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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (4 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Esa noche apenas pudieron dormir. A las cinco de la tarde del día siguiente el marqués observó con sus catalejos cómo otra división de Dupont se retiraba por el camino que bordeaba el cauce, haciendo exhibición de poderío y control del terreno. «No me gusta ese desfile —dijo a sus principales espadas—. Los hostigaremos en el flanco y la retaguardia toda la noche.»El héroe de Arjonilla acompañó la operación. La caballería de Borbón y el batallón de Voluntarios de Cataluña cargaron contra la columna francesa y la tuvieron a mal traer durante horas. Los gladiadores de aquellas legiones francesas que no conocían la derrota, esa tarde mordían el polvo o se entregaban. Al final de la incursión había muchas bajas, sesenta prisioneros y un regalo del cielo. Las tropas de Coupigny habían logrado capturar a un correo del maldito Dupont, y San Martín compartió con su jefe la lectura a viva voz de varias misivas en las que el general gabacho les describía a sus superiores de Madrid su complicada situación militar. El marqués dispuso entonces que se las enviaran a Castaños. Y el jefe máximo ordenó que las cartas fueran traducidas al español, copiadas y repartidas entre la tropa para levantar la moral.

«Necesitaremos toda la moral del mundo para derrotar al
petit caporal»
, dijo San Martín afeitándose con una navaja. El marqués, que fumaba mirando el horizonte, asintió en silencio. En grave silencio.

6.
D
UELO DE CAÑONAZOS Y DEGÜELLOS

Los dos ajedrecistas carecían de información, estaban enojados con sus generales y se cagaban diariamente en todos los dioses del Olimpo. Castaños no podía entender por qué sus dos divisiones no habían cruzado todavía la línea del Guadalquivir ni por qué tardaban tanto en unificarse, tal como lo habían planeado en el consejo de Porcuna. Para no seguir contrariándolo, la primera división cruzó entonces en Menjívar, con el agua a la cintura y las armas sobre la cabeza, y despanzurró durante catorce horas a las fuerzas francesas. La división de Coupigny llegó esa noche y los dos ejércitos se convirtieron finalmente en uno. San Martín pudo ver la enorme cantidad de soldados de ambos bandos que yacían muertos, heridos o terriblemente mutilados en las tiendas de campaña.

El otro ajedrecista, leyendo el parte de aquel encontronazo, montaba en cólera con sus mariscales de campo y daba directivas a los gritos. Sabiendo que le estaban haciendo una encerrona y que su situación era delicada, resolvió en ese mismo momento retroceder hasta Bailén. Pero con muchísimo sigilo, burlando la vigilancia de Castaños.

Dupont esperó hasta la madrugada del 18 de julio y, antes de abandonar Andújar, ordenó taponar silenciosamente el puente sobre el Guadalquivir con carretas y vigas, y dejó apostada allí una unidad de caballería para guardar las apariencias.

Castaños roncaba en su vivac cuando Dupont partía de puntillas hacia Bailén al frente de una columna que ya medía doce kilómetros de largo y en la que se movilizaban nueve mil soldados aptos para la guerra, familias y funcionarios, y carros con trofeos, víveres y enfermos.

El clima se presentaba agobiante pero las noticias eran aún peores. Cuando el general español fue notificado del ardid de Dupont ya era demasiado tarde. Aunque habituado a la frialdad del soldado profesional, a Castaños le salía espuma por la boca. No podía creer que algo así hubiera sucedido bajo sus propias narices. Armó un revuelo gigantesco y mandó a un grupo de caballería en persecución del convoy francés. Pero el puente bloqueado los retuvo varias horas.

A esa altura nadie estaba demasiado seguro de nada. Ninguno de los bandos en pugna tenía idea sobre las fuerzas y las posiciones de sus enemigos. Era de noche y se había tocado diana en todos los campamentos, pero los generales españoles y franceses tenían miedo por flancos donde no había nada que temer y se confiaban en sitios donde había serio peligro. La luna estaba en su cuarto menguante, y cuando las vanguardias de las dos fuerzas se adivinaron en la oscuridad comenzaron los tiros.

Desde ese momento hasta el final transcurrieron diez horas de sangre y fuego con marchas y contramarchas y asaltos mortales. Coupigny envió a su segundo comandante a destrozar a la vanguardia, y hubo escenas rápidas y crueles en las tinieblas de la noche. Los españoles tomaron dos piezas de artillería del enemigo, pero los gabachos contraatacaron a fuerza de bayoneta y las recuperaron.

Cuarenta y cinco mil jinetes, infantes, ingenieros y artilleros luchaban contra la sed y contra la crueldad. Hubo duelo de cañonazos y cargas y degüellos en todo el frente de combate.

En ese instante, San Martín escuchó que ordenaban atacar a los franceses por los flancos. El Regimiento de Órdenes Militares y los Cazadores de la Guardia Valona bajaron un cerro a toda prisa y cuatrocientos jinetes de Dupont les presentaron batalla. Entre las dos fuerzas existía un profundo barranco que los franchutes tenían que rodear. Los españoles aprovechaban ese desfiladero para dispararles. Tuvieron muchas bajas, así y todo lo atravesaron y cargaron contra la infantería española.

