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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (6 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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América se había alzado contra España y los españoles americanos se habían metido en las logias, habían cambiado de bando y conducían la rebelión. De España nada quedaba, salvo Cádiz, que permanecía sitiada por Napoleón Bonaparte. Si Francia ganaba, España desaparecería. Pero si acontecía lo contrario, también la España luminosa y moderna sucumbiría porque Fernando VII traería oscurantismo, superstición y atraso. Paradójicamente, de la verdadera España sólo quedaba América. Había que salvar a España de sí misma. Había que aprovechar la debilidad de los godos y darles leña.

Tantas veces había escuchado San Martín esas mismas argumentaciones en las tenidas de la logia de los Caballeros Racionales que ya podía rezarlas como un preámbulo o una oración. No obstante, pocos creían aquí en su sinceridad. Ese hombre enjuto y ceceoso, más español que la mantilla y el abanico, un héroe que había dado la vida por España en infinidad de ocasiones y que había sido condecorado reiteradamente por el reino, aquel enigmático desconocido que de repente había arrojado por la borda su carrera militar y sus honores, y que venía a estas aldeas de mala muerte a brindar desinteresadamente sus servicios, no podía ser otra cosa que un espía, un aventurero o un farsante. San Martín escuchaba esos rumores desde el primer día, y sabía muy bien que hasta su suegra y gran parte de su familia política abrigaban idénticos rencores y sospechas. Esa injuria repetida, sumada a flamantes bajezas del nuevo triunvirato, le hacía rechinar los dientes.

Y en ese temperamento recibió las órdenes de marchar desde el Retiro con dos escuadrones de granaderos y cien infantes para evitar que el ejército realista atacase, destruyese las baterías patriotas y lograra saquear los márgenes del río.

Su antagonista se llamaba Juan Antonio de Zabala, y era un viejo, corpulento, rojizo y testarudo capitán vizcaíno, que había organizado una flota de once navíos en las aguas de la isla Martín García. La operación que se proponía era inteligente y podía ser letal. No había en las Provincias Unidas un ejército profesional, apenas milicias improvisadas. Derrotarlas no podía ser tan difícil.

Zabala no conocía a San Martín, ni sabía que el principal ayudante del marqués de Coupigny había estado formando un cuerpo militar a imagen y semejanza de las fuerzas de élite napoleónicas.

Esas fuerzas criollas marcharon, sudorosas y al trote, por las noches en busca del enemigo. Muchos de aquellos soldados jamás habían entrado en combate, y su jefe los tenía convencidos de que viajaban bajo una alternativa de hierro: la gloria o la muerte. Novatos y todo, hicieron ochenta kilómetros por día: la marcha forzada de caballería más rápida de la historia.

En las vísperas, la flotilla española fondeó en San Lorenzo, frente a un estrecho camino que se abría paso en medio de las altísimas barrancas. Cien godos descendieron y presionaron a los frailes de San Carlos para que les entregaran víveres menores, y retrocedieron luego a los barcos cuando vieron que una milicia de paisanos, mal vestida y peor armada, les hacía frente. Bastaron los disparos de la artillería de gran alcance de los buques realistas para que los paisanos se pusieran en retirada.

El coronel San Martín dejó su casaca entorchada y su falucho plumoso, se envolvió en un poncho y se tocó con un chambergo de paja, y se adelantó disfrazado de campesino para inspeccionar con catalejos las evoluciones del convoy español. Un botero paraguayo, que estaba preso a bordo, aprovechó la oscuridad y la confusión para tirarse al agua y ganar la costa agarrado de unos palos flotantes. Les reveló a los informantes del coronel que al día siguiente los españoles bajarían nuevamente en San Lorenzo y que revisarían a fondo el convento en busca de alimentos, pertrechos y cajas de caudales.

El jefe criollo volvió a ponerse al frente de los centauros polvorientos, agotados y ceñudos, y los condujo hasta el monasterio. Llegaron por fin en medio de la noche calurosa, y penetraron por el portón del campo, que quedaba a espaldas del edificio. Los granaderos desmontaron en un apagado rumor de espuelas y cueros, y el coronel les prohibió que hicieran fuego y que pronunciaran palabra. Las celdas, los claustros y los pasillos estaban vacíos y oscuros, y lo primero que hizo San Martín fue trepar hasta el campanario y espiar por sus anteojos. Sólo se veían luces y se adivinaban bultos en una tiniebla de luna débil. Luego el coronel recorrió el patio y los corredores, y se sentó un rato contra una pared, el sable sobre el regazo, la transpiración en la frente y el aire filosófico.

