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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (13 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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El coronel se acuarteló y mandó una nota al capitán Bermúdez, que comandaba una compañía de 54 granaderos en San Fernando. Le indicaba que tomara el rumbo de Santa Fe y que se encontrarían en el camino. El gobierno insistió en poner a su disposición el Regimiento 11 de Infantería, algo relativamente útil: sólo veinticinco de los cien infantes estaban arma dos, no tenían siquiera uniformes y marchaban a pie. El coronel eligió a los mejores hombres de su primer y segundo escuadrón, y salió cuando rayaba la aurora, mosqueado y decidido.

Los informes oficiales decían que el desembarco español se produciría el primer día de febrero. No se podía perder un minuto. El plan era galopar de noche para eludir el calor y a los espías realistas, y aprovisionarse de caballos frescos en una serie de postas. Pero el guía se equivocó de camino y al llegar a Santos Lugares, el coronel se dio cuenta de que nadie había avisado a los encargados de esa posta sobre las caballadas de refresco. En medio de su ira, San Martín pensó que ese olvido podría no deberse a la negligencia pura: tal vez alguna mano oculta quería verlo trastabillar y que la misión se echara a perder. Ese mismo día, aprovechando el viento del oeste, la flotilla española había iniciado su travesía por el Paraná hacia el norte y ya se la había avistado navegando frente a San Nicolás.

Enfurecido y todo, apenas contenido por sus inquietos oficiales, el coronel envió una misiva al gobierno narrándole el grave contratiempo y buscó entre su tropa a un portaestandarte de diecisiete años, gran jinete, y le ordenó que se adelantara a sol y a sombra, de día y de noche, sin detenerse ni para dormir ni para comer, y que avisara a todas las postas para que los maestros comenzaran a arrear hacia el camino cuadras y cuadras de caballos fuertes y descansados.

El emisario galopó en camisa, con la chaqueta atada a la silla, horas y horas poniendo en alerta a los paisanos de Las Conchas, Arroyo Pinazo, Pilar, Cañada de Cruz.

Los granaderos avanzaban al trote y a veces al galope, con sus uniformes transpirados y en medio de una gran polvareda. Y en todas las postas iban encontrando los caballos que necesitaban. En la noche del 30 las tropas cruzaron el río Areco, y su alcalde salió al encuentro para entregarles cien yegüerizos. La llegada del regimiento era tan atronadora que los caballos que tiraban del carruaje del alcalde se asustaron y desbocaron: el coche fue a dar contra un tronco y los dos cocheros recibieron grandes heridas. San Martín y Bermúdez tuvieron que socorrerlos.

Más tarde la columna tocó Cañada Honda, Río Arrecifes y llegó a San Pedro. Era el 1 de febrero, y San Martín dispuso que los granaderos tomaran un breve descanso y se alimentaran. Unos minutos más tarde ya corrían hacia el norte, y después de varias horas volvían a detenerse en la posta Las Hermanas, donde el coronel le ordenó al valiente portaestandarte que organizara un servicio de vigías y batidores con paisanos. La flota española ya estaba fondeada frente a San Lorenzo. El regimiento siguió hacia Arroyo del Medio, Rosario y finalmente hacia la Posta del Espinillo, adonde llegó en la noche del 2: en cinco días habían recorrido cuatrocientos veinte kilómetros. La increíble marcha forzada no había sido en vano: aquel día había amanecido con un fuerte viento norte y la flotilla aún no había podido desembarcar. Ese extraño viento de la historia salvó la reputación de San Martín porque le dio tiempo para recuperarse, entrar en el convento y disponer todo para un ataque a fondo.

Ahora el coronel miraba en la oscuridad a sus granaderos y se hacía varias preguntas impronunciables: ¿estarían aquellos reclutas vírgenes y cansados a la altura de las circunstancias? ¿Qué sentiría él mismo al ver el estandarte rojo y el uniforme blanco de los españoles? Bajo esos colores y distintivos se había hecho hombre y había conocido la gloria. ¿Y qué pasaría cuando se viera cara a cara con el jefe de los realistas? ¿Vería en su rostro y postura a tantos camaradas del Viejo Mundo? ¿Vería al marqués de Coupigny en la faz del capitán Juan Antonio de Zabala?