El marqués avanzó con dos regimientos, una compañía y un escuadrón. Pero en una carga feroz, los dragones y los coraceros franceses consiguieron diezmar a los jinetes españoles, acabar con decenas de zapadores y lanzarse sobre el Regimiento de Jaén, matar a un coronel y a su ayudante, y apoderarse de una bandera.

Durante esa misma tarde, cuando todo había terminado, San Martín sólo podía recordar cráneos destrozados, espuelas clavadas, bramidos de caballos, disparos y alaridos, y luego el ruido salvador de las piezas de a doce de la batería de la izquierda española que disparaban a mansalva sobre los jinetes franceses y los ponían en fuga.

Dupont realizó distintos asaltos y contraataques ya a la luz plena del día 19 y fue gastando fuerzas y moral mientras subía la temperatura y agobiaba la fatiga. El capitán San Martín, como todos, tenía la boca seca por el calor y el miedo. No temía por la vida sino por el fracaso y la deshonra: había momentos en los que creía que estaban ganando y otros en los que pensaba que ya perdían.

A las doce en punto, Dupont armó la línea con todos sus efectivos dispersos, en el centro colocó cuatrocientos marinos de guardia, detrás de ellos dos batallones y a ambos lados cien jinetes de la caballería pesada. Luego recorrió a caballo sus apaleadas filas evocando, en alta voz, las antiguas conquistas del ejército de Napoleón, les mostró la bandera española que habían capturado y les pidió un último esfuerzo. Se colocó a la vista de todos, al frente de la formación, junto a sus generales, y al ordenar la avanzada gritó: «
¡Vive l'Empereur!
» Los gabachos respondieron a garganta encendida y marcharon bajo un calor de más de 40 grados y también bajo un concierto de metralla. Sus columnas comenzaron de pronto a desarticularse y a desfallecer, y hubo un punto en el que sólo los marinos mostraban consistencia. Fue más o menos entonces cuando Dupont recibió un balazo en la cadera y se tambaleó sobre su montura. Uno de sus generales acusó otro disparo y cayó herido de muerte, y los infantes comenzaron la retirada hacia el olivar de la Cruz Blanca, donde arrojaron las armas y buscaron la sombra.

Pasado el mediodía, con el ejército desorganizado y abatido, Dupont envió a su ayudante a pedir el alto el fuego y el paso libre a través de Bailén. Se le concedió lo primero y se le informó de que lo segundo era cosa de Castaños. Su antagonista llegó poco después, cuando la faena estaba cumplida, y al desplegar sus tropas hizo jaque mate y así finalizó de hecho la partida de Bailén. Quedó una división importante que siguió guerreando, pero alguien advirtió a Dupont de que si no los disuadía pasarían a cuchillo a toda su tropa. Dupont envió a un oficial con una bandera blanca y los disuadió.

Cundían el júbilo, el cansancio y la expectación entre los españoles. Había que negociar pacientemente la capitulación, y mientras no se firmara como Dios manda, sólo se viviría en esa tensa calma de purgatorio. Casi 2.500 hombres de uno y otro lado habían muerto y se habían registrado más de mil heridos.

El capitán San Martín observó de cerca a Dupont aunque no pudo cruzar ninguna palabra con él. No olvidaba las masacres y ofensas de Córdoba, pero no podía dejar de sentir algo de pena por aquel general de uniforme blanco y dorado, ahora desgarrado y polvoriento. Napoleón Bonaparte lo recibiría en París con juicio y prisión, y con una frase pública: «Desde que el mundo existe, no ha habido nada tan estúpido, tan inepto y tan cobarde como el general Dupont.»

7.
L
AS HOGUERAS DE LA DERROTA

«Os entrego esta espada vencedora en cien combates», dijo Pierre Dupont para la Historia y le extendió ceremoniosamente al general Castaños su sable francés. Los ajedrecistas de Bailén se miraban a los ojos. Y el capitán ayudante del marqués de Coupigny, en segundas filas, contemplaba atentamente esos protocolos de la rendición. Habían pasado casi tres días desde el fin de los disparos y las dilaciones habían crispado los nervios de todos los contendientes.

Para forzar las negociaciones, los hombres de Castaños habían tenido que mover dos divisiones pesadas, colocarlas en posición disuasoria y amenazar a Dupont con una masacre para lograr que finalmente el general francés accediera sin muchas condiciones a la capitulación.

El acuerdo se firmó en una casa de postas, a mitad de camino entre Andújar y Bailén. El acta indicaba que los veinte mil militares franceses quedaban en condición de prisioneros de guerra. Que entregarían con honores sus artillerías y estandartes, que serían trasladados bajo custodia fuera de Andalucía y que luego los embarcarían rumbo al puerto de Rochefort.

