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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (9 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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«¿Recomienda usted entonces la creación de un escuadrón especial?», le preguntaron.

Lo recomendaba. Era ideal en batallas campales: se llegaba con gran velocidad al enemigo y el poder de choque aniquilaba cualquier formación. Las pampas estaban llenas de caballos y pasturas, y era tierra de jinetes. Le preguntaron si podía elevarles un plan por escrito. Por supuesto que podía, intervino Alvear, que se presentaba como su superior y mecenas. San Martín se miraba la punta de las botas. Cuando salieron del Fuerte, se dio cuenta de que llevaba el falucho apretujado entre las manos por los nervios sordos y por cierta indignación. Lo alisó y se lo colocó, y siguió caminando y escuchando los planes que Alvear tejía. La personalidad de svi insolente socio era desbordante: daba por hecho cuestiones que aún estaban en discusión, partía de premisas falsas y edificaba sobre esos terrenos resbaladizos castillos monumentales. No tenía la paciencia ni el temple para planificar fríamente una acción. Le bastaba con soñarla para darla por cumplida. Ponía el carro delante del caballo, y se manejaba con la impunidad de los ricos. En las tertulias se reservaba para sí mismo el más alto de los escalones de la política y del Estado, y le destinaba a San Martín el rol de militarote cuartelero, rey de establos y entrenador de soldaditos. San Martín era su prisionero. Ya entonces Alvear lo envolvía presuntamente para darle protección, aunque en realidad lo hacía para deglutirlo. Con el correr de los meses, la inteligencia y el liderazgo de San Martín se fueron imponiendo por su propio peso, y entonces el hijo de Diego de Alvear se fue poniendo más y más celoso. No hay nada más taimado que un político con celos.

A pocos días de aquel encuentro con el triunvirato, San Martín presentó un escrito: «Plan bajo cuyo pie deberá formarse el Escuadrón de Granaderos a Caballo.» Alvear se reunió a puertas cerradas con los triunviros y trató de forzarles un doble nombramiento: «¡Aquí no hay más generales que San Martín y yo!», les gritó. También pedía que se le otorgara el mando del Ejército del Norte. Los triunviros no se dejaron arrear. Le reconocieron el grado de teniente coronel a San Martín y designaron sargento mayor a Carlos de Alvear. Esta vez el
enfant terrible
de la revolución no se arrancó el uniforme, pero anduvo buscando pelea por las calles. Se trenzó a los sablazos con un grupo de ingleses y le pegó en la cabeza a un comerciante. Lo arrestaron unos días en su propia casa y lo obligaron a pagar las curas. Con todo eso evitó el duro trabajo de cuartel que le esperaba en su vergonzante condición de segundo del teniente coronel San Martín.

Las grandes actividades de Alvear eran la intriga política y el floreo social. Con sentido pragmático le dijo a Carmen que hiciera de Celestina: el teniente coronel era demasiado viejo como para no estar casado y esa situación acrecentaba la maledicencia local. Aparecía como un perfecto desconocido para la sociedad porteña y se hacían apuestas sobre qué clase de espía era. ¿Espiaba para la Gran Bretaña, para
l'Empereur
o directamente para la Corona española? ¿Por qué no se había casado nunca? ¿Qué venía realmente a hacer a las Provincias Unidas aquel personaje cortante y solitario que se había criado en España y que tenía acento andaluz? ¿Era un agente de Napoleón el gran discípulo del marqués del Socorro, destituido en Cádiz por «afrancesado» y con gran escarnio público? ¿Era un enviado del Imperio británico el breve interlocutor de Wellington y de Maitland? ¿Por qué no tenía familia ni descendientes? Resultaba esencial que San Martín hiciese, muy pronto, algún acto de fe que lo alejara de esas sombras. «¿Qué mejor que un casamiento conveniente?», había bromeado con él uno de los logistas. El teniente coronel no creía en esa clase de estrategias, pero no podía obviar la belleza y juventud de Carmen Sáenz de la Quintanilla, que le buscó prometida a su imagen y semejanza desde la primera tertulia.

María de los Remedios de Escalada no era tan bonita como su amiga, pero prometía serlo cuando alcanzara su edad. Tenía por entonces catorce años, y era una virgen frágil y pálida de cabello negro peinado en lo alto de la cabeza y bucles sensuales. Su padre detentaba el honor de ser quizá el más acaudalado de los aristócratas criollos. Vivían en una mansión colonial sobre la calle de la Santísima Trinidad. Don Antonio había sido de todo, hasta canciller de la Real Audiencia, y su esposa Tomasa era una mujer suspicaz y altiva. Remedios tenía dos hermanos varones, y San Martín los invitó a integrar el escuadrón. El teniente coronel necesitaba involucrar a miembros de las familias más influyentes en su escuela de guerra.

El flamante líder de los Granaderos a Caballo ya vivía en el cuartel, y se presentaba en las tertulias vestido con su viejo uniforme de ayudante de campo. No les era indiferente a las damas patricias, con su perfil aguileño, su cuerpo fibroso y su gallardía, y aquella casaca con pantalón azul, aquel chaleco de ante amarillo con galón de oro, alamares en el hombro derecho y botas granaderas con espuelas doradas.

