Read La Logia de Cádiz Online

Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (16 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
13.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al abrir su testamento, descubrieron que San Martín era el albacea de la herencia más abultada de Europa, y también el tutor de los hijos de su amigo. Dolorido y desanimado, el general estuvo tres años cumpliendo la última voluntad del marqués de las Marismas del Guadalquivir. Después ya nada volvió a ser igual: el general y su familia se mudarían a Boulogne-sur-Mer para tomar distancia de París, nuevamente convulsionada por la política, y para que el general casi ciego encontrara su propia muerte en la paz de su cama.

«Es un arma fabulosa», dijo Balzac aquella noche, como si se relamiera, y desenvainó cuidadosamente el sable de Londres.

San Martín le respondió con una bocanada de humo. El escritor alzó la espada para verla a contraluz y luego la blandió torpemente como si estuviera cortando en dos a un enemigo imaginario. Aguado se adelantó a todos: «Ese sable no se puede comprar ni vender», le explicó a Balzac. San Martín sonrió. El escritor le clavó los ojos verdes para ver si el banquero decía la verdad. San Martín negó con la cabeza una sola vez, casi imperceptiblemente, y se llevó de nuevo la pipa a la boca.

Balzac parecía decepcionado. Envainó lentamente el sable y lo dejó sobre su regazo. Se quedó allí parpadeando un momento, como si quisiera elegir las palabras. Luego levantó la gran cabeza y preguntó, como si le interesara el cuento:

«¿Y qué fue de aquel pobre capitán español?»

«¿Quién? —intervino Aguado—. ¿Zabala?»

«Vino a verme a Cuyo cuando estaba organizando la campaña de los Andes y me ofreció su espada», reveló el general.

«¿Su espada? —se exaltó Balzac—. ¿Quería desertar?»

«Eso decía.»

«¿Y usted qué hizo?»

«Le agradecí la intención pero le dije que por su dignidad no podía aceptarla.»

«José creía que era un espía español», aclaró Aguado, mientras pedía a un sirviente que bajara a la bodega y trajera un vino especial.

«¡Otro despatriado buscando una patria! —exclamó el novelista con histrionismo—. ¡Todos ustedes son iguales, Dios!»

El sirviente trajo una botella de vino de Mondila. El vino dulce de color rubi oscuro que fabricaba la familia Alvear.

«¿No me sabrá amargo?», preguntó el general.

«Ya sabes lo que dice el dicho —dijo Aguado y sirvió personalmente las copas—. No hay nada más fiel que un enemigo.»

San Martín lo sabía de sobra. La última vez que se había cruzado con Carlos María de Alvear había sido en Londres en una reunión patrocinada por Parish Robertson y algunos viejos amigos de la disuelta logia de Cádiz. En cuanto Alvear pisó terreno británico comenzaron las difamaciones: la diplomacia hizo llegar a Buenos Aires que el general conspiraba para instalar una monarquía en América. San Martín no había podido recuperarse jamás de la idea de que los pueblos americanos utilizaban errónea y livianamente la palabra libertad y vivían en la anarquía, el caos, las luchas intestinas, los odios facciosos y el regodeo por el fracaso. «¡Libertad! Désela usted a un niño de dos años para que se entretenga por vía de la diversión con un estuche de navajas y me contará usted los resultados», se quejaba. Había luchado por la libertad de los pueblos y al gobernar se había encontrado con que sólo siendo fuerte y hasta cruel se podía controlar a esas naciones adolescentes con instintos autodestructivos. Él no había podido ser ninguna de esas dos cosas, ni fuerte ni cruel, y en el exilio descargaba sus broncas. Durante aquella reunión en Londres, regada de licores, un comensal le dijo que si el general hubiese dado palos nadie lo hubiera movido del gobierno del Perú. «Es cierto —dijo San Martín, achispado y rencoroso—. El palo se me cayó de las manos por no haberlo sabido manejar.» Alvear entonces entró en la conversación para atizarlo con sarcasmos. San Martín subió la voz, una cosa llevó a la otra y casi termina todo a los golpes. O peor aún: eligiendo padrinos.

