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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (2 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Narcís tomó del brazo a su mujer y procuró calmarla. El cura hizo un gesto de asentimiento.

—Ya, ya, la entiendo, pero esos juegos los tienen todos los críos, todos los días se pelean. Sé que han sido brutos con su hijo, pero ante la autoridad su hijo está bien… físicamente sano, quiero decir, y Diego no. No se solivianten —añadió levantando las manos al ver el gesto tenso de ambos padres, prestos a replicar—, sólo les digo lo que sucederá. He sido testigo en otras ocasiones de juicios así y me parecía correcto avisarles.

—¿Pero qué compensación ni qué ocho, cuartos? —comenzó a bramar Narcís—. ¿Qué podemos dar si no tenemos ni un real?

Don Pablo se colocó la boina en la cabeza al tiempo que se encogió de hombros.

—Eso lo decidirá la autoridad. Ahí no puedo ayudarles más. Bien, les dejo que cenen. Buenas noches. Vayan con Dios.

Y se marchó realizando la señal de la cruz, santiguando el hogar.

Angustias y Narcís permanecieron mudos durante unos instantes. Narcís se pasó la mano por la cabeza y el rostro, tratando de asimilar la noticia. Angustias, por su parte, le clavó la mirada. Con voz firme, le dijo a su marido:

—Ahora sí que no tenemos más remedio, Narcís. Hemos de marcharnos.

Narcís cabeceó y dejó escapar un «ya… ya…».

Ella negó con la cabeza.

—No, Narcís, hemos de irnos. Esta vez sí. Nos vamos de Martinet.

Capítulo 2

A las seis de la mañana el ambiente era frío. Un leve brillo en el horizonte delataba el interés del sol por aparecer tras las montañas que rodeaban Martinet. En la cuesta sólo se oía el caldero de zinc que pendulaba grave de las endurecidas manos de Narcís Roca. Más lejos se veía el espeso humo blanco de la chimenea de don Miquel. Narcís Roca aceleró el paso: a pesar de repetir la rutina, ese día no sería igual a los anteriores.

Al llegar al establo acarició a Estrella, su vaca preferida, la primera que ordeñaba cada día y la última a la que se dedicaba por las tardes, al acabar la jornada en la finca de don Miquel. Estrello era una vaca de raza pallaresa, de pelaje blanco y ralo. No era la que más leche daba pero sí la que menos notaba las difíciles condiciones meteorológicas del invierno. Cuando la producción de las demás bajaba, la de ella se mantenía constante, ajena a la extrema dureza del clima. Narcís sabía que la echaría de menos, seguramente más que a cualquier otro habitante de aquel condenado pueblo que acusaba a su hijo de ser el diablo.

Con el barreño lleno de leche fresca, Narcís se dirigió a la casa contigua. Dejó la rebosante lechera en un rincón y llamó a la puerta mientras retorcía la gastada gorra de pana entre las manos.

—Buenos días, don Miquel. Quisiera decirle algo.

Don Miquel, al ver su postura y su expresión inquieta, se abrochó el chaleco y salió cerrando la puerta con cuidado.

—Claro, Narcís. Vamos bajo el roble. Charlemos un rato.

—Mire, yo le tengo mucho aprecio. Usted siempre se ha portado bien con nosotros y de sobras sabe que no tenemos ninguna queja pero… debemos irnos.

—¿Por qué, Narcís? ¿No será por lo de Rosendo? Ya sabes cómo son los críos… —dijo mientras le golpeaba amistosamente la espalda.

—Sí, don Miquel, pero el otro chaval ha quedado tullido y el pueblo se nos ha puesto en contra. No podemos vivir así… —Tras una mueca de pesadumbre, Narcís continuó con su explicación—: En la cantina decían que esta vez había sido el crío del Bonilla, pero que mañana podía ser el de cualquiera, que no era cuestión de ver a un hijo en cama por culpa de un…

—Las cosas se calmarán, ya verás. Puedo hablar con ellos, Narcís. Sabes de mi reputación en el pueblo. Además, seguro que Rosendo aguantó mucho. Ya me conozco yo a esos gaznápiros.