Acudía al atardecer, daba palmas y era recibido por los dueños de casa. Allí se sucedían las presentaciones, y mientras se cebaba mate o se libaban licores y después se servía un refrigerio, el teniente coronel escrutaba a otros patriotas e intercambiaba con ellos algunas frases medidas. Cuando intervenía, sin embargo, deslumbraba con un episodio de trinchera o incluso con una cita literaria. San Martín leía a Quevedo, Plutarco, La Brugère y a Montesquieu.

También bailaba minués y contradanzas, que eran seguidas por bastoneros, con las damas de la tertulia, algunas de las cuales detestaban la política. Durante varios meses esos saraos sirvieron para que los locales se familiarizaran con su rostro. Y para que los dirigentes de la revolución fueran entrando en confianza con el enigmático teniente coronel que venía de Cádiz. Allí se conspiraba abiertamente contra España, y reinaba con sus soliloquios indiscretos y sus grandilocuencias Carlos María de Alvear, quien había renunciado ostentosamente a un salario militar que no necesitaba, y que había puesto así en serio compromiso a San Martín. El teniente coronel no tenía otro modo de sustento, pero para no ser menos, donó cincuenta pesos al erario público y redujo su vida a la austeridad del acuartelado.

En una de esas fiestas, la esposa de Alvear le señaló a Remedios, y San Martín le dedicó una mirada profunda. Ella, siguiendo el ritual del cortejo, le sostuvo la mirada por encima del abanico. En esa misma velada bailaron juntos varias piezas sin separarse y sin cambiar de pareja, lo que equivalía a confesar en público que había atracción mutua. San Martín le llevaba veinte años y varios centímetros de altura. Él lo había vivido todo: persecuciones, duelos, combates, hambre, gloria, fracaso, amores, pasión y lujurias. Ella no había vivido nada, aunque paradójicamente lo tenía todo. José de San Martín no tenía más que la medalla de Bailén y su sable morisco.

En la noche de San Carlos, cuando descendió hasta el patio y dejó a Parish dormitando en una galería del convento silencioso, el coronel avanzó hasta el aljibe, se detuvo bajo la luna y extrajo de un bolsillo el camafeo con medalla de plata. Allí se veía o vislumbraba el perfil de aquella adolescente apenas núbil con quien acababa de casarse. Las mujeres que se habían enamorado del coronel habían terminado sufriendo inevitablemente ausencias y abandonos. El coronel estaba casado con la guerra, y aquél era un horrible amor correspondido.

14.
L
A CALLE DE LOS MERCENARIOS

Venía andando a pie por la calle Barrancas cuando una sombra lo puso en alerta. El convento de Santo Domingo quedaba por ahí nomás, y esa noche la reunión se hacía en los sótanos de una casona más bien lóbrega ubicada en aquellas inmediaciones. San Martín había dejado su montura en otras zonas para despistar a posibles espías y había dado un largo rodeo, pero no se había deshecho del sable ni de su pistola. Llevaba poncho porque se había levantado frío y sus tacones y espuelas resonaban fuerte en la noche silenciosa. La sombra se agigantó en un muro y desapareció furtiva hacia la izquierda cuando el jefe de los granaderos volvió la cabeza.

El teniente coronel se detuvo a esperar una mínima reaparición. Se mantuvo allí en silencio, sin respirar, y extrajo lentamente la pistola y la amartilló. De pronto oyó un ruido apagado a sus espaldas, y dio media vuelta otra vez.

Por el rabillo del ojo alcanzó a ver un movimiento en las penumbras. Podía ser un perro o un niño, pero el oficial de caballería no quería llamarse a engaño. Uno adelante y otro atrás, siguiéndolo sigilosamente con la misión de localizar el punto de reunión. Mercenarios a sueldo del triunvirato. Había que despistarlos o hacerles frente.

Casi sin pensarlo cruzó corriendo la calle, salió de la luz del farol y se refugió detrás de un carro de anchas ruedas. Desde ese ángulo dominaba los dos escenarios, arriba y abajo de la calle miserable y mal iluminada. No se movió un centímetro. Permaneció en esa posición tres o cuatro minutos más mientras no pasaba nada, hasta que en un segundo pasó de todo. La sombra original surgió de un lodazal y avanzó agachada veinte metros, y San Martín le apuntó con cuidado y le descerrajó un tiro. No oyó un quejido pero sí un golpe seco. Y vio que la sombra se plegaba a la oscuridad y escuchó sus pasos apresurados. El teniente coronel quiso salir de detrás del carro cuando una bala astilló la rueda. San Martín se quedó de nuevo quieto esperando un segundo disparo, y como no llegaba calculó que el mercenario de su derecha carecía de una segunda pistola. No quería darle tiempo para recargarla así que guardó la suya y volvió a la luz del farol. Sacó el sable y aguantó lo que fuera. Fue un espadachín sin rostro que se hizo ver a la distancia, estoque en mano, calibrando su suerte. Tanto la calibró que de repente se dio la vuelta, echó a correr por una callejuela y se perdió en la noche. San Martín reculó sin envainar hasta los límites de la luz, se acuclilló y palpó la tierra. El primer mercenario había dejado caer un trabuco sin marcas. Lo empuñó para dispararlo al escuchar una nueva corrida, pero no hubo necesidad: eran dos negritos asustados que venían a socorrerlo. San Martín les ordenó que volvieran a sus barracas. Lo hizo con voz de mando, y los negritos corrieron por la calle como si hubieran visto a Mandinga.