Consultó por última vez su reloj de bolsillo, tomó su catalejo de noche y subió a la espadaña del campanario. Como en Arjonilla, presintió el advenimiento de la alborada con la insinuación de un destello. Miró por el lente y entonces descubrió, con una calma irracional, con una rara paz interior y con cierto alivio, que había comenzado el desembarco.

19.
«
E
N DOS MINUTOS ESTAREMOS SOBRE ELLOS»

Desde su atalaya del convento observó cómo las lanchas se despegaban una tras otra de los buques y se acercaban a la costa buscando el acceso abierto en las altas barrancas de piedra. Ese acceso estaba formado sobre la desembocadura del arroyo San Lorenzo: allí desembarcaban en orden, se ponían en línea y repechaban la delgada cuesta. Entre el monasterio y el borde de la barranca había trescientos metros de planicie verde, y después de contar a los soldados españoles y verificar que eran cerca de doscientos cincuenta, San Martín los veía salir ahora de su campo de visión y los suponía ascendiendo la sinuosa senda.

El coronel bajó hasta el patio y ordenó que con el mayor sigilo las dos compañías se desplegaran a izquierda y derecha detrás de las tapias y que los granaderos montaran, preparados para atacar. Sería un combate de arma blanca, no utilizarían pistolas ni carabinas: sólo lanzas y sables. Los hombres estaban quietos, mudos y serios, y el coronel echó un vistazo a su propio bayo de cola cortada al corvejón que sostenía por las bridas un asistente. Lo miró como si fuera por última vez y volvió a subir al campanario. Era ya un día claro y calmo, todavía no hacía calor. Por entre la niebla transparente del amanecer, el coronel vio venir a la infantería española formada en dos columnas, portando dos cañones de a cuatro, con sus estandartes desplegados y su bandera custodiada por bayonetas, a marcha redoblada y al son de piáfanos y tambores. Fue entonces que su ojo entrenado detectó entre todos a quien los mandaba: un oficial rojizo, gigantesco y morrudo vestido con un uniforme que le resultaba necesariamente familiar. En esa fracción de segundo no pensó en Málaga, en el Murcia, en Cádiz ni en Bailén. Sólo pensó fugazmente en Solano, Aguado y Coupigny: apenas lo acompañaban en un brevísimo parpadeo sus amigos de la patria perdida en el momento en que derramaría por primera vez la sangre de la rancia España.

Con la fe de los conversos, y acaso también con la fe de los justos, el coronel bajó rápidamente la escalera y se encontró con Parish: «En dos minutos más estaremos sobre ellos, sable en mano», le dijo mirándolo fijo. Parish retrocedió como si una fuerza invisible lo succionara hacia la oscuridad. Le temblaban los labios.

San Martín puso pie en el estribo, montó el bayo, salió del convento y dijo con voz áspera: «Espero que tanto los señores oficiales como los granaderos se portarán con la conducta que merece la opinión del regimiento.» Era una amenaza directa: los hombres sabían que debían temer más el deshonor y a aquel jefe severo e indoblegable que a cualquier salvajismo de la infantería española.

