo. Lo observó con curiosidad. Narcís hijo agitaba los bracitos mientras fruncía los labios. Entonces empezó a gimotear.

Rosendo miró a su espalda para ver si venía alguien. Del comedor se oían las voces despreocupadas de sus padres. Miró de nuevo al bebé: parecía que en cualquier momento iba a ponerse a llorar. Si lloraba, él no podría dormir la siesta. Los ojos oscuros y grandes de Rosendo se clavaron en su hermano, como queriendo detener el llanto antes de que apareciera. El bebé, sin embargo, seguía moviéndose inquieto. Rosendo paseó la mirada por la alcoba buscando algo sin saber bien qué, hasta que tropezó con la almohada de su cama. La cogió con las dos manos y sin titubeos se agachó para asomarse a la cuna.

De repente, el bebé se aferró a la mano izquierda de Rosendo. Éste, perplejo, se fijó en esa manita que le sujetaba un dedo: el tacto suave, las uñas minúsculas, los dedos perfectamente pequeños… Como quien toca un ala de mariposa, le acarició la piel rosácea y contempló absorto cómo iba apretando su meñique ahora gigante. La manita se soltó. En ese instante los ojos de Rosendo se dirigieron al rostro de su hermanito. El pequeño Narcís, viendo ese perfil que lo miraba, fue transformando su gimoteo en un balbuceo. Rosendo, todavía con la almohada en las manos, no supo qué hacer. En su rostro se dibujó una mueca de duda, un gesto que hizo que el bebé sonriera y que dejara escapar un gorjeo mientras se llevaba las manitas a la cara. Ante la risa de su hermano, relajó su semblante y tiró la almohada sobre el camastro.

Buscó las manitas del pequeño para volver a notar esa sensación agradable de sentirlo agarrándose a él. Mientras le hacía mimos, Rosendo sintió que debía proteger a aquel pequeñín que, al contrario que casi todo el mundo, le sonreía.

Días más tarde, Rosendo se asomó a la parte posterior de la pequeña casa donde Narcís trabajaba en la construcción de un cobertizo y preguntó si podía ir al río. El padre torció el gesto y se quedó dudando unos instantes. Lo miró y viendo el remolino que al crío se le formaba en la coronilla, esas rodillas sucias y esos ojos grandes que esperaban expectantes, le dijo que sí, que podía ir a jugar. Angustias, al verlo entrar rápido a casa, le dijo:

—Pero recuerda que luego tenemos que leer del libro y practicar un poco la copia, ¿de acuerdo?

A Rosendo le gustaba pasear por la ribera del río, en una zona repleta de álamos. Allí siempre encontraba cosas con las que entretenerse y podía estar solo. Esta vez, buscó piedras en la orilla que fueran planas. Con unas cuantas en una mano, comenzó a lanzarlas con la otra, una a una, intentando que rebotaran lo máximo posible: dos, tres, cuatro… De repente, apareció una piedra que saltó nada menos que siete veces. Pero ésa no la había lanzado él. Se giró sorprendido: había otro niño de su edad, aunque más delgado, de pelo rubio oscuro y ojos más bien pequeños.

—El secreto está en la muñeca —dijo mientras se acercaba—. ¿Ves? Tienes que hacer este gesto para que la piedra se levante. Hazlo así, va.

Rosendo, azorado por la timidez, lanzó una piedra de una forma un tanto brusca. El chico se acercó un poco más:

—No, no, tiene que ser un movimiento suave, mira:… —Ésta vez la piedra dio cinco saltos largos antes de desaparecer bajo las aguas.

Rosendo lanzó otra imitando el gesto del niño: el canto no llegó tan lejos, pero sí consiguió que rebotara unas cuantas veces.

—¡Eso es! Aprendes rápido, ¿eh? —Y alargando la mano se presentó—: Me llamo Héctor.

El otro extendió la suya con torpeza.

—Yo, Rosendo.

—¿Vives aquí desde hace mucho tiempo? —preguntó el recién llegado. Rosendo movió la cabeza afirmativamente—. Yo no, llegamos la otra semana. ¿Te gusta venir al río a jugar? —Después de obtener un rápido «sí», Héctor sonrió—. Veo que no eres de hablar mucho, ¿eh? —Y dándole una palmada en el hombro continuó—: Vamos un poco más arriba, que el otro día vi que allí había muchas ranas.

Pronto, los dos críos corretearon por los alrededores del río: tras cansarse de perseguir ranas y coger renacuajos buscaron un par de ramas para usarlas como espadas. Después, a iniciativa de Rosendo, se subieron a un árbol. Héctor no las tenía todas consigo pero no quiso confesarle nada a su nuevo amigo, que trepaba sorprendentemente ágil y seguro. Una vez arriba, sentados a horcajadas en sendas ramas, Rosendo le señaló el horizonte diciendo:

—Me gusta aquella montaña. Y por allí vivo yo.

