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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (10 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Los objetivos estaban muy claros: había que ganar el gobierno, alinear a los revolucionarios y conducir la guerra. Pero aunque al principio San Martín y Alvear tenían la misma opinión política, en pocos meses comenzaron a discrepar. El primero quería declarar la independencia de inmediato. El segundo, a pesar de sus feroces diferencias con miembros del triunvirato, también resistía ese paso arguyendo que no estaban dadas las condiciones internacionales: Inglaterra no apoyaría una declaración mientras mantuviera su alianza con España, los portugueses mostraban hostilidad y se sucedían fracasos patriotas en muchas zonas de América.

El gobierno, en medio del malestar general, aún creía en Fernando VII, y era repudiado en las esquinas de Buenos Aires por hacer concesiones a España. Para dar un golpe de efecto y mostrar fortaleza, inició una especie de caza de brujas. Persiguió por las noches a los logistas y el 1 de julio de 1812 denunció una conspiración de españoles residentes. Basándose en una delación y en un testigo de dudosa veracidad, expropió a treinta militares, cormenciantes y frailes, y los mandó fusilar.

Camino a Retiro, el teniente coronel detuvo su marcha en la plaza de la Victoria y vio los cuerpos acribillados y descompuestos de los supuestos complotados, que se exhibían hacía ya tres días al público, pendiendo de la horca a modo de escarmiento. Parecía una señal contra el enemigo, pero el teniente coronel presentía que era una señal contra los patriotas: «Quienes conspiran serán pasados por las armas. Porque quienes conspiran son nuestros enemigos.» San Martín pasó a bridas flojas y tomó hacia el norte con el sol en la sien derecha. «Todos estamos en peligro», pensó, y cabalgó con el entrecejo fruncido hasta el cuartel de los granaderos.

15.
E
SCUELA DE LEONES

Lo llamó a media voz y el capitán dijo «ordene mi coronel» y se acercó al aljibe con silenciosa premura. Era un hombre corpulento y bigotudo, y se parecía muchísimo al subteniente Riera. Cuando lo miraba de soslayo San Martín creía ver al valiente y malogrado oficial asturiano que había conocido en Utrera, que se había jugado los caudales de la milicia al monte y que se había reivindicado en orillas del Guadalquivir, muriendo bajo la fusilería de los infantes de Dupont. El capitán Justo Germán Bermúdez tenía casi las mismas facciones y aunque no mostraba debilidades por los naipes o los dados, se ofrecía igualmente vulnerable. Preciso es decir que, sin embargo, esa vulnerabilidad no tenía que ver con el coraje. «Es soldado bravo, pero novicio en la carrera militar», evaluaba San Martín.

Bermúdez había nacido en Maldonado hacía treinta años, y manejaba una pulpería y un almacén de ramos generales cuando en 1811, y con su propio dinero, había ayudado a financiar el escuadrón de Voluntarios de Infantería del Cordón y Aguada y había marchado a la guerra. Luego había peleado en la batalla de Las Piedras bajo el mando de Artigas. Un ejército sin preparación militar, compuesto por paisanos y peones golondrina, armado con lanzas construidas con cañas tacuaras y tijeras de esquilar, cuchillos y boleadoras y algunos fusiles de caza. Había avanzado contra fuerzas profesionales españolas que salían de Montevideo y habían mantenido un combate encarnizado durante seis horas. Los imperiales alzaron al final la bandera blanca y la revolución del Río de la Plata tuvo su primer triunfo. Bermúdez era uno de aquellos patriotas agrestes pero valerosos.

Después, enviado a espiar los movimientos de los portugueses, había caído prisionero de ellos. Se había fugado y momentáneamente se había separado del ejército por el embarazo de su esposa. Intentó acompañarla en ese proceso durante algunos meses en la capilla de Mercedes pero