El coronel desenvainó el sable de Londres y pensando en su envolvente y mortal juego de pinzas le dijo a Bermúdez que lo esperaba en el medio de las tropas enemigas para darle instrucciones. Luego se puso a la cabeza del ala izquierda. Nadie pensó en ese instante que exponerse de esa manera era casi un suicidio. Nadie pensó nada en ese instante. El coronel y el capitán hicieron lo mismo: movieron sus dos columnas de sesenta granaderos cada una y gritaron: «Escuadrón de frente, guía derecha, al trote, al galope.» Las voces de mando se sucedían a gran velocidad: los godos estaban a doscientos metros y ya sonaba el clarín del ataque. Los caballos iban sin freno y espoleados, los jinetes se apoyaban sobre los estribos y llevaban el cuerpo hacia adelante con la espada afirmada sobre el muslo derecho y la punta altiva. San Martín tenía su clásico ardor de úlcera en el estómago pero lo disimulaba, Bermúdez iba por el otro flanco a la carrera pero levemente rezagado. El sexto sentido del coronel le indicó en un relámpago que el capitán llegaría tarde, pero ya estaban a sesenta metros y todo estaba jugado. «Virgen Santa», murmuró. Y alzó el sable morisco para gritar «¡A degüello!» con aquel vozarrón que dejaba tiesos a tantos.

En ese momento alucinante, los ciento veinte eran un solo hombre y un solo movimiento. Y también una sola voz. Como un eco estremecedor los oficiales repetían la palabra «degüello», que se iba transformando en una música sostenida, escalonada e incontenible. Esa música tapaba incluso el ruido de las herraduras y el chasquido de los metales. «Hay momentos en las batallas en que el alma endurece al hombre hasta cambiar al soldado en estatua, y en que parece que toda la carne se convierte en granito», escribirá Victor Hugo cincuenta años después. Ése era el momento: los inexpertos granaderos se habían convertido en roca pura y estaban por llevar finalmente a la realidad lo que tantas veces habían simulado hacer en los cuarteles del Retiro.

Zabala vio aparecer por el norte y por el sur del convento aquellos dos gruesos brazos de granito y sólo atinó a ordenar que las cabezas de sus columnas se replegaran sobre la mitad de la retaguardia y que los fusileros abrieran fuego. Era un oficial experimentado y previsor, había estado en varias guerras, pero jamás había visto en esas tierras del sur del mundo un regimiento profesional presentándoles batalla. Aún sin poder creerlo actuó a gran velocidad. Gritó «¡Viva el rey!» y extrajo su sable toledano. Pero cuando lo hizo ya el huracán de espadas, lanzas y yegüerizos lo alcanzaba.

La descarga de la fusilería y de los dos pequeños cañones derribó a cinco granaderos de la primera línea. Los proyectiles les entraron por el torso, por el cuello y por el cráneo, y sus cabalgaduras rodaron por el suelo, chocaron ciegamente a los infantes o siguieron adelante corriendo hacia la nada. La metralla dio de lleno en el bayo del coronel y lo hizo retorcerse en un relincho y caer de costado. San Martín trató de apartarse pero su caballo lo arrastró, lo revolcó y cayó muerto sobre su pierna derecha. Todo sucedió en cinco segundos y medio, y el jefe de los granaderos sintió un tremendo dolor en la pierna y dos golpes paralizantes: uno en el hombro y otro en el brazo izquierdo. Estaba aturdido por el choque y oía los ruidos del combate en segundo plano, pero no dejaba de pujar ni había soltado la espada.

Sus granaderos entraron a romper la formación a sablazos de plano, cuchillazos y golpes de lanza. Habían aprendido bien la lección: no se dejaron apabullar por los fusiles ni por los cañones, dieron por sentado que lo peor ya había ocurrido y se metieron en el caos con la paradójica ferocidad del miedo. No eran valientes porque si triunfaban se transformarían en el germen del ejército emancipador de América, ni porque estaban dispuestos a darlo todo por la patria nueva. Eran valientes, en ese debut sangriento, porque temían más a su jefe que a Dios, y porque al no poder retroceder hasta el más cobarde es un hombre audaz.

Zabala olió esa sed violenta en medio de la lucha, vio que algunos de sus infantes lograban ensartar con sus bayonetas a aquellos bárbaros disfrazados de azul y rojo, pero su máxima tensión estaba puesta en que formaran cuadro. Como no pudieron hacerlo, formaron martillo y trataron de resistir el embate.

