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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (7 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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La sociedad gaditana más ilustrada se dividía también entre partidarios de ingleses y franceses: mamelucos o afrancesados. Esas dos imputaciones le habían gritado a San Martín mientras escapaba de la turba aquella infausta noche en la que murió Solano. El teniente coronel no comulgaba particularmente con ninguno, y entendía las tonadillas de los marineros, que decían: «¿A quién ofende y daña? A España. ¿Quién prevalece en la guerra? Inglaterra. ¿Y quién saca ganancia? Francia.»San Martín pensaba en el destino de Aguado, sin sospechar todavía que alguna vez los gabachos perderían España y Europa, y que su amigo Alejandro iría reculando y terminaría escapando a Francia, abandonaría la vida de los cuarteles, se dedicaría a los negocios, se transformaría con el tiempo en uno de los hombres más ricos y respetados de Europa, lo protegería en el amargo exilio, lo animaría a cenar una noche con Honoré de Balzac para contarle sus aventuras en América y para mostrarle su sable victorioso, lo pondría en su testamento, le legaría sus alhajas y condecoraciones, y lo nombraría albacea de sus bienes y tutor de sus hijos.

Pero mucho antes de todo eso, durante aquellos meses de deliberaciones y emociones violentas en Cádiz, otro hombre rico se atravesaría en su camino. Se llamaba Carlos María de Alvear, era teniente de caballería agregado a los carabineros reales y ya se atrevía a decir en las tertulias que los españoles americanos no eran mamelucos, afrancesados, realistas, absolutistas ni puta mierda que se les pareciese. Los españoles americanos eran americanos, y tenían que luchar por la emancipación de sus pueblos. Un discurso audaz que podía llevarlo a la cárcel, aunque el joven Alvear era hijo de un héroe, muchacho acaudalado, criollo y a mucha honra, y orador de seducción hipnótica: nadie se atrevía con él. José de San Martín lo miraba, al principio, con cierta desconfianza. Muchos afirmaban, asombrados y hasta suspicaces, que se parecían como dos gotas de agua, y la filosofía de la emancipación sonaba bien a sus oídos, pero tardó el teniente coronel en dejarse convencer por ese ricachón veinteañero y por esa causa. Se trataba de una salida difícil y arriesgada, pero curiosamente después de tantos trajes incómodos éste le calzaba como a medida: había otra guerra de la Independencia, y esa guerra valía la pena.

El espíritu del teniente coronel se llenaba lentamente, reunión a reunión, influido por españoles americanos de Venezuela, Perú, México, Chile, Cuba y Nueva Granada. De la incredulidad y el escepticismo pasó al lento entusiasmo y luego a la convicción profunda. Una noche, en una mansión del barrio de San Carlos, se pasó de las palabras a los hechos y esa convicción quedó juramentada.

San Martín fue conducido en la oscuridad a esa casa suntuosa que quedaba cerca de la muralla, y un maestro de ceremonias lo acompañó hasta la puerta de ini salón. Dio cuatro golpes y oyó desde adentro
una voz que decía
: A la puerta han llamado con un golpe racional, vea quién es el pretendiente.
José de San Martín
. ¿Qué estado?
Militar
. ¿De qué tierra es?
Del Río de la Plata, en América
. Cúbrale los ojos y que entre.

El maestro de ceremonias le colocó una venda y lo introdujo en el salón. Adentro escuchó que le preguntaban:
¿Qué pretende usted?
Entrar en esta sociedad.
¿Y qué objeto le han dicho que tiene esta sociedad?
El objeto de mirar por el bien de la América y los americanos.
Puntualmente, pero para esto es necesario que usted prometa bajo su palabra de honor someterse a las leyes de esta sociedad
. Así lo juro.

Hubo un breve silencio, y el maestro de ceremonias le quitó la venda. Fue entonces cuando San Martín vio que Alvear presidía la mesa y que se levantaba: «Señor, esta sociedad se llama de Caballeros Racionales, porque nada es más racional que mirar por su patria y sus paisanos. Deberá defender a la patria y socorrer a sus paisanos, especialmente a los socios, con sus bienes, como éstos con los suyos lo harán con usted. Y como ésta es una conspiración deberá guardar secreto sobre todo lo que pase en la sociedad.»Le pidieron que diera tres pasos a la izquierda y otros tres a la derecha, y Alvear le dijo que los «hermanos» se reconocían con ciertas señas disimuladas: trazar con la mano una raya debajo del labio inferior, y al saludarse apretar el dedo gordo o el dedo corazón. Luego lo abrazó y le dijo: «Unión y benevolencia.»Alvear era, en ese momento, el inversor de su sueño, el socio de la aventura más grande que emprendería jamás.

Qué lejos quedaba ahora, en vísperas del combate de San Lorenzo, en la oscuridad del convento donde permanecía escondido con sus granaderos esperando el desembarco español, aquella admiración, aquella simpatía, aquella fraternidad que había nacido entre ellos en Cádiz. San Martín se encasquetó su falucho y se puso de pie. Dijo entre dientes: «Ese hijoputa de Alvear.»