Las tropas españolas que desembarcarían a las cinco de la mañana los doblaban en número. Pese a que jamás dos acontecimientos se repiten de manera idéntica, ni dos personas en todo el mundo son exactamente iguales, el coronel empezaba a creer, por entonces, que a lo largo de la existencia de alguien que vivía muchas vidas los hechos venían de dos en dos o de tres en tres, y que no había más de quince o veinte personalidades combinables en la raza humana. El combate de esa madrugada le depararía ecos de otras escaramuzas. Tal vez las refriegas del Rosellón o quizá las de Arjonilla. El coronel recorrió los rostros fatigados y taciturnos de sus oficiales y de sus granaderos buscando los gestos de Riera y de Juan de Dios, y pensó que no le importaba morir. Esta vez había una cama caliente y una mujer esperándolo; había una causa por la que empeñar la vida. Pero así y todo era mejor morir que ser mirado como un intruso avieso y como un traidor.

Devolvió la hoja de su sable a la vaina con un golpe seco, echó la cabeza hacia atrás, con los ojos bien abiertos y pensó con amargura en los sueños que los «hermanos» soñaban a viva voz en la logia de Cádiz.

10.
J
URAMENTO DE SANGRE

«Hace unos meses nuestros francmasones hicieron una procesión en Lisboa y por poco se los comen vivos —dijo el inglés apurando una copa—. Aunque era nada más que una distracción inocente, que está permitida en Gran Bretaña, me vi obligado a prohibirles que dieran espectáculo. Por estos sitios los sacerdotes y los frailes tienen mucho predicamento.»Arthur Wellesley, por entonces vizconde de Wellington, tenía una conversación florida y abierta, por momentos imprudente, y a San Martín le fascinaba verlo en acción. A sus órdenes las tropas inglesas habían fortificado defensas en Lisboa y profundizado la guerra contra Napoleón Bonaparte.

En 1810, dos años antes de aquella noche de insomnio en el convento de San Carlos, el ayudante de campo del marqués de Coupigny formaba parte del Ejército de la Izquierda, que por presión de las fuerzas francesas había debido retroceder hasta Portugal. Allí británicos, portugueses y españoles combatían provisionalmente juntos contra
l'Empereur
.

Coupigny y San Martín habían visitado las Líneas de Torres Vedras, y confraternizado con los ingleses. No esperaban, en esa simple inspección, encontrarse con el vizconde en persona, que los invitó a cenar. Cenaban varios altos oficiales aquella noche bajo su gran entoldado, bebiendo vino que las guerrillas habían confiscado en campaña, y comiendo un plato exquisito que había preparado Thomas Browne, su cocinero fiel.

«Me dijo nuestro médico que nueve de cada diez seducciones las realizaba el clero», acotó uno de sus coroneles. Y Wellington rió con malicia. San Martín, por entonces, no hablaba inglés pero lo sospechaba. Se mantuvo sentado y silencioso todo ese rato, admirando la agudeza y la ironía del mariscal que algunos años después vencería en Waterloo. El futuro duque de Wellington se las arreglaba para volver cómico cualquier tema. Pero en un momento el inglés se puso serio, miró a Coupigny y necesitó dejar en claro la cuestión:

«No quiero tener problemas religiosos. Mandé ahorcar a dos soldados de la Guardia de Dragones por saquear una capilla y ordené azotar a uno más del 7.° de Fusileros que había robado dos candelabros de una iglesia. Y mantengo a raya a mi ejército, porque se persignan ante los locales para pedirles vino y merodean los conventos de monjas con la idea de que esas mujeres están presas y se pierden los mejores consuelos que la vida puede ofrecerles.»Hubo risas generales, y Coupigny sacó a colación la batalla de Talavera, donde Wellington había derrotado a las tropas que comandaba el rey José Bonaparte. Precisamente, el inglés había enviado luego a Cádiz a su propio hermano, el marqués de Wellesley, como gesto de amistad y en rol de embajador.

«Cuando mi hermano llegó a Cádiz, después de semejante triunfo, lo hospedaron en una casa espléndida y él no pudo menos que asomarse a los balcones a devolver las gentilezas del pueblo —dijo con sorna británica—. Pero tuvo la mala idea de arrojar a la multitud una bolsa llena de oro. Un zapatero, que se hallaba entre el gentío, tomó la bolsa y seguido de varios entró en la casa y pidió hablar con mi hermano. Le dijo, muy suelto de cuerpo: "Si el pueblo de Cádiz aclama a vuestra excelencia es porque en él mira al representante de la nación aliada de España para combatir a Bonaparte. Este entusiasmo no se paga con oro sino con gratitud. Tome usted esta bolsa, y no vea en ello un desaire." ¡Cuídate del orgullo de los zapateros españoles!»Hubo más risas, y cerca de las ocho de la noche Coupigny y San Martín saludaron y retrocedieron hasta afuera. Se acomodaron en una tienda cercana, y fumaron un último cigarro hablando de la masonería, de la logia Integridad que había manejado Solano y del fascinante guerrero de Dublín que había sido esa noche su magnífico anfitrión. Coupigny le decía que había mucho que aprender sobre sus estrategias, el cuidado con que planeaba cada detalle y el modo cerebral en que luego llevaba a cabo las operaciones. Volvieron a verlo, y por última vez, en el monasterio de San Jerónimo, cuando asistieron a unos funerales. El jefe de los casacas rojas los miró con simpatía y les habló con dolor auténtico del marqués de la Romana, jefe máximo del Ejército de la Izquierda, que acababa de morir por un angor pectoris fruto de la angustia que le provocaba la seguidilla de derrotas españolas. «He perdido a un colega, un amigo y un consejero», les dijo Wellington como si les diera el pésame. Luego en un aparte miró fijo de nuevo a San Martín, como alguna vez lo había mirado Napoleón, y le dijo: «Espero que su caballería no sea como la mía, que galopa hacia cualquier cosa y luego galopa de vuelta con la misma rapidez con la que galoparon hacia el enemigo. Nunca tienen en cuenta su situación, no se les ocurre maniobrar.» San Martín asintió como si comprendiera. Luego Coupigny se lo tradujo mejor, mientras volvían en carruaje por un campo de sierras, pinos y melocotoneros. Hablaban de técnicas de combate, y también de guerra de guerrillas y de estrategia militar. Pero en un momento dado, bajaron en una posta del camino y el ayudante le reveló a Coupigny sus contradicciones personales.