Lúcido en la borrasca y en el humo de la pólvora reconoció el uniforme y las insignias, señaló con su espada al coronel caído y abriéndose paso ordenó que lo mataran. Pero los que se adelantaron recibieron cuchilladas y lanzazos, así que Zabala llegó como pudo y trató de rematarlo él mismo. San Martín alzó el sable y paró la primera estocada. Y lanzó a su vez otra, medio ciego o atontado, pero el comandante español la eludió con decisión y le tiró un puntazo. San Martín volvió a tiempo la cabeza y de refilón el sable toledano le abrió una herida en la mejilla. Zabala quería ultimarlo a toda costa pero tuvo que darse vuelta para atender un ataque, y la ola humana y equina lo apartó unos metros de la presa. Uno de sus infantes acudió en su servicio y se abalanzó sobre el coronel, que hacía terribles esfuerzos por zafarse del peso muerto. El godo se le tiró con los ojos bien abiertos y de pronto se quedó quieto, como galvanizado, y de la boca comenzó a correrle una sangre negra y espesa. Un lancero de San Martín lo había atravesado de lado a lado: la punta de la lanza le había penetrado por la espalda y le había salido por la barriga. El lancero tenía tanta fuerza que lo levantó clavado y pegó un alarido atávico, como si fuera un hombre de las cavernas festejando la cacería de un animal fabuloso.

Juan Bautista Cabrai surgió entonces de aquel bosque de sables, lanzas y bayonetas. Se arrojó de su montura, mientras varios granaderos repelían en cerco a los maturrangos que querían pasar a sable al jefe caído. Y abrazó al coronel por las axilas, tiró con todas sus fuerzas usando el guaraní para cagarse libremente en el rey y en todos aquellos mierdas, y liberó a San Martín de su embarazosa prisión. Juan de Dios había vuelto del pasado para calcar esa escena, y para transformar San Lorenzo en Arjonilla. Pero los oscuros presagios que aquel moreno corrcntino había tenido finalmente se cumplían: el primer puntazo le comió las costillas, el segundo le reventó el pecho. Un oficial intrépido lo salvó de un disparo matando de un hachazo a un cabo español y atropellando con su caballo al marino tenaz y filoso que lo acechaba.

San Martín se quedó de rodillas con el cuerpo agonizando de Juan Cabrai, y al abrazarlo la sangre del granadero manchó la pechera, la hombrera y la espalda de su uniforme. El combate seguía ocurriendo de un modo sordo y ralentizado para el coronel, que sentía cómo se le iba literalmente de las manos aquel hombrón inocente que moría para celebrar esas misteriosas asimetrías, esos curiosos caprichos del Señor. Respirando hondo, el coronel notó que Cabrai ya casi no podía respirar, y lo depositó suave, amorosamente en el suelo, junto a su caballo fulminado por la metralla. Se puso de pie como pudo: no lograba todavía apoyar en el suelo la pierna aplastada y el hombro le metía un calambre ardiente en todo el cuerpo.

De pie en medio de los jinetes que corrían y de las balas, todavía un poco mareado, el coronel dio entonces una orden a su ayudante de campo. Era una orden terminante: «¡Reúnan al regimiento y vayan a morir!»

20.
L
OS FANTASMAS DE
A
RJONILLA

El capitán Bermúdez, que estaba dispuesto a morir, reagrupó a los gritos el regimiento y encabezó en medio minuto la segunda carga. Tenía el pálpito de que había fallado. Que había dado un rodeo demasiado largo con su columna y que el ataque sincronizado que había planeado su jefe no se había cumplido acabadamente. Si las dos divisiones hubieran caído al mismo tiempo sobre los godos el aniquilamiento hubiera sido inmediato y total. Esa demora, en cambio, permitía que Zabala tuviera tiempo de hacer retroceder a sus hombres para intentar volver a cohesionarlos en medio de la desbandada. Se había generalizado la lucha cuerpo a cuerpo, y uno de los oficiales del Regimiento de Granaderos les había pasado literalmente por encima a los muertos y a los fusileros que protegían la bandera española, había partido al medio de un sablazo al portaestandarte de los realistas y se la había arrancado de las manos.

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