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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (3 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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El niño, deseando ignorar el ánimo de sus padres, se volvió hacia el lado contrario en busca de algo tranquilizador, y se encontró con el gran cencerro de Estrella. Lo cogió con cariño mientras se preguntaba dónde estaría su dueña. En ese momento, el ruido de la esquila llamó la atención de sus padres, que detuvieron la búsqueda: Rosendo sonreía haciendo repicar el cencerro.

Sólo les quedaba la inocencia del pequeño. Todo lo demás se lo habían quitado. Todo.

Capítulo 3

Iniciaron el camino con la resignación que concede la miseria. Narcís por fin había conseguido calmarse y Angustias, determinada a seguir hasta el final, impuso la idea de continuar con los planes previstos. Ya no podían hacer nada para volver atrás. El robo del dinero era grave, puesto que los dejaba desamparados y a merced de los elementos y la caridad. El ladrón, además del dinero y la vaca, se había llevado casi toda la comida, excepto los frascos con las conservas. De la ropa se llevó sólo las mantas, que era lo único que tenía valor entre sus prendas. Por fortuna, pensó Angustias, seguimos vivos. Resignados, volvieron al camino, Narcís tirando de la carreta y Angustias llevando en brazos a Rosendo.

—¿Es posible que lo entienda todo este criajo? — preguntó el padre—. ¿No dices nada? Pues mejor, pero no me mires así, ¿es que tú lo hubieras hecho mejor, en?

—Deja al chiquillo, Narcís. Él no tiene la culpa.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué estamos aquí?

—Ni caso, Rosendo, ya ves que tu padre está enfadado —dijo Angustias intentando recuperar la mirada del niño clavada en el suelo.

En Guardiola de Berguedá enlazaron con el Llobregat. Ahora el camino se suavizaba, habían dejado atrás la alta montaña y el ambiente era más cálido, podrían descansar y hacer noche en los márgenes del río. Al finalizar la tarde pararon tan pronto dieron con un buen recodo donde descansar. Angustias acercó a Rosendo al agua, le lavó la cara y se remojaron juntos los pies. El niño sonreía inocente. Narcís se tumbó cansado junto a la carreta. Con las conservas improvisaron una austera cena que les sirvió para calmar el hambre.

Los días se sucedieron monótonos. El viaje había adquirido su propia rutina. Cercs, Berga y Gironella quedaron atrás. La situación de los Roca, sin embargo, empezaba a ser delicada: hacía ya un par de días que avanzaban sin víveres en la carreta. Llevaban toda la mañana caminando cuando Angustias se fijó en unas bayas. Después de probarlas se dio cuenta de que no las conocía y prefirió no arriesgarse. Narcís tiraba de la carreta por inercia, casi exhausto. El sol, la distancia y la falta de alimento pesaban demasiado. Angustias pensó seriamente en pedir al siguiente viajero con el que toparan algo de comida, al menos para el pequeño. Siguieron así hasta que llegaron al cruce de Runera.

Entonces Narcís se detuvo, soltó la carreta y se llevó las manos a los riñones. No le sonaba el nombre de ese pueblo, pero poco importaba. Si había gente, habría comida y su familia tenía que comer. Tomaron el desvío.

Poco más tarde vieron una casona próxima a un cerro yermo. De la construcción sobresalía una chimenea que humeaba y regaba de blanco el cielo. Se acercaron. Narcís llamó a la puerta con parsimonia, sin prisa, utilizando los nudillos con determinación. Los tres, al abrirse la hoja de madera, levantaron la cabeza y mostraron la misma luz en los ojos.

—¿Qué hay? —preguntó una voz de mujer.

—Señora, ¿podría darnos algo de comer? Tenemos hambre y se lo puedo pagar con trabajo —respondió Narcís, a la vez que se quitaba la gorra pero sin bajar la mirada.

La cara de la mujer se enterneció al encontrarse sus ojos con los del pequeño Rosendo, que a su vez le devolvió una mirada de una limpieza rotunda. Sus ojos oscuros estaban humedecidos por el esfuerzo y, de tan profundos, parecían casi angelicales. En ese momento, la mujer retiró el pie de detrás de la puerta y ésta empezó a abrirse lentamente.

Capítulo 4

Habían pasado tres años desde que la familia Roca llegara a la casa comunal asentada en los lindes de Runera. Cuando aquella mujer les abrió la puerta, se les presentó la posibilidad de volver a empezar y reconstruir su vida. En la casa vivían varias familias contratadas por el amo de aquellas tierras, el señor Casamunt. Tenían el encargo de deforestar amplias zonas de bosque y conseguir así nuevas tierras de cultivo. Narcís no desaprovechó la oportunidad de conseguir sustento y techo para su familia.