11.
L
A TRAGEDIA DE LAS CUATRO FRAGATAS

Con las manos en la espalda, paseó pensativo por la galería oscura del convento reflexionando sobre las maledicencias de Alvear, el gran maestre de veinticinco años que ya dominaba todo el poder de Buenos Aires, que lo había introducido en la sociedad porteña, que ostensiblemente lo celaba y que buscaba confinarlo a una mera figura de cuartel que no le hiciera sombra. Sentía de un modo íntimo pero inexplicable que Carlos María de Alvear lo había enviado a esa batalla del río Paraná con el único objeto de sacárselo de encima.

El coronel se acodó en una columna, escuchando los grillos de la noche de San Carlos, y trató de imaginar qué diría de esas zancadillas don Diego de Alvear.

Padre e hijo eran producto de una famosa tragedia. Durante una ambigua neutralidad española, que acontecía allá por 1804 mientras Francia e Inglaterra seguían guerreando, la familia Alvear había sufrido un salvaje asalto en el mar, a la altura del cabo de Santa María. Diego era un hombre próspero: volvía del Río de la Plata y navegaba rumbo a Cádiz con familiares y fortuna en cuatro fragatas españolas bautizadas como
Medea
,
Fama, Clara
y
Mercedes
. El 5 de octubre una escuadra británica los interceptó y su comandante les advirtió de que tenía órdenes de detenerlos y conducirlos a Inglaterra. Los ingleses sospechaban, sin decirlo y con cierta razón, que los españoles no eran tan neutrales como pregonaban y que muy posiblemente aquellos caudales de los Alvear estaban destinados a apoyar la cruzada «republicana» de Bonaparte.

Don Diego había colocado a su esposa y a sus siete hijos en la
Mercedes
. Él había ocupado la
Medea
, nave insignia, y se había llevado consigo a Carlos, su hijo de quince años, que era indomable y que hostigaba continuamente a sus hermanos. Ante la intimidación británica, hubo consejo de guerra a bordo y el capitán español respondió que aunque navegaban en paz, «un oficial de honor no se sometía a semejante humillación sino después de que hubiera derramado su sangre». Los ingleses enarbolaron entonces los gallardetes de combate y abrieron fuego.

Fue una carga a fondo y a los primeros tiros la
Mercedes
acusó el impacto, comenzó a incendiarse y terminó volando por el aire. Padre e hijo, desde la
Medea
, vieron cómo su familia, tripulación y fortuna explotaban y se transformaban en brasas humeantes, y luego cómo se hundía a gran velocidad el resto del buque hecho astillas.

Carlos estaba en su puesto, junto al asta de la bandera, y tenía desencajado el rostro. La
Medea
quedó en medio del fuego de dos barcos ingleses, y el cañoneo la inutilizó. Alvear ordenó izar una bandera blanca, y sólo hubo ruina y desolación entre los españoles. Había sido una masacre: 269 muertos y cincuenta náufragos, que fueron rescatados y puestos prisioneros. Las tres naves, los pasajeros y los bienes fueron llevados a Inglaterra. Desde allí Diego le escribió una carta a su hermano: «Yo me he salvado con Carlos por una rara casualidad... Lo extraño es que no está declarada la guerra y que es respetada nuestra bandera por todas las escuadras inglesas.»La sociedad española reaccionó con furia y congoja. Las tres fragatas peninsulares fueron recicladas por la Royal Navy, y con parte de aquel botín el comandante británico se construyó una fastuosa mansión en las afueras de Londres. Tuvo la decencia de relatar que su principal prisionero le había presentado a su hijo Carlos de la siguiente manera: «El es todo lo que me queda.» Hasta el pueblo inglés sufrió el impacto de la historia. George Canning, el tesorero del almirantazgo, le gestionó a Diego de Alvear una indennizacion de doce mil libras esterlinas. Le permitieron, a su vez, que su hijo pudiera asistir a una academia de South Kensington, donde estudiaba la aristocracia francesa exiliada.

