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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (64 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—Ahora iremos a celebrarlo. Moderadamente, hijos, no quiero precipitar las cosas. Llegaremos mañana y haremos que ese parásito se marche. Sin jaleos. Quiero que la gente esté preparada para cuando lleguemos, todos en sus casas, avisados, y así la fuerza pública sólo tendrá que desalojar a esos malnacidos —dijo Rosendo sin poder esconder un asomo de emoción. Había sido una dura batalla, sobre todo por el hecho de no haber podido participar en ella más que como espectador.

—Se hará como dices, padre —contestó Rosendo
Xic.

—Quiero que te adelantes, Roberto, y avises a la gente. Saldrás a primera hora, antes del alba. Los que estén en la fábrica ya se enterarán. Cuanta menos gente haya por las calles, mejor. No quiero más disgustos con ese Casamunt. Los tiempos están cambiando y hay que plegarse a la legalidad que parece por fin justa. —Al decir esto último centró su mirada en Rosendo
Xic,
que al instante comprendió. Se trataba dé New Lanark. El hijo sintió un escalofrío en el alma cuando le asaltaron a la memoria aquellas imágenes desagradables. Pero ahora, por vez primera, vio claro cuál era el modo de resolver un conflicto como aquél, que en el pasado había presenciado y cuya indirecta participación y responsabilidad en el mismo todavía le causaba remordimientos.

A su llegada, el mensaje que Roberto emitió con cautela prendió en la colonia como una tea que pasara de mano en mano. Pronto las calles se llenaron de trabajadores que, en susurros o a gritos, citaban el nombre de Rosendo Roca. A media mañana, los obreros ya deambulaban como una caravana sin norte, recogiendo a todo el que hallaban en su camino. Roberto se dejaba lisonjear por los que lo rodeaban, absorbido por el torrente de la masa. Discurría entre ellos eufórico, sin recordar la consigna de retirarse cada uno a su casa. Los trabajadores habían tomado sus propias decisiones.

Finalmente, como guiados por una mano invisible, la espontánea congregación se paró en el centro de la colonia y ocupó toda la plaza de Robert Owen. Empezaron a vivir el regreso del patrón como un hecho consumado y las conversaciones, las risas y los golpes en la espalda se mezclaron con las anécdotas graciosas y los comentarios agrios sobre los Casamunt y Diego Bonilla. El griterío se intensificó cuando por la calle de la factoría aparecieron más trabajadores. Conocedores de la noticia, habían interrumpido el turno. Caminaban con tranquilidad, con la cabeza alta, agradeciendo el sol del mediodía que calentaba sus rostros. Avanzaban ocupando todo el ancho que permitía la calle. Cuando se encontraron con sus compañeros en la plaza, empezaron a abrazarse y saludarse, como si hiciese mucho tiempo que no se hubieran visto, y se unieron al gran grupo.

Poco después, por el extremo occidental de la plaza, apareció Fernando Casamunt acompañado por sus acólitos. Sin descender del caballo negro se dirigió a sus hombres con un rastro de odio en sus palabras.

—Haced que vuelvan a sus puestos inmediatamente.

Un silencio siguió su orden. Los obreros, olvidados ya de la celebración, se mostraban serios y desafiantes. Finalmente, Eustaquio, cabecilla de la manada de lobos, dijo:

—Creo, señor Casamunt, que no quieren.

—Ya lo veo que no quieren. ¡Os digo que hagáis que obedezcan! —volvió a ordenar Fernando.

—Es que se rumorea que Rosendo Rota… —No pudo acabar la frase. O no se atrevió.

—¡No me importan los rumores, yo no hago caso de rumores! ¡Quiero que esta gente vuelva a trabajar ahora mismo! —Fernando elevó la voz con estrépito, impotente.

—Mire, señor Casamunt, no creo que sea posible. Bastante ha durado esto ya —dijo Eustaquio, y tiró de las riendas de su caballo para dar media vuelta y salir, tranquilo, por donde había entrado en la plaza.

Todos sus compañeros lo siguieron, sin volverse hacia las miradas de Fernando Casamunt y los trabajadores. Diego Bonilla también acabó por recular metro a metro para acabar desapareciendo del mismo modo que había llegado, sin dejar rastro.

—¡Vuelve aquí! ¡Volved aquí todos, os digo! —les gritó Fernando con energía, mientras su caballo se movía inquieto. Finalmente, se dio por vencido:

—¡Pues marchaos, no os necesito para meter en cintura a estos desgraciados!

Y acto seguido enarboló la fusta y comenzó a arremeter contra la colectividad allí presente.

Los trabajadores lo observaban ceñudos, como si todos respondiesen igual ante el ataque. Fernando, en un estado de extraña sugestión, no reparaba en que sus ataques apenas alcanzaban a los obreros. Las embestidas eran los últimos estertores de un mundo ya caduco que durante siglos había dominado amparándose en el yugo, la sangre y Dios. Y ahora, los que siempre habían estado bajo la opresión de los señores de la nobleza, eran capaces de reclamar sus derechos: Fernando Casamunt estaba derrotado.

