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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (51 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Entonces apareció otro de los guardianes, Rafael, extrañado de que los mineros no hubiesen vuelto a sus puestos. Al encontrarse con la escena se acercó enfadado.

—¡Rajas! ¿Qué coño estás haciendo? —le dijo con reprobación mientras intentaba quitarle el arma.

—Déjame, es algo entre éste y yo. —Gumersindo apretó el arma con más fuerza contra Miguel—. Este imbécil debe aprender a respetar a la autoridad.

Rafael cabeceó incrédulo y llamó a Pedro. Pronto
el Barbas
se presentó, acompañado por el resto de los guardas. Iras él, poco a poco, se fueron acercando otras personas.

Los ocho hombres responsables del orden hicieron un cerco alrededor d
el rajas
y Miguel, que seguía inmóvil. Don Roque estaba un poco más atrás y vigilaba apartado del corrillo. Entonces Héctor se abrió paso entre el gentío hasta el pistolero y le dijo:

—Gumersindo, déjalo ya. Sabes que si apretaras el gatillo no saldrías entero de ésta.

el rajas
no apartaba el arma del rostro de Miguel. El sol, todavía alto a esa hora, iluminaba la silueta del hombre y proyectaba su sombra sobre el gesto del minero. Las manos se aferraban al trabuco y vibraban ligeramente.

—Está completamente ido —le dijo Pedro a Héctor. Intentaba imponer su rango sobre el agresor, pues desde los tiempos de Narcís,
el rajas
estaba bajo su mando—. Rajas, venga, dame el trabuco. Ya ha durado bastante la broma. Por favor, acabemos con esto.

Gumersindo miró de reojo a la multitud que lo observaba. Tenía todas las de perder. Vio claro que, si disparaba, sería lo último que hiciera. Muy lentamente, empezó a subir el arma y a separarla del rostro de Miguel Zenón. Pedro aprovechó para quitarle el trabuco y dárselo a Héctor, que se dirigió a él con contundencia.

—Puedes irte ahora o quedarte. Si te quedas, estarás bajo permanente vigilancia y cuando vuelva Rosendo será él quien decida qué hacer contigo.

Gumersindo
el rajas
escuchó las palabras de Héctor y supo que su destino estaba fijado. Debía escoger entre abandonar su hogar o sufrir algún castigo. Aunque los últimos tiempos habían sido sedentarios, la mayor parte de su vida fue itinerante y decidió, forzado por las circunstancias, volver al camino.

Capítulo 64

Casi todo el poblado se hallaba reunido en el interior de la iglesia de Santa Bárbara. Nadie podía faltar a misa el primero de noviembre, día de Todos los Santos. Como marcaba la tradición, las familias del Cerro Pelado se habían dedicado con esmero a limpiar y cuidar las tumbas de sus difuntos. Hileras de crisantemos amarillos, blancos y violetas bailaban al ritmo del aire del otoño, aportando un toque de color a una campiña ocre, desnuda.

—Hoy es un día de homenaje y de memoria. Dedicamos esta misa a todos los hermanos que han perecido en esta aldea. Que su recuerdo sea nuestro humilde tributo.

Los presentes escuchaban agradecidos el sermón, tan bien escogido aquella tarde. A pesar de que se trataba de un día laborable, la jornada de trabajo se paralizaba lo suficiente como para que los empleados pudieran acudir a la misa de cinco y mostrar su respeto a los yacientes.

—Debemos rezar para que los que ya no están hayan encontrado su lugar en el Reino del Señor. Nosotros también, todavía aquí, debemos hallar la contribución que nos ha sido asignada en esta comunidad. Ante los obstáculos confusos y dolorosos que a diario nos asaltan, tenemos que saber elegir. Las bifurcaciones nos ponen a prueba y con la ayuda del Señor —señaló con el dedo índice hacia el cielo— podremos vencer la tentación.

—¿A qué crees que se está refiriendo? —preguntó Sara a su marido.

—No lo sé. Algo me dice que muy pronto lo descubriremos —respondió Héctor con recelo.

A pesar de que Gumersindo
el Rajas
había optado por marcharse de inmediato del lugar, había quien temía que acciones como la suya pudieran repetirse.

—Algunos de los obstáculos a los que me refiero toman cuerpo en formas heterodoxas y violentas. Tal es el caso en este momento, con unos hombres que en lugar de protegernos nos atacan.

—Ahí lo tienes —dijo Héctor con aire pesaroso a su mujer.

Sara le cogió la mano con cariño y se la apretó. Él bajó la mirada, esperando recibir el siguiente ataque de don Roque.

Hombres y mujeres atendían leales a las palabras de aquel hombre de Dios. A medida que escuchaban, su expresión abandonaba la resignación para aferrarse a la lucha.

La camarilla de Pedro
el Barbas
se encontraba agrupada en la puerta de la iglesia. Se miraban entre ellos con el ceño fruncido, sin dar crédito al ataque frontal que estaban sufriendo.

—¿Qué pretende éste? —preguntó a sus compañeros
el Barbas
.