El capitán San Martín había recorrido el campamento francés, y la imagen de las secuelas le volverían una y otra vez en sueños. Había una interminable caravana de carros con heridos, y de cirujanos improvisados que no daban abasto para amputar piernas, cauterizar heridas, aplicar torniquetes y vendar cabezas. Los jefes habían ordenado abrir fosas comunes en la tierra y allí sepultaban racimos de cadáveres ignotos. La tropa estaba triste, exánime y hambrienta. Sólo esperaba la confirmación de una rendición más o menos decorosa. Los soldados españoles los vigilaban a punta de bayoneta, y los civiles de la zona los amenazaban con burlas y con amagos de tormentos indecibles.

Después de la firma del convenio final, rehechos para la ocasión, los vencedores de Austerlitz y Jena, los hombres que habían asolado Europa e impuesto su ley, los vencidos de Bailén, desfilaron frente al ejército español y a tambor batiente, con todos los honores y fanfarrias. San Martín, a caballo, los vio llegar junto a la venta del Rumblar y los vio deponer sus armas, entregar sus banderas y abandonar aquellas águilas de bronce a modo de moharra que llevaban en sus divisas.

Era la primera vez que el ejército de Napoleón sufría una derrota a campo abierto. José Bonaparte, su hermano mayor, rey intruso de España, desertó de la Corte madrileña. Y pocos días más tarde Madrid, limpia de enemigos, fue ganada por las tropas españolas. Un mes después de la rendición de Dupont, el general Castaños entró por la puerta de Atocha y fue recibido por una multitud de hombres y mujeres que lo ovacionaban. Más adelante Napoleón aplicaría venganza y recuperaría terreno, pero en Bailén había quedado herido de muerte el halo de imperio invencible con el que los franceses habían construido su propia leyenda.

Apenas firmada la capitulación, Coupigny visitó a su ayudante en la tienda de campaña y le confió que lo recomendaría para un ascenso. Brindaron con licor de petaca por el teniente coronel San Martín y por Fernando VII. Que era como brindar por un héroe iluminista de sentimientos contradictorios y, a la vez, por la oscura y enmohecida España de antes. El capitán luchaba internamente con esa paradoja en la plenitud de su carrera. Había comandado la columna del marqués, había participado y opinado sobre las estrategias, había entrado en combate y había formado parte de muchas acciones heroicas. Tenía muy merecidas la medalla y el cargo, y podía disfrutar de la gloria. Pero algo muy hondo le hacía preguntarse qué clase de patria estaba ayudando a edificar. Y más inconfesable aún, ¿era ésta verdaderamente su patria?

Fue en ese estado de ánimo que se entregó a los festejos de la oficialidad y luego al descanso de aquellos días tan particulares. Había agasajos por doquier para los vencedores, pero San Martín no podía dejar de mirar el destino de los vencidos. El 10 de agosto los españoles se percataron de que no tenían suficientes barcos para trasladar a tantos prisioneros. Inquieto por la noticia, Dupont pidió que se respetara ese punto del acta, y el nuevo capitán general de Andalucía le respondió por escrito que Castaños había otorgado, de buena fe, una gracia imposible de cumplir. «¿De dónde sacar, dado el estado en que la ruinosa alianza con la Francia ha puesto a nuestra Marina y comercio, buques para transportar dieciocho mil hombres? Aun cuando los hubiese, ¿no ha deseado vuestro soberano medios de equiparlos y proveerlos? ¿Los ingleses dejarán pasar impunemente tan numerosas tropas para que vayan a hacerles la guerra? ¿Con qué derechos exigiremos este consentimiento?» Dupont protestó por esos argumentos y encontró otra misiva envenenada del capitán general a vuelta de correo: «Permítame a usted expresarle que no podía esperar ser bien acogido en los pueblos, después de haber mandado o permitido los saqueos y crueldades que su ejército ha ejercido en varias ciudades y, singularmente, en Córdoba. Sólo se podía esperar de nosotros sentimientos de humanidad. Los que usted llama de generosidad serían de imbecilidad y estupidez... La conducta de Francia nos autoriza con todo derecho a hacer a sus tropas todo el mal posible.»El honor militar, para escándalo de un profesional como San Martín, se había ido al demonio. Los generales y jefes del Estado Mayor francés fueron llevados al puerto de Santa María y embarcados de mala manera, luego de que se permitiera a la chusma maltratar a los hombres y saquear sus equipajes. Al llegar a París, a Dupont le quitaron sus grados y condecoraciones, fue borrado del anuario de la Legión de Honor, le retiraron el uniforme y su título nobiliario, le confiscaron todas sus pensiones y lo metieron en las mazmorras.

Entre su tropa hubo miles de muertos. Perecieron en linchamientos, por enfermedades y miserias, y nueve mil de ellos fueron «liberados» en una isla desierta frente a la costa sur de Mallorca, que funcionó como cárcel y campo de concentración, y donde ocurrieron todo tipo de barbaries, asesinatos y desventuras. Cinco años después sobrevivirían apenas tres mil franceses. Los huesos del resto quedaron enterrados en la isla Cabrera.

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