Entonces Carlos Martínez, uno de los trabajadores, alzó la mano y agarró la fusta al vuelo. Cerró el puño y tiró de ella, descabalgando a Fernando con estrépito. Su sombrero alto rodó hasta los pies de otro obrero, que lo recogió y se lo puso. Fernando lo miraba con horror: ya no estaba sobre su caballo, elevado por encima de las cabezas de los demás, ahora estaba en el suelo, hundido entre la muchedumbre. Y el miedo lo envolvió con su pálida capa. Empezó entonces a recular, acorralado como un escorpión.

Los trabajadores siguieron avanzando hacia él, todos detrás de Carlos, como si se hubiese erigido en líder momentáneo. Lo hacían sin prisa, sin ansiedad. Cuando el señor Casamunt vio despejado el camino, echó a correr de manera irregular, como alguien que no ha corrido jamás. Llevaba los brazos separados del cuerpo y echaba las piernas hacia adelante, elevando las rodillas. Los trabajadores mantuvieron su paso constante y lento. Cuando llegó al final de la calle giró hacia la izquierda para adentrarse en otra que seguía paralela al cauce de la acequia de la colonia, hacia el sur. Allí se dio cuenta de que estaba atrapado. La pared de una de las naves cerraba la vía. Mientras tanto, los obreros seguían su avance tranquilo y cadencioso, en silencio. Sabían que no tenía escapatoria.

Fernando, abrumado por el miedo y la sensación de derrota total a la que nunca se había enfrentado, tomó la decisión de escapar a toda costa. Apoyó su espalda contra el ladrillo rojo de la pared e inició la carrera hacia el canal con la intención de saltarlo. Un hombre preparado, habituado al ejercicio físico quizá, con un poco de suerte, podría haber salvado la distancia. Fernando Casamunt no era ese tipo de hombre. Apenas iniciado el despegue, estuvo claro que no lograría cruzar el generoso canal. Un tremendo chapuzón acompañó la caída y, a continuación, se oyeron los gritos de Fernando rogando que lo salvasen. No sabía nadar. Entre grandes tragos de agua, pudo al fin acercarse a una de las paredes del canal. Pero éstas eran impracticables: pese a la rugosidad del mortero, el agua había grabado sobre él un rastro resbaladizo que anulaba asidero alguno. Además, la corriente en la acequia bajaba a gran velocidad; demasiada fuerza como para lograr salir.

Por encima de él, en el borde del cauce, los obreros fueron espectadores pasivos de su agonía. Nadie pensó siquiera en lanzar un cabo al agua, nadie en coger una rama, una pértiga; tampoco Roberto. Todos, incluido él, contemplaron absortos la sucesión lógica de los acontecimientos. Agotado por el esfuerzo de la lucha, finalmente Fernando sucumbió. Su cuerpo fue arrastrado por la corriente y unos metros más allá golpeó con fuerza contra los barrotes de la reja que había antes del salto de agua de la turbina. Como la maleza, quedó allí, encallado, entorpeciendo el pasar de la corriente.

Cuando Rosendo y Rosendo
Xic
llegaron a la fábrica custodiados por la fuerza pública y los hombres de Pedro
el Barbas,
distinguieron sorprendidos una multitud al final de la acequia. Alertados, aceleraron el paso. Eran los trabajadores de la fábrica y entre ellos estaba Roberto. Los jinetes se acercaron y miraron también hacia abajo.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el guardia que portaba galones de caporal.

—No lo sabemos, acabamos de encontrarlo así —respondió Roberto antes que nadie. Acto seguido se agachó y agarró el bichero para entregárselo a los guardias como muestra de colaboración.

—Tu cara me suena.

—Soy el hijo menor de Rosendo Roca —anunció inclinando su cabeza en dirección a Rosendo.

El caporal sostuvo unos segundos la herramienta y, tras pensárselo, se la devolvió a Roberto.

—Mejor hazlo tú.

Roberto, a pesar de no ser muy alto, había heredado la fuerza de su padre y, con decisión, aprehendió el bichero y consiguió mover el cuerpo.

Rosendo
Xic
hizo ademán de bajar del caballo para ayudar a su hermano, pero su padre lo frenó con la mano dándole a entender que esperara. Padre e hijo continuaron, pues, observando silenciosos desde sus monturas. Roberto seguía peleándose solo contra la fuerza de la acequia. Entre jadeos logró sacar el cuerpo y, al posarlo sobre el suelo, todos pudieron reconocer el rostro exánime de Fernando Casamunt. Rosendo
Xic
dirigió una mirada atónita a su padre que éste no le devolvió.

—Es Fernando Casamunt —dijo el guardia más alto con voz sentenciosa.

—Parece que se ha ahogado —continuó su compañero.

La boca del señor Casamunt rebosaba agua. Sus ojos todavía seguían abiertos. Un tono azulado impregnaba su piel.

—¿Nadie ha visto cómo ha ocurrido? —preguntó con autoridad el caporal.

—No —volvió a hablar Roberto todavía fatigado. Aproximó su mano hacia el rostro del muerto y le cerró los ojos. Después añadió—: Nosotros acabamos también de llegar y el cuerpo ya no se movía.