A pesar de las cuantiosas pérdidas, Diego no tenía problemas de dinero. La familia poseía una célebre bodega fundada en Mondila. Con una cepa traída hasta Andalucía por un soldado de los Tercios de Flandes y recogida a orillas del Rín, los Alvear habían construido una marca altamente comercial que era sinónimo de un vino dulce de color rubí oscuro. Pero tenía además otras bodegas, que daban también grandes ganancias, y cuando regresaron a España el padre de Carlos María fue nombrado comisario provincial de artillería y comandante del cuerpo de brigadas. Batalló y consiguió la rendición de vina escuadra francesa en 1808, y más tarde se enfrentó con los gabachos en las defensas del puente Zuazo, desobedeciendo incluso a quienes le pedían que abandonara las resistencias por la cantidad de bajas. Como el viejo Alvear no acataba las órdenes, un superior le dijo que lo hacía responsable con su cabeza de lo que ocurriera. «Sobre mi cabeza venga», le respondió. Y los hechos le dieron la razón. Cuando todo terminó, las autoridades colocaron en el puente Zuazo una placa que decía: «Aquí fue el límite de la España libre. En este heroico puente las brigadas de Artillería e Infantería Real de Marina, al mando del capitán de navío don Diego de Alvear y Ponce de León, con su heroísmo y valor rechazando los ataques del ejército francés, hicieron de estas piedras venerables el último baluarte de la independencia española.» Cuando lo ascendieron a brigadier, el general Castaños le dijo: «Alvear, tiene usted más fama aquí en Cádiz que Pizarra en las Indias.»Su hijo quiso desde siempre emular la espectacularidad de su padre. Formó parte de los Carabineros Reales y estuvo presente en varias trincheras. Pero inició un amotinamiento contra los invasores bonapartistas en 1808 y se plegó después a otra rebelión sofocada a los tiros, y su carrera militar quedó así congelada. Estaba a punto de ascender cuando le dieron la mala nueva: Carlos montó en cólera, se arrancó la casaca del uniforme, la rompió y la arrojó al suelo. Luego pidió su retiro a Cádiz y se casó con Carmen Sáenz de la Quintanilla, una chica de dieciséis años de Jerez de la Frontera.

En Cádiz administraba un abultado patrimonio de cien mil pesos y un rico mayorazgo, y actuaba como agitador entre los americanos. Los acogía bajo sus alas, los metía en la Sociedad de los Caballeros Racionales, los recomendaba para los movimientos revolucionarios de México, Caracas y Santa Fe; los auxiliaba con dinero y sobornaba a funcionarios y carceleros para sacar de la prisión a potenciales guerreros de la independencia americana.

Carlos María de Alvear era fogoso, carismático y casi diez años más joven que San Martín. Pero en los hechos actuaba como su jefe político. El ayudante de Coupigny se movía con extrema mesura frente a sus entusiasmos, aunque avanzaba con decisión en las actividades de esa logia, que utilizaba los mecanismos de la masonería pero que en verdad no era otra cosa que la matriz de la revolución. Allí se hablaba de España como de «la tiranía», y se corrían serios riesgos porque los españoles y la Inquisición utilizaban espías y torturadores, y pagaban infidencias para perseguir a quienes conjuraban contra la religión y la Corona.

Durante esas sesiones, los miembros de la Logia de Cádiz se pusieron de acuerdo para trazar un plan de operaciones para tomar posesión de los gobiernos americanos y expulsar a los godos. Tenían abierta en Londres una sede de la logia para dar protección a los emancipadores y como puerto seguro de maniobras. Parecían, por momentos, un grupo de delirantes preparando un atentado que terminaría en nada. Pero los hechos se iban precipitando y en un momento dado San Martín cobró plena conciencia de que debía abandonar su familia, su carrera de tantos años y la tierra donde habían transcurrido su niñez, su adolescencia y toda su vida adulta.

Para Alvear era más sencillo. No tenía aquellos escrúpulos ni aquel sentido de pertenencia. Utilizó sus buenos contactos con el cónsul inglés, pidió permiso para viajar por razones personales, tomó a su mujer y cruzó a Londres. Para otros americanos las cosas no resultaban tan fáciles, a pesar de que era una ciudad sitiada, militarizada, cruzada por luchas internas y corrompida por la guerra. Uno de los logistas tuvo que negociar con un comerciante de vino y viajar como polizón dentro de un barril para eludir las razias aduaneras y el posible castigo del capitán del buque, que era contrario a la insurrección.

Con gran discreción, Inglaterra ocultaba y protegía a los americanos por la simple razón de que los propósitos revolucionarios eran funcionales a su interés comercial. El cónsul en Cádiz, aristócrata masón, amigo de Wellington y pariente de lord Byron, había trabado amistad con San Martín, y no dudó en auxiliarlo con la rápida tramitación del pasaporte, con el pasaje en un barco británico que haría escala en Lisboa, con cartas de recomendación y hasta con varias letras de crédito.

Lo más delicado, sin embargo, estuvo a cargo de Coupigny. El marqués sentía desconsuelo por la partida de su ayudante, pero lo comprendía: movió los hilos y luego dejó hacer. San Martín presentó su solicitud de retiro del ejército español, «con sólo el uso de uniforme de retirado y fuero militar». Aducía tener que viajar a Lima para arreglar intereses de familia. La regencia no puso demasiadas trabas, y a muy pocos días de tener que embarcar el héroe de Arjonilla y Bailén recorría las calles perpetuamente convulsionadas para mirarlas por última vez. Saludaba a sus ex camaradas y veía los espectros de Solano y de tantos muertos en cada esquina. Sentía nostalgias malagueñas y de su padre Juan; cavilaba sobre el azar y el castigo, en vísperas de marchar, y trataba de recordar Yapeyú. El capitán Juan de San Martín y Gómez había servido allí y había sido gobernador de aquella lejana y aún insignificante región del Nuevo Mundo, había regresado a España con el invencible sabor de la derrota de la vida, y había muerto en Málaga hacía ya mucho tiempo. Ir, volver, luchar, ganar, perder.

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