Arrojó el arma al baldío, envainó y volvió sobre sus pasos en busca de su caballo. No se cruzó con casi nadie, y cuando montó lo hizo de un salto. Regresó al galope a los cuarteles y le ordenó a un asistente de extrema confianza que llevara una carta a la casa de los Alvear. La nota era escueta e incomprensible para quien no formara parte de la logia Lautaro. Estaba rubricada por los tres puntos masones.

En la tarde del día siguiente, Alvear y tres o cuatro de los principales líderes de la logia escuchaban el lacónico pero efectivo relato que el jefe de los granaderos les hacía en el Café de Marco, donde tomaban copas los patriotas. «Nos vigilan y persiguen —escupió Alvear, con rabia—. Se les escuchó decir que los viajeros de la fragata inglesa veníamos a descomponer la patria, ¡justo ellos, que son cobardes e inútiles y lo descomponen lodo!» Hubo que pedirle que bajara la voz. Los triunviros se manejaban con autoritarismo y discrecionalidad, y el descontento popular iba creciendo mes a mes. Los miembros de la logia eran sospechosos de conjurar contra un gobierno que, a pesar de los discursos, no era permeable a profundizar el plan de la independencia y que manejaba la empresa militar con negligencia absoluta. Había violencia en el ambiente y se decía que la policía del poder buscaba un chivo expiatorio.

Para el teniente coronel aquella logia no era otra cosa que la evolución americana de la logia de Cádiz. Una sede, la misma idea con distinto nombre. Habían elegido en España, mucho antes de emigrar, aquel nombre en clave. San Martín había estudiado en la academia militar las geniales estrategias del cacique mapuche que había librado batallas heroicas y sanguinarias durante la primera fase de la conquista española. Los profesores de la guerra del Viejo Continente comparaban a Lautaro con Gengis Khan y Alejandro Magno. El nombre, sin embargo, no significaba en código masón «guerra contra España», como se difundía entre murmullos, sino algo más secreto y específico: «Expedición a Chile.»Al llegar al Río de la Plata, los caballeros racionales de Cádiz constataron que las logias locales no contaban con figuras de peso, por lo que anexaron a muchos logistas y salieron a cooptar a las personas determinantes de la sociedad porteña y de la revolución. La idea era crear un gobierno secreto, y a la vez un partido político, y también un servicio de inteligencia. Alvear y San Martín integraron el triángulo básico, y en menos de sesenta días lograron que militaran con ellos algunos de los personajes más relevantes de las Provincias Unidas. Internamente, dividieron la organización en dos cámaras: la azul, donde se ubicaban los miembros de los tres primeros grados masónicos, y la roja, donde estaban los integrantes del grado cuarto y los rosacruces. Los viajeros de la
George
Canning
formaban parte de la sección más alta y secreta. Ellos redactaron el acta de constitución, que empezaba diciendo: «Gemía la América bajo la vergonzosa y humillante servidumbre dominada por el cetro de hierro de España y por sus reyes, como es notorio en el mundo entero y lo han observado por tres siglos con justa indignación todas las naciones. Llegó por fin el momento favorable en que, disuelto el gobierno español por la presión de su monarca; por la ocupación de España y por otras innumerables causas, la justicia, la razón y la necesidad, demandaba imperiosamente el sacudimiento de este yugo. Las provincias del Río de la Plata dieron la señal de libertad: se revolucionaron, han sostenido su empresa con heroica constancia. Pero desgraciadamente, sin sistema, sin combinación y casi sin otro designio que el que indicaban las circunstancias, los sucesos y los accidentes.»Luego de ese prefacio decretaron que ningún español ni extranjero, ni pariente cercano de los logistas podían formar parte de esta sociedad secreta. Y que la logia se reuniría semanalmente, y que nadie podía aceptar un empleo con influjo en el Estado, la justicia, el ejército y los negocios sin previo acuerdo de la logia. San Martín y Alvear establecieron, a su vez, que la obligación de los «hermanos» era auxiliarse y protegerse entre sí. Que todo «hermano deberá sostener, a riesgo de vida, las determinaciones de la logia». Y que cuando el gobierno estuviese a cargo de algún logista éste no podría disponer de la fortuna, honra, vida ni empleo de ningún «hermano» sin la autorización de la logia Lautaro. Y esto servía para un funcionario, para un juez o hasta para un jefe militar: los Venerables debían juzgar si efectivamente cabía el castigo. La desobediencia se pagaba con la persecución sistemática y el desprecio perpetuo hacia el desobediente. Y la indiscreción se pagaba con la muerte.

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