—Está bien —asintió con el gesto algo ceñudo el guardia—. De todos modos, se abrirá una investigación para corroborar la causa de la muerte. Y les advierto que si la víctima ha sufrido algún golpe contundente, esto no va a ser fácil para ustedes.

Una vez la actividad se normalizó en la fábrica y la colonia, Rosendo Roca fue al balneario de La Puda a buscar a Ana. Los días previos a su regreso, el servicio se encargó de limpiar a conciencia la casa del Cerro Pelado. Aquélla era la señal de que definitivamente las cosas volvían a estar en su lugar.

Al abrir la puerta y adentrarse en el recibidor de la casa, Rosendo y Ana se pararon en silencio mientras sus ojos recorrían el techo y las paredes. Se miraron expectantes y ella sonrió espontánea por primera vez en mucho tiempo. Ése fue el indicio de que, a partir de entonces, todo iría bien: Ana se recuperaría y la colonia se recompondría. Ambos respiraron hondo e iniciaron su paso hasta la sala con vistas. Desde ella, podían ver bajo sus pies el valle del Llobregat. Las aguas seguían discurriendo tranquilas, ajenas a la batalla recién librada. Quedaba todavía una segunda por afrontar y ahora sí que Ana se veía con fuerzas.

—Todo va a ir bien —le repetía Rosendo mientras la reclinaba en la butaca.

—Lo sé —respondió ella antes de darle un beso.

Capítulo 80

En el panteón familiar donde reposaban varias generaciones de sus antepasados, en el rincón más selecto del cementerio de Runera, se celebraba aquel día de agosto el entierro de Fernando Casamunt. Rodeado de cipreses y sobrias esculturas de santos, el cuerpo del señor reposaba ahora en su ataúd.

El funeral se había oficiado en la iglesia de Runera bajo una tenue luz. Los habitantes del pueblo presenciaron atentos la misa. Cuando escucharon el «podéis ir en paz», un murmullo creciente envolvió el recinto. De entre todos los vecinos tan sólo tres viudas dieron el pésame a Helena y Álvaro. Durante el camino al cementerio la tartana avanzó lentamente; Runera tenía un aspecto desolado de calles vacías y cortinas corridas, como cualquier otro día de canícula.

Frente al panteón, una enlutada Helena, Álvaro de traje, y los pocos sirvientes de la finca, Jacinto, Manuela y Mauro, escuchaban de pie la letanía de don Roque:

—A Dios todopoderoso encomendamos el alma de Fernando Casamunt y entregamos su cuerpo a la tierra. La tierra se convierte en tierra, la ceniza en ceniza, el polvo en polvo; en la esperanza segura y cierta de la resurrección a la vida eterna, mediante nuestro Señor Jesucristo.

Álvaro no lloraba. Miró a su alrededor y entonces se dio cuenta del vacío, de la nada. Detuvo su mirada en Jacinto, que estaba tantriste como su tía. El mayordomo tenía las bolsas de los ojos mojadas en lágrimas y las manos reumáticas temblaban cruzadas a su espalda tratando de mantener la compostura. Álvaro siguió con la mirada a los cuatro desconocidos que introducían el féretro en la tumba. De nuevo sintió el hueco dentro de sí, ¿cómo podía llorar la muerte de quien lo había respetado tan poco? Mientras observaba cómo echaban tierra sobre la madera del ataúd, pensó en el día de su boda. Ahora, el mayor obstáculo para su celebración había desaparecido y no sabía si alegrarse o entristecerse.

Helena interpretaba su papel a la perfección. Oía las oraciones del cura con simulado interés. De vez en cuando se aproximaba el pañuelo escondido en su mano al rostro para secar unas lágrimas que no existían. Para ella, la religión era más una manifestación externa que una convicción.

—El Señor sea con vosotros —continuó el cura.

—Y con vuestro espíritu —respondieron las voces a destiempo.

Don Roque esperó un momento antes de continuar. Los años de oficio le habían enseñado a administrar los silencios con sabiduría.

—Oh, Dios, cuyas misericordias no pueden ser enumeradas, acepta nuestras plegarias en favor del alma de nuestro difunto hermano y concédele entrada en tu mansión, oh, Señor, en la comunión de tus santos. Amén.

De nuevo las voces asintieron:

—Amén.

Cuando don Roque finalizó su oración, dirigió la mirada a la figura de Helena esperando a que lo acompañara a la salida del cementerio. El cura necesitaba hablar a solas con ella. Sin embargo, Helena tenía la cabeza en otro lugar y con un gesto le dio a entender que se marchara. Con el párroco, se alejaron también los sirvientes, y dejaron que Helena y Álvaro se quedaran solos.

Había una idea que inquietaba a la señora Casamunt. Las decisiones de la familia estaban ahora en sus manos. Al decir adiós a Fernando, ella quedaba como única depositaría de la herencia, así lo ratificaba el testamento de su padre. Por otro lado, en un futuro que esperaba lejano, sería Álvaro el único heredero de los bienes de la familia. Miró de reojo a su sobrino y le pasó el brazo sobre los hombros. Debía cuidar de su ariete.

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