Del terreno liberado, además, los campesinos podían obtener una parcela en régimen enfitéutico: los Casamunt reclamaban a cambio una cuota anual fija que dependía del tamaño y del rendimiento del terreno. Los propietarios arrendaban de este modo las tierras y su explotación de manera perpetua, algo que no era en absoluto inusual en aquel 1818 en que las estructuras del Antiguo Régimen, a pesar de los cambios acaecidos en los últimos años, se mantenían estables. Poco había podido hacer por las penurias cotidianas de los campesinos y obreros la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812. Las condiciones de vida en el campo eran las mismas, si no peores, tras la guerra de la Independencia, ya que numerosas aldeas quedaron abandonadas ante el avance de las tropas mientras otras fueron saqueadas o se convirtieron en involuntarios escenarios de conflictos armados.

De nada sirvieron los intentos liberales de modernizar el país, en cuanto la contienda terminó y Fernando VII, el
Deseado,
ocupó el trono que antes había pertenecido a su padre, Carlos IV, abolió la Constitución para recuperar la antigua forma de gobierno y restituir el poder y los privilegios a aquellos que, según él, nunca debieron perderlos. Así pues, los nobles y terratenientes salieron reforzados, como los Casamunt, que exigían a los arrendatarios de sus tierras un canon del cuarenta por ciento de los beneficios que calculaban que los campesinos podrían obtener. Si un año el campesino no podía hacer frente al pago del canon, lo perdía todo. Pero esto poco importaba a los señores, interesados en impedir las reformas económicas que el país necesitaba para salir de la crisis a cambio de perpetuar y, a ser posible acrecentar, sus prebendas.

Después de trabajar denodadamente durante un año entero talando aquellos macizos árboles y desmenuzando a golpe de hacha los tocones resultantes, Narcís, con la ayuda de los vecinos, construyó su nuevo hogar y empezó a cultivar el campo que el viudo Casamunt les había arrendado. El trigo sería la elección más acertada debido a las características de la tierra y las innumerables posibilidades de trueque y venta que ofrecía.

Angustias estaba embarazada pero aún podía encargarse de cuidar los animales que habían ido adquiriendo. Ahora tenían una vaca bruna del Pirineo, un viejo buey, tres gallinas y un gallo. La leche y los huevos eran otro de los bienes qué poseían y que también vendían o intercambiaban por comida procedente de frutales o de huerta.

Rosendo, por su parte, a pesar de su corta edad, acompañaba a su padre siempre que podía para aprender el oficio, aunque esto era sobre todo una excusa de Narcís para tenerlo vigilado y que no sucediera nada extraño. Poco a poco fue involucrándose cada vez más en las tareas agrícolas, y se mostraba como un niño fuerte y duro, a quien no le asustaba el trabajo. Su carácter callado y solitario parecía encajar con su constancia tanto a la hora de desempeñar sus ocupaciones como también a la hora de aprender.

Su madre se había impuesto la tarea de enseñarle a leer y a escribir, consciente del privilegio que había tenido ella cuando trabajó de niña en la casa parroquial de su pueblo. Angustias iba señalando con el dedo índice la frase a leer de la Biblia usada que Narcís había adquirido en el mercado. Cuando Rosendo se atascaba en alguna palabra, Angustias hacía que la escribiera con tiza en una pequeña pizarra. Quería que su hijo aprendiera, por lo menos, todo lo que ella había tenido oportunidad de conocer.

—Me-jor es el po-bre que ca-mi-na en in-te-gri-dad, que el de per-ver-sos la-bios y fa-tuo. El al-ma sin ci-en-cia no es bue-na, y aquel que se a-pre-sura con los pies, pe-ca. La in-sen, in-sen…

—Insensatez —lo ayudó Angustias mientras le acariciaba la mano con ternura.

Rosendo, acostumbrado ya a esta técnica, cogió la tiza y escribió bien despacio y con letras redondeadas que imitaban a las impresas en la Biblia, la palabra «insensatez». Sus ojos bailaban entre el texto impreso y el que él había escrito para asegurarse de que ambos fueran iguales. Cuando terminó de escribir, continuó con la lectura:

—La in-sen-sa-tez del hom-bre tuer-ce su ca-mi-no, y lue-go contra Je-ho-vá se irri-ta su co-ra-zón. Las ri-que-zas tra-en mu-chos ami-gos; mas el po-bre es a-par-tado de su ami-go.

Rosendo leía despacio, separando las sílabas que componían las palabras intentando no atorarse con ninguna. Angustias lo estaba escuchando atenta cuando, de repente, dejó escapar un gemido y se irguió sentada en la silla. Soltó la mano de Rosendo y la posó encima de su vientre.

—¿Por qué le hace daño, madre? —le preguntó Rosendo mientras observaba con sus profundos ojos la barriga de su madre, como si así pudiera atravesarla y ver qué era lo que estaba ocurriendo en su interior. Angustias sonrió mientras acariciaba su vientre con las dos manos.

—No lo hace a propósito, Rosendo. Pero a veces se mueve y sin querer me mueve a mí también.

—¿Cómo puede crecer un niño ahí adentro?

Angustias no cesaba en su sonrisa. Había vuelto a coger la mano de Rosendo y la estaba acariciando. El niño continuaba impertérrito. Ahora miraba la mano de su madre entrelazada a la suya.

—Bueno, tu padre introdujo en mi vientre una semilla que ha ido creciendo y creciendo hasta convertirse en un bebé.