Héctor, usando la mano como visera, oteó en búsqueda de la suya, pero no lograba localizarla.

—Mi casa no se ve desde aquí… Mira, allá al fondo hay un hombre que nos saluda. ¿No estaba ahí tu casa?

Rosendo entrecerró los ojos tratando de ver más claramente. De repente, los abrió de par en par:

—Es padre.

Guardó silencio y en ese instante el viento le trajo la voz de Narcís que lo estaba llamando.

—Me tengo que ir.

Y bajó rápidamente del árbol. En cuanto llegó al suelo, escuchó de nuevo la voz que lo reclamaba apremiante y empezó a correr mientras Héctor, sentado en la rama, protestaba atemorizado:

—¡Eh! ¡No me dejes aquí arriba!

Rosendo, sin bajar el ritmo de sus pasos, se giró para gritarle un seco «ahora vuelvo». Narcís se acercaba con paso ligero. No sabía qué podía pasar, pero notaba que algo malo estaba sucediendo. Cuando todavía faltaba un buen trecho para llegar a la altura de su padre, le oyó decir:

—¡Es madre, corre, vamos chaval!

Capítulo 6

Rosendo siguió las instrucciones de su padre y fue a buscar a la partera, la única persona en la zona que tenía conocimientos de medicina. Corrió asustado, más veloz que nunca. Cuando llegó jadeando a la casucha de Emilia Sobaler no podía hablar.

—¿Tú eres Rosendo, verdad? ¿Qué ha pasado? —le preguntó ella.

A Rosendo, con la respiración todavía agitada por la carrera, le costaba encadenar las palabras.

—Mi… mi madre… Mi, mi… madre… desmayada…

—Está bien, está bien, tranquilo —dijo Emilia mientras sacudía su regordeta mano—. Deja que coja mis cosas y nos vamos. Iremos en el carro.

No era habitual en la zona ver a una mujer conduciendo un carro, pero al tratarse de Emilia, nadie decía nada. De hecho, el carro una carreta pequeña en la que apenas cabía una persona medio tumbada, fue un regalo de un paciente agradecido. Espoleando a la vieja mula, Emilia emprendió la marcha junto a un Rosendo incapaz de permanecer sentado y que consideró en diversas ocasiones bajar para empujar al animal. La mula aceleraba el paso en cuanto la azuzaban pero a los pocos pasos volvía a descender el ritmo. Además, el estado precario de los caminos dificultaba la marcha y ponía en peligro las ya casi oblongas ruedas de madera.

Nada más llegar, Emilia bajó resoplando. En la puerta la esperaba Narcís, quien la puso al corriente del estado de salud de su mujer. Por lo visto se había quejado de sentirse mareada y, al momento, palideció y cayó al suelo. Ahora estaba estirada medio despierta. Emilia asintió y pidió que la dejaran nuevamente a solas con Angustias. Narcís se quedó en la puerta y se lió un tosco cigarrillo sentado en una piedra. Rosendo permaneció de pie recordando que esa misma situación ya se había dado meses atrás. Ambos aguardaron en silencio.

Nada más salir de la casa, Emilia hizo un gesto a Narcís para que se tranquilizara.

—No te preocupes, no es nada grave, aunque va a tener que cuidarse. Angustias tiene que descansar, trabajar menos. Necesita comer hígado y carne roja al menos una vez a la semana. Pon a macerar un puñado de romero en vino blanco y haz que se tome dos vasos al día de ese vino. Está cansada, Narcís, eso es todo, pero si no se pone remedio, empeorará. He visto otras veces esa debilidad, se lleva en la sangre, y el mejor remedio que conozco es el buen alimento.

Narcís asentía en silencio mientras anotaba mentalmente todo lo que le decía la partera.

—Una vez al mes debería lavarse completamente con agua del río recogida en noche de luna llena —apuntó Emilia convencida de que con ese viejo truco conseguiría una vez más mejorar la higiene de su paciente—. Se pondrá mejor, no temáis, pero sobre todo que descanse, ¿eh?

—Está bien. Así será —respondió Narcís—. ¿Qué le debo?

Emilia se encogió de hombros:

—¿Todavía tienes la vaca?

—Sí, ahí sigue. ¿Le mando mañana al chiquillo con una tinaja?

—Eso es. Ya me habrás pagado con eso.
Noi,
ayúdame, anda —dijo Emilia señalando a Rosendo—. Mis piernas ya no son como antes, ahora se agotan y me cuesta hasta subirme a este carro…

Ayudándose del brazo tendido de Rosendo, la partera logró sentarse de nuevo en el carro. Le indicó que le pasara su bolsa y tras coger las bridas añadió:

—Tu mujer es tozuda, Narcís, me ha costado convencerla de que se quede hoy en la cama.

Narcís sonrió:

—Es trabajadora, como todos aquí.