—No es sólo eso, don Miquel. Parece ser que pondrán una denuncia… —Narcís hizo una pausa; tragó saliva—. Mire, ya hemos recogido la cosecha y tiene usted tiempo de contratar a alguien para que le haga el trabajo del año que viene. Creo que es el momento, don Miquel, no aguantamos más.

La gorra no podía estar más estrujada entre las manos de Narcís, que tenía los ánimos por el suelo.

—¿Y cuándo pensáis salir? ¿Y adonde?

—Angustias me espera en casa, lo poco que tenemos lo cargaremos en la carreta. Nos vamos a Barcelona, don Miquel, a ver si mi cuñada nos puede echar una mano.

—Pero Narcís, ¿qué vas a hacer tú en Barcelona? Tu vida es el campo, las vacas…

—Ya me he despedido de ellas.

Un silencio expresó todo lo que faltaba por decir.

—En fin, veo que no te puedo convencer.

—Adiós, don Miquel, gracias por todo.

—Un momento…

Narcís, confundido, vio alejarse la pelada nuca de don Miquel. Se sentó en un tocón, cogió unas piedras y las tiró mientras mascullaba entre dientes con rabia «maldito pueblo». Lo dijo casi en un susurro. No quería herir a don Miquel. No todos los del pueblo eran iguales. Entonces una duda le recorrió el cuerpo por un instante. Le era muy difícil abandonar el sitio donde había nacido, donde había crecido, donde había visto morir a sus padres. Narcís se sintió terriblemente solo, tanto, que no oyó volver a don Miquel. Levantó su mirada y sus ojos se encontraron. El ruido de un cencerro rompió la incomodidad del momento. Estrella, plantada dócilmente justo al lado de don Miquel, rumiaba con parsimonia.

—Llévatela, Narcís. Ella os ayudará con la carga y os alimentará durante el largo camino. Después puedes venderla. Además, te debo una semana de paga.

—No pue…

—No me digas que no puedes aceptarla. Llévatela y prométeme que os pensaréis lo de Barcelona. No es lugar para vosotros. Ni para Estrella —dijo medio riendo.

—Gracias, don Miquel. No le olvidaré. Ninguno de nosotros le olvidará.

Narcís Roca cogió la cuerda de esparto que colgaba del blanco cuello de Estrella y bajó hacia el pueblo donde, poco a poco, una incipiente actividad parecía ir adueñándose de todo. Angustias, con Rosendo de la mano, lo estaba esperando en la puerta de la casa. Al ver llegar a Narcís y Estrella se imaginó el gesto de don Miquel y esbozó una tímida sonrisa.

Ataron la carreta a la vaca. Se habían provisto de las conservas de frutas y hortalizas guardadas para el invierno, del embutido que les quedaba de la matanza, un trozo de bacalao seco, una hogaza de pan, queso, enseres de cocina, sábanas y mantas y las pocas prendas que componían su vestuario. Protegido por las ropas, sentaron a Rosendo, quien al vaivén perezoso de la carreta se arrebujó, cerró los ojos y se durmió con placidez.

Los primeros pasos los dieron con cierto optimismo. Se dirigían hacia Bellver de Cerdanya por el camino comercial. Cada vez se alejaban más del pueblo y, pese a la tristeza de tener que abandonarlo, ganaba fuerza la posibilidad de comenzar una nueva vida. El hecho de ir con un animal cuyo paso es lento y con un niño tan pequeño hizo, sin embargo, que al final de la primera jornada Narcís se mostrara taciturno. Sabía que les esperaba un duro camino; para llegar a Berga debían atravesar la sierra y, al paso que iban, el trayecto se volvía más largo y peligroso. Decidieron hacer un esfuerzo más: en Néfol les darían cobijo, seguro que su primo de Can Pesolet se alegraría de verlos.

Y así fue, nadie les preguntó por los motivos de su marcha. Después de cenar, cuando en la casa se hizo de nuevo el silencio y se quedaron solos delante del fuego, Angustias se acomodó entre los brazos de su marido y le dijo:

—Seguro que todo irá bien.