Narcís llamó a Rosendo desde el exterior de la casa. Éste no dijo nada, sólo permaneció quieto e inquirió a Angustias en silencio. Ella comprendió al instante lo que su hijo pensaba; entre ellos existía esa conexión: no necesitaban hablarse.

—Estoy bien. Anda, ve a ayudar a tu padre un rato. Luego seguimos.

El chico se levantó rápidamente, no sin antes besar a su madre en la mejilla, y salió al campo. Debía ayudar a su padre a sacar las malas hierbas. Ya era media mañana, llevaba demasiado tiempo sentado y quedaba mucho trabajo por hacer.

—Tú sigue por el otro lado, yo acabaré éste —le indicó Narcís sin mirarlo.

Rosendo cogió un canasto y tras arrodillarse entre las cañas del trigo comenzó a arrancar los herbajes sobrantes. Lo hacía con las manos y de vez en cuando se ayudaba de una vieja hoz. Durante la época en la que estuvieron talando árboles para la familia Casamunt habían dispuesto de diversas y variadas herramientas, pero ahora estaban solos. Y debían sobrevivir con lo que tenían.

Habían pasado un par de horas cuando Rosendo escuchó el grito de su padre desde el otro extremo del terreno. No alcanzó a entender la totalidad de lo que decía, pero sí que era algo referente a su madre. Rosendo se levantó y comenzó a correr precipitadamente, abriéndose paso entre el crecido trigo, nublado por la preocupación y sin considerar siquiera que sus pies podían estar partiendo alguno de los tallos. Cuando llegó al interior de la casa, su padre estaba junto a Angustias y ésta se retorcía de dolor en su camastro, con las piernas empapadas en un líquido viscoso. Rosendo no entendía, ¿por qué sufría madre?

—Corre a buscar a la partera, Rosendo, que tu hermano ya está aquí —anunció un Narcís deseoso de que el bebé que estaba a punto de llegar fuera un niño.

Al poco rato, Rosendo regresó a casa acompañado de Emilia Sobaler, una mujer de figura redonda y bonachona. La partera entró rápidamente para ocuparse de Angustias. Lo primero que hizo fue despejar la sala de espectadores. Afuera, tras enrollar el papel, Narcís se encendió rápidamente el cigarrillo que acababa de prepararse. Rosendo cogió un palo y lo tiró al aire, después se metió las manos en los bolsillos y fijó la atención en la puerta de la casa. Narcís se quedó pensativo y, por un instante, deseó que el hijo que estaba a punto de llegar fuera un niño normal. Tosió mientras se reprochaba haber pensado así, sin atreverse a mirar a Rosendo, quien escuchaba callado y asustado los gritos de su madre.

Tras tres largas horas, la partera avisó al padre y al hermano de que ya podían entrar.

Ahí estaba Angustias con un bebé entre sus brazos.

—Otro niño —anunció la madre, cansada.

El rostro de Narcís, que ya se había abalanzado sobre el bebé, expresó una emoción que Rosendo no le había visto antes. Parecía alegría. El chico observó al recién nacido llorar.

—Rosendo, ven a conocer a tu hermanito —le dijo Angustias—. Nos gustaría llamarle Narcís, como a padre.

Rosendo se acercó al camastro vacilando.

—Con cuidado —añadió Narcís.

Rosendo permaneció a los pies de la cama vigilando el llanto de la criatura mientras su padre y su madre la miraban sonrientes y alegres. Ese diminuto ser se había convertido en el centro de atención de su familia.

Observando tal escena, el chico no pudo evitar preguntarse si cuando él llegó a la vida sus padres se habían comportado igual.

Capítulo 5

Entró con gesto de cansancio pero animado: se olía el intenso y rico aroma del potaje caliente. Rosendo, tras ayudar a su padre en el campo, tenía hambre. En lugar de junto a la mesa, descubrió a su madre sentada, amamantando al bebé. Angustias tenía dibujada esa serena sonrisa que se le escapaba mientras daba el pecho. Al ver la sorpresa de Rosendo, le dijo:

—En cuanto tu hermanito termine de mamar, te pongo la comida, cariño.

Él contempló la glotonería de esa criatura tan pequeña y se llevó la mano a la barriga: las tripas le rugían. Habían pasado tres meses desde la llegada del bebé y su madre ya no le daba un beso ni le acariciaba el pelo en cuanto entraba. Ya no, ahora estaba esa criatura pequeña que la mantenía ocupada todo el día.

Angustias, de reojo, vio a Rosendo mirar fijamente al bebé y al comprender lo que estaba pensando le señaló un trozo de pan que había sobre la mesa.

—Anda, hijo, ve comiendo algo de pan, está todavía calentito. ¿Tu padre viene para acá?

Rosendo movió la cabeza para indicar que sí y agregó:

—Padre dijo que tardaría un poco más. Dijo que viniera yo a comer, que luego viene él.

El bebé tosió.

—¡Huy! ¿Ya ha terminado mi niño? A ver esa boquita… —Angustias limpió los labios del pequeño. Tras cubrirse el pecho, se puso de pie, colocó al bebé sobre su hombro y le dio suaves palmaditas en la espalda.

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