En cuanto la partera maniobró y se dio la vuelta de regreso a casa, Narcís apoyó sus manos en los hombros de Rosendo y, con voz seria, le dijo:

—Hijo, vamos a tener que trabajar más duro. Comprar carne roja para tu madre es muy caro y ella a partir de ahora no podrá llevar el ritmo de antes. Debemos hacer todo lo posible para que se ponga bien, ¿entiendes?

Rosendo, con expresión severa, contestó afirmativamente.

—Bien… —le palmeó la espalda—. Mientras tu madre descansa ve a cuidar de tu hermano. Yo iré a Runera a ver si consigo el vino, el romero y algo de carne. Si ves que empieza a anochecer y no he vuelto, no te olvides de avivar el fuego para que pueda hacer la cena en cuanto llegue. ¿De acuerdo?

Narcís comenzó su camino y Rosendo entró en la casa. Fue hacia el dormitorio con paso sigiloso y allí vio a su madre tendida, durmiendo. Sin hacer apenas ruido, se dirigió a la cuna. Narcís
Xic
estaba con los ojos abiertos, pero tranquilo. Rosendo se puso el índice en los labios para indicarle que no hiciera ruido y lo tomó entre sus brazos. Lo llevó hasta el comedor para que en el caso de que se pusiera a llorar no despertara a Angustias.

En el comedor, cuando vio un par de troncos preparados para echar a la chimenea, se acordó de Héctor: le había prometido volver. Se dio cuenta de que no podía dejar al bebé solo…

Buscó una tela grande que había visto usar a su madre y trató de atar a Narcís a su cuerpo. No sabía muy bien cómo conseguir que quedara bien sujeto así que fue probando posturas. Finalmente decidió que era mejor colocar al bebé apoyado contra su pecho. Tras comprobar que podía caminar sin que se cayera, salió de la casa y volvió al árbol con paso resuelto.

Allí seguía Héctor, sentado en su rama y con cara de haber llorado. Rosendo nada más acercarse, se disculpó:

—Perdón. Mi madre está enferma y he ido a por la Emilia.

Héctor se frotó la cara con el dorso de la mano y trató de mostrar calma.

—No pasa nada —dijo desde arriba intentando que su voz no lo traicionara—, sólo que no he bajado porque esperaba a que volvieras. Desde aquí se ve todo muy bien. ¿Ése es hermano tuyo?

Rosendo agachó la cabeza. El bebé, gracias al calor del cuerpo de Rosendo, estaba cabeceando de sueño.

—Sí, es mi hermano. Se llama Narcís, como mi padre.

Héctor lo miró con mal disimulada preocupación:

—Y… ¿cómo vas a subir con el niño así, atado?

Rosendo lo miró fijamente. Estuvo unos segundos sin decir nada. Héctor llegó a pensar que no había oído la pregunta.

—No voy a subir, has de bajar tú. —Y empezó a explicarle—: Coloca este pie ahí, en esa rama, ahora agárrate a esa otra, vale, mueve el otro pie hacia allí. Ahora baja a esta rama como si fuera una escalera. Ya puedes saltar.

Con las indicaciones de Rosendo, Héctor pudo bajar del árbol sin ningún problema.

—Se nota que conoces este árbol, yo hubiera bajado por otro sitio —dijo Héctor tratando de disimular que se le habían subido los colores. Al ver que Rosendo no hacía comentario ni burla alguna, se relajó y añadió:

—¿Nos veremos mañana en la alameda?

—No lo sé. Dice mi padre que tengo que trabajar mucho. Si puedo, iré.

—Bueno, me voy a casa. ¡Hasta mañana! —se despidió Héctor.

Rosendo le correspondió con un saludo precipitado. Después de comprobar que su hermano seguía dormido, volvió rápido a casa. Tenía que encender el fuego. Su madre lo necesitaba.

Capítulo 7

El tiempo avanzaba en aquellas tierras al ritmo lento de sus frutos. En una calurosa tarde de verano, Rosendo, con catorce años ya cumplidos, estaba acabando por fin la siega de esa temporada. Su padre le había enseñado cuando todavía no llegaba a los ocho años, así que Rosendo contaba ya con mucha práctica. El sol intenso hacía todavía más pesada la exigente tarea. El chico mostraba, sin embargo, su entera dedicación y su fuerza encargándose de la cosecha sin ninguna queja, algo por lo que se ganaba el callado reconocimiento de su padre. Tras finalizar la jornada agotadora, Rosendo pasó por la casa y se despidió de su madre y de su hermano: había quedado con Héctor. Angustias, que, con los años, había aprendido a cuidarse algo mejor y a convivir con su precaria salud y la perenne sombra en su quehacer cotidiano de la fatiga y la anemia, disfrutaba viendo que su hijo tenía al fin un amigo, que empezaba a abrirse a los demás.

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