«Es un vino extraordinario», dictaminó Balzac, chasqueando la lengua.

«Prefiero un Château Margot», dijo el general, y Aguado se echó a reír.

«Tal vez ese Alvear no estaba tan equivocado —dijo de pronto Balzac, y el banquero miró a sus dos amigos, primero a uno y luego a otro—. Un guerrero no tiene por qué ser un estadista.»

«Alvear no fue ni lo uno ni lo otro», dijo el dueño de casa.

«Los ciudadanos no son tan obedientes como los granaderos —siguió el escritor—. Para ser un estadista hay que saber negociar.»

«Para ser un estadista hay que saber soportar la difamación, o desmerecerla —dijo el general—. Puedo soportar una y mil cargas de caballería, pero no puedo aguantar la calumnia.»

«Es más fácil disciplinar que convencer —dijo Balzac—. Pero no le quito razón. Soy un poco volátil. Hay días en los que pienso que cuando un gobierno despliega sus fuerzas contra las masas no es la masa la que se equivoca, es en todos los casos el gobierno, aunque resulte vencedor. Y días en los que estoy seguro de que debemos pronunciarnos a favor de un poder fuerte en manos de uno solo.»

«Son las nostalgias de Napoleón», dijo Aguado, comprensivo.

«Usted pudo haber sido el Napoleón de América, pero se retiró —dijo Balzac, fijando su mirada en San Martín—. Qué ironía. Toda una vida construyendo una patria para luego abandonarla.»

«Tal vez la patria me abandonó a mí», dijo el general estoicamente. No tenía respuestas para tantas paradojas.

Se hizo un silencio hondo, casi abrumador. Afuera nevaba y San Martín se daba cuenta de que el resentimiento lo ensombrecía y lo volvía injusto. Creía en la libertad y había dado la vida por ella; no hablaba su cabeza sino su corazón marchito y envenenado por la ingratitud. Esa noche era más viejo que nunca.

Vio que Balzac se paraba con ayuda de su bastón y que le tendía el sable. San Martín apagó la pipa y se incorporó. Tomó la espada y, como Balzac no la soltó, por un momento se quedaron unidos por el acero.

«¿Está seguro de que no tiene precio?», le preguntó con un resto de ilusión.

«Seguro», respondió amablemente el general.

Entonces Balzac abrió la mano y lo dejó ir. Caminaron los tres hasta el umbral y miraron por la ventana. Era una noche cerrada y fría.

«¿No quieres quedarte a dormir?», lo tentó Aguado.

El general dijo que no.

«Duermo aquí esta noche y salgo mañana para París —informó Balzac acariciándose el bigote—. Estoy, como siempre, atrasado con una entrega.»

Se saludaron los tres, luego de que San Martín se pusiera el poncho. Balzac no pudo con su genio y a último momento le dijo:

«Quizá con la patria ocurra como con las novelas. Uno las hace laboriosamente y luego las abandona. Pocos saben que la gracia está en construirlas.»

San Martín lo miró con admiración.

«En haberlas construido», agregó Aguado.

El general le echó un último vistazo a su amigo y salió despacio a la calle. Llevaba el sable en la mano y se metía en la nevisca pensando en Balzac. Tal vez Aguado había entrevisto la verdad, y finalmente aquellos dos hombres tuvieran algo que ver. Algo secreto y desconcertante. Algo que no se podía explicar.

San Martín murió el 17 de agosto de 1850. Balzac murió un día después.

Fin

BOOK: La Logia de Cádiz
13.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Oracle of Dating by Allison van Diepen
Leaping by J Bennett
She's Not There by Madison, Marla
3 Conjuring by Amanda M. Lee
The Night and The Music by Block, Lawrence
Chewing Rocks by Alan Black