Después de Bailén una rara maldición respiratoria había sacado de circulación al teniente coronel. Los ataques de asma se sucedían y debió ser acomodado en la Inspección de la Reserva del Ejército del Centro, con asiento en Sevilla. Tareas administrativas mientras intentaba restablecerse y Napoleón llegaba a España, derrotaba a los peninsulares en varias batallas y lograba, en consecuencia, que el general Castaños fuera destituido de su cargo y se le formara un tribunal militar. ¡Qué pronto se habían derretido los bronces de Bailén! Madrid capituló, y el ejército español quedó reducido a mínimos focos de resistencia. Ocho meses más tarde, San Martín solicitó caballo y se plegó al Estado Mayor de Coupigny.

Pero en Sevilla se había reencontrado con un extraño amigo: Alejandro Aguado, con quien había compartido ocios y luchas en el Regimiento del Campo Mayor y también en aquella logia militar que presidía Solano. Aguado era hijo de una familia poderosa de Sevilla, pero se había consagrado a la carrera militar. Ambos oficiales habían congeniado de inmediato y habían salido de juerga muchas noches. También habían discutido en voz baja los conflictos políticos que tenían, entre defender una España reaccionaria pero invadida y resistir una Francia luminosa pero invasora. En aquellos infaustos tiempos había tres clases de españoles. Estaban los absolutistas, que sólo aceptaban la idea de restaurar la monarquía absoluta. Estaban los realistas, que eran reformadores ilustrados, dispuestos a pactar con el soberano español pero imponiéndole ciertos límites republicanos. Y al final estaban los afrancesados, que acataban las abdicaciones de la Corona española y el régimen autoritario bonapartista como modo de consumar las deseadas reformas en el cerrado sistema del Antiguo Régimen.

En ese enero de 1810 Aguado había intentado la defensa de Sevilla ante el avance de los gabachos. Cuando en febrero la ciudad fue ocupada por las fuerzas napoleónicas, Aguado se ocultó en la casa de su madre, y entre ella y su tío lo convencieron de afrancesarse. En julio ya Alejandro se convertiría en jefe de escuadrón del ejército invasor, y si San Martín hubiera efectivamente combatido en la cruenta batalla de Albuera, los dos amigos íntimos se hubieran enfrentado a muerte. Pero el asma había salvado a San Martín de esa desgracia. De todos modos, la traición de su amigo le había calado hondo. Y cuando hablaba con Coupigny, de regreso a Cádiz, no sólo le contaba estas volteretas de la historia sino que le confesaba lo inconfesable: él no se sentía absolutista ni realista ni afrancesado. No se sentía parte de ninguna de aquellas utopías. Y pensaba muy a menudo en lo que estaba ocurriendo en el Virreinato del Río de la Plata: cómo los criollos habían echado a los ingleses y cómo, recientemente, habían logrado darse un incipiente aunque vacilante gobierno propio. Coupigny lo comprendía, y lo trataba como a un hijo. Pero le pedía prudencia y reserva: todo estaba demasiado revuelto. Al poco tiempo, el general y su ayudante serían nombrados a cargo del ejército que tenía por misión defender Cádiz y la Isla de León.

Cádiz era todo lo que quedaba de España; el resto era tierra conquistada. Tenía tres mil años, la mitología afirmaba que había sido fundada por Hércules, la citaban en la Biblia y se sabía que era obra de los fenicios. Los marineros de todo el mundo le decían «Tacita de Plata» porque desde el mar brillaban extrañamente sus tejados. Era también la puerta comercial hacia el nuevo continente, y un hervidero de ideas y actos revolucionarios. San Martín pasaba los ratos libres caminando por la calle Ancha y escuchando discusiones. Se discutía todo lo humano y lo divino. También rondaba las librerías y los teatros, y el Café Apolo, sobre la plaza San Antonio, lugar de tertulia política e ideas liberales que luego sería clausurado por ser el centro de una conjura contra Fernando VII.

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