—Jodernos —respondió el Afilao, que a pesar de llevar más de veinte años trabajando para Rosendo no había cambiado ni su don de palabra ni su oronda figura.

—Pues lo tiene claro. Si quiere lío lo va a tener —replicó el Paso doble mientras movía la cabeza con bravuconería.

—No podemos escoger el mal que esos personajes representan —continuaba don Roque mientras señalaba hacia el fondo de la iglesia—. El silencio es también aprobación y, por tanto, si no denunciamos sus actos, nos convertiremos en sus cómplices.

Anita y Álvaro presenciaban juntos la misa aprovechando la ausencia de Rosendo. Ambos se miraban estupefactos. Los dos enamorados, que seguían viéndose con discreción, desconocían lo ocurrido.

—Es por los ataques d
el rajas
a Elvira Ribés y a Miguel Zenón —aclaró Ana a los jóvenes.

—¿Qué ataque? —preguntó Álvaro.

—No te preocupes, seguro que ahora os lo cuenta don Roque —ironizó.

La pareja frunció el ceño y escuchó en silencio el monólogo del religioso. Salpicaba su discurso con miradas comprensivas hacia las víctimas.

—¿Vamos a consentir otra violación más? —clamó el sacerdote subiendo el tono. Abrió la mano como esperando una respuesta—. ¿Vamos a consentir un nuevo ultraje de esta magnitud en nuestra pacífica congregación?

—Pero ¿no se puso fin al altercado? ¿Qué se reclama ahora? —preguntó Anita a su madre.

—Quién sabe… Me duele mucho que hable en nombre del Señor de esta manera —admitió Ana—. Si tu padre estuviera aquí…

Jordi Giner y Teresa, que después de tantos años continuaban compartiendo una compleja relación, empezaron a sentirse enfadados. A pesar de no haber experimentado de forma directa el ataque, la imagen temblorosa de Elvira abrazada a sus padres se les antojó punzante. También ellos habían sido jóvenes y asustadizos.

—No lo podemos tolerar —se dijeron ambos.

—¿Vamos a entregar un arma a un hombre capaz de utilizarla arbitrariamente contra cualquiera de nosotros? —preguntaba don Roque mientras hacía con la mano un gesto que abarcaba a los feligreses—. ¿Nos vamos a conformar con propinar un simple tirón de orejas a quien ha estado a punto de segar dos vidas? —El tono de su voz iba creciendo hasta casi el paroxismo. Su cara estaba cada vez más colorada.

—Es cierto, está intentando movilizar al pueblo —susurró Ana con el rostro pálido—. En cuanto acabe, nos vamos —avisó a Anita y a Álvaro.

El carpintero Martín Fábregas y su mujer, Laura, también asentían mientras contemplaban el semblante tierno e inexperto de Miguel, algo más joven que sus tres hijos.

—Pobre chico.

Don Roque observó las expresiones de los feligreses que demostraban un claro apoyo. Tras un dramático silencio, sentenció reposado:

—Yo diría que no podemos quedarnos de brazos cruzados.

Se tomó unos segundos mientras se deleitaba descubriendo que sus espectadores asentían con la cabeza. Continuó con el mismo tono neutro:

—La guardia armada debería disolverse. Deberíamos unir nuestras fuerzas para conseguir que esta voluntad se convierta en un hecho. Ése sería nuestro sentido homenaje a los antepasados en el día que hoy les dedicamos.

Aquella noche, en el cementerio, las luces tenues de las velas y las antorchas resplandecían inquietas por todas partes. Una luminosidad amarilla y temblorosa rebotaba en la pared de la montaña y se repartía por todo el Cerro Pelado.

A la mañana siguiente, cuando todavía el sol no había aparecido en el horizonte, la voz de Pedro
el Barbas
despertó al director de la mina.

—¡Héctor, sal! ¡Tenemos un problema!

El aludido se había quedado dormido sobre la mesa de la cocina. Después de la misa, había pasado gran parte de la noche bebiendo, sentado en el banco junto al calor del hogar. Al principio, su objetivo era buscar la manera de solucionar el conflicto antes de que comenzase, pero se había terminado el vino y ninguna idea había aparecido. Ahora su cabeza estaba tan vacía como la botella que reposaba en su mano.

—¿Qué, qué pasa? —Héctor salió de su casa cogiéndose la cabeza con ambas manos.

Al abrir la puerta, la boca apretada apenas visible por la barba y la mirada preocupada de Pedro sobresaltaron a Héctor.

—Los mineros y sus familias se han amotinado. No han acudido al trabajo.

—¿Cómo dices? —Héctor cerró con fuerza los ojos y añadió—: A ver si adivino… ¿Quieren que os marchéis?

—Sí —respondió Pedro.

—Parece que las palabras de don Roque han surtido efecto.

Bajo la amarillenta luz del quinqué, Pedro observó el aspecto desaliñado de Héctor. Tenía el pelo revuelto y las marcas de la mesa señaladas en su mejilla enrojecida. La camisa del domingo aparecía sucia y arrugada y sobresalía por encima de una faja torcida. Pedro continuó:

—Pero hay más: mis hombres también están de brazos caídos.