Narcís no contestó. Acarició la mano de su mujer:

—Vamos a dormir. Hay que descansar.

Angustias se mordió el labio inferior y asintió.

—Voy a tapar bien a Rosendo, que no se enfríe.

Narcís echó una ojeada a su hijo. El niño ya dormía profundamente, ajeno a las dificultades y a las preocupaciones. Por la mente del padre cruzó un pensamiento: «Y Rosendo, tranquilo, ahí, como si no fuera con él la cosa.» Pero enseguida se dijo: «Sólo tiene cinco años, cómo va a darse cuenta de nada». Se tumbó junto a Angustias y cerró los ojos. La madera seguía crepitando.

Dos días más tarde el cansancio ya hacía mella en todos. El camino se iba escarpando a medida que se adentraban en la sierra. Además, Narcís sabía que tras la guerra algunos hombres se habían quedado en las montañas y que los fugitivos eran ahora bandoleros que se dedicaban a asaltar viajeros.

Para ahuyentar el miedo Narcís sacó a Rosendo de la carreta y lo colocó sobre el lomo de la vaca. Pero el chiquillo, serio, ni se inmutó. Narcís resopló:

—Cuando mi padre me subía a la mula era el niño más feliz del mundo. A este crío parece que todo le da igual.

—¡Claro que está emocionado! —dijo en su defensa Angustias—. ¿Verdad, hijo? Míralo cómo se agarra con fuerza y cómo mira atento la cabeza de la vaca. Sólo que nuestro Rosendo es un chico de pocas palabras —dijo mientras acariciaba el pelo del niño.

El padre encogió los hombros y siguió caminando con gesto cansino.

Ese día el cielo se cubrió de nubes, así que estuvieron todo el viaje temiendo que rompiera a llover. Ya por la tarde, en un claro al lado del camino, Narcís vio unas huellas recientes de caballo. Tenían que cruzar el Coll del Pendís, tenían que dejar ese bosque y buscar refugio al otro lado del puerto.

Narcís no quería asustar a su mujer, pero se estaba poniendo cada vez más nervioso. No dejaba de oír ruidos sospechosos por todos lados. De repente tomó a Rosendo en brazos, apretó aún más el paso y tiró fuerte de la vaca. Ahogó el ruido del cencerro atando un trapo en la campana. Angustias, sorprendida por el cambio de actitud de su marido, lo siguió sin preguntar. El dolor de las ampollas en sus pies era insoportable.

Bajo un cielo rojizo cruzaron el Pendís. Narcís, sudoroso y agotado, respiró con cierto alivio. A pesar del frío, se sintió protegido.

Con Rosendo dormido en la carreta, Narcís y Angustias contemplaron la vista: hacia atrás estaba La Cerdanya, al frente, el Berguedá. En el valle encontrarían el río Llobregat para, siguiendo su cauce, llegar hasta Barcelona. Les quedaba un largo trayecto que recorrer, pero lo peor ya había pasado. Ambos pensaron que comenzaban una nueva vida y que esa vida podía ser mejor.

A la mañana siguiente, nada más romper el día, Narcís despertó a su familia y tras un frugal desayuno se pusieron en marcha. Tenían que bajar cuanto antes para alejarse de las montañas. Angustias y Rosendo, sentados en la carreta, se tambaleaban por el acelerado paso que Narcís imponía a la vaca. En Gréixer tomaron por fin la carretera comercial hacia Bagá.

Un hombre sentado en una roca cercana al camino cascaba unas nueces que engullía con deleite. Su aspecto era desaliñado aunque no daba la sensación de dejadez. El pelo castaño, aparentemente largo, se le adentraba en el cuello de la chaqueta, por lo que escondía su verdadera longitud. La levita parecía haber vivido mejores épocas.

—Buenas tardes, viajeros —soltó el curioso personaje al acercarse la carreta.

—Buenas —respondió Narcís, receloso.

—¿Hacia dónde se dirigen? Tal vez me concedan el beneplácito de su compañía —dijo pomposo al tiempo que realizaba una reverencia—. Me dirijo a Berga, ciudad señorial, huyendo de Francia lo más que pueda.

Narcís y Angustias se miraron, pero no se atrevieron a decir nada.

—Espero que mi indumentaria no les haga pensar mal. Ayer mi caballo me descabalgó y mientras me lavaba en el río me robaron la ropa. Tuve que comprar estos andrajos a un chamarilero de tres al cuarto que por fortuna encontré en el camino. Estuve a punto de cambiar también de montura, pero… —Al señalar a su caballo éste soltó un relincho, para sorpresa de los Roca. Parecía que entendiera—. Ya ven, sólo le falta hablar.

Un nuevo relincho provocó la hilaridad de los presentes, que rieron la oportuna coincidencia. Rosendo observaba la escena absorto.

—Por cierto, mi nombre es Simeón Sicario y soy aranés.

—Yo soy Narcís Roca, ella es Angustias, mi mujer, y el niño es Rosendo, nuestro hijo.

—A sus pies, señora. Hola, chiquitín, ¿cómo estás?

Con una mirada fría, Rosendo escrutó sin prisas al estrafalario personaje que, de inmediato, apartó la vista.

—¿Me permite, señora? —dijo Simeón agarrando la áspera cuerda que sujetaba a Estrella—. No debería usted lastimar sus finas manos.

—No sea descarado, señor Sicario —articuló Angustias, con un tenue rubor en la cara—. Su apellido es extraño. ¿Tiene usted parientes extranjeros?

—Están todos muertos. Mi hogar son las montañas. Ellas, por lo menos, me soportan.

Se pusieron en marcha. La conversación discurrió amena mientras atravesaron hayedos y robledales.

Cuando la noche se acercaba, se instalaron en un prado, en las inmediaciones de Bagá. El sopor se fue apoderando de ellos tras la cena, mientras escuchaban la conversación de Simeón, quien parecía conocer todas las leyendas de la zona. Su voz se fue convirtiendo en un sonsonete, en un runrún que mecía los párpados de la familia hasta inducirlos al más profundo de los sueños. Al caer plácidamente dormidos, Simeón sonrió. Sigilosamente, metió la mano en el interior de su bota y sacó una navaja. La abrió con el máximo cuidado para que ningún ruido lo delatara. Se tumbó con su zurrón como almohada y se dijo: «Descansa un poco, Simeón, que todavía tienes tiempo.»

Al día siguiente, el despertar fue lento y pausado. El ambiente parecía cargado de una beatífica tranquilidad. La luz mortecina, de una consistencia lechosa, recorría el valle y parecía recomendar a los viajeros que continuasen durmiendo. Narcís alzó la cabeza como buscando algo. Inmediatamente se puso en pie y, con una voz cargada de desazón y rabia, henchida de incredulidad y desesperanza, comenzó a gritar:

—¡Dios mío! ¿Por qué a nosotros? ¡Piedad! ¡Piedad!

La bolsa donde guardaban el dinero, hábilmente sustraída de debajo de la cabeza de Narcís, había desaparecido.

Rosendo abrió los ojos. Lo primero que vio fue a su padre furioso y asustado a un tiempo, rebuscando con ojos vidriosos entre la ropa mientras su madre, que exclamaba también una retahíla de lamentos, intentaba sujetarlo para que no siguiese dándose más golpes en la cabeza con las manos. Estaba enfadado, posiblemente por haber sido tan ingenuo, tan inocentemente generoso con el desconocido que les había robado, pero también estaba desolado y, sobre todo, asustado. Qué iba a ser de ellos ahora, cómo sobrevivirían, clamaba. No podía creer que la vida fuera tan injusta. Trabajar como esclavos, sin descanso, sin una sola recompensa más que su sudor y el cansancio de sus cuerpos, para ahora toparse con el vacío más absoluto, con la falta de compasión de un desalmado que no sabía de sus sufrimientos para llegar hasta allí, a quien no le importaba lo más mínimo su futuro, más negro que nunca ahora.

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