Héctor se sentó abrumado en la silla. Eso no se lo esperaba.

—¿Por qué?

—Están molestos por cómo el pueblo entero se puso ayer en su contra. Al salir de la iglesia a más de uno le dedicaron algún insulto.

—¿Qué vamos a hacer? —Con los brazos apoyados en sus rodillas, Héctor se frotaba nervioso la cara con ambas manos.

—Acataré lo que me digas, Héctor, pero si me permites un consejo…

—Dime.

—Yo no los obligaría a enfrentarse al pueblo. Las cosas empeorarían más. Y yo los entiendo…

Héctor lo miró con el ceño fruncido.

—Nos culpan de todo lo malo, pero no tienen en cuenta lo bueno que hemos hecho por ellos —concluyó Pedro.

Héctor apretó los labios y sólo acertó a decir:

—Lo siento. Es culpa mía.

El encargado se mantuvo en silencio con la cabeza gacha durante unos segundos. Los primeros rayos de sol empezaron a asomarse detrás de las montañas y un incipiente resplandor apareció tras las cortinas.

—Pantenus.

—¿Qué? —preguntó Pedro sin entender.

Héctor se puso en pie de un impulso.

—Avisa a Perigot y que acuda de inmediato a Barcelona. Tiene que traerme a Pantenus cuanto antes. Quizá él pueda ayudarnos a solucionar esto antes de que Rosendo esté de vuelta.

Héctor atravesó las calles desiertas del pueblo. Al llegar a la plaza de Santa Bárbara se encontró con una multitud que le dirigía miradas enfurecidas. Las figuras de los mineros se veían dispersas por la explanada de la plaza. Se aproximó hacia ellos con un paso que pretendía ser firme y se dirigió a los congregados con voz trémula.

—¿Por qué hacéis esto?

Sólo el arrullo de una brisa fría se oía sobre sus cabezas. Luis Zenón se erigió en portavoz de los presentes.

—Porque tenemos que proteger a los nuestros. Así que ya te estás moviendo para hacer algo.

—Queremos que se marchen los mercenarios que contratasteis —vociferó alguien, amparado en la fuerza del grupo.

—Pero ellos os han defendido cuando ha sido necesario. ¿O es que los más antiguos ya no recordáis el asalto? Algunos perdieron la vida para evitar que os hicieran daño —recordó Héctor.

—Mi padre luchó igual o más que cualquiera de ésos —espetó con desprecio Abelardo López. Era el hijo mayor de la familia y a sus más de veinte años había heredado las aptitudes comerciales de su difunto padre. Había recuperado el negocio y retirado a su madre del trabajo en la mina.

Héctor se fue empequeñeciendo. No tenía réplica para esos argumentos. Pedro tampoco abrió la boca.

—Pero si dejáis de trabajar, ninguno de vosotros podrá cobrar nada…

—Sólo si ellos se van volveremos al trabajo —interrumpió Luis—. No queremos arriesgarnos a que vuelvan a apuntarnos con sus armas.

—O a violentar a alguna de nuestras hijas —replicó Evaristo Ribés igualmente rabioso.

—Con Rosendo nunca había pasado algo así —surgió una voz de entre la multitud.

—Él nunca lo hubiera permitido —lo apoyaron otras voces.

—Tenéis razón —respondió Héctor abatido.

Poco a poco la impotencia se había ido adueñando del director en funciones y su credibilidad estaba en entredicho. Parecía que sólo Rosendo podría extirpar la raíz del problema, pero nadie sabía cuándo regresaría, ni tan siquiera su mujer. Un paréntesis de varios días como el que se avecinaba podía repercutir de manera insalvable en la economía de la mina.

Ya había caído casi por completo la noche cuando Pantenus Miral llegó al poblado. Enfundado en su oscuro traje y con su usual aspecto serio, bajó del carro con su portafolios en la mano. Se adentró en el despacho que estaba junto a la mina.

—Amigo mío —dijo Pantenus a modo de saludo al ver a Héctor.

—Pantenus, gracias por venir —exclamó Héctor, que abandonó su silla y se lanzó sobre él para darle un abrazo.

Pantenus se lo devolvió con austeridad.

—Para eso estamos. Cuéntame, ¿qué ha pasado? Perigot me ha comentado algo por el camino.

Héctor se disponía a hablarle de lo sucedido cuando el sonido de un carro aproximándose al lugar donde se encontraban le llamó la atención.

—Un momento —dijo Héctor frunciendo el ceño—, ¿viene alguien más contigo?

—No —respondió dudoso Pantenus.

Al instante, la puerta del despacho se abrió. Una silueta rotunda se recortaba oscura bajo el umbral de la puerta.

—¿Por qué no hay nadie trabajando? —preguntó el recién llegado.

Era Rosendo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Héctor levantándose de la silla. Una vez de pie su alegría se desvaneció.

—Pantenus —saludó firme al abogado el recién llegado—, si estás aquí es porque ha sucedido algo grave.

—No vas desencaminado, viejo amigo. Por cierto, ¿dónde has dejado a Henry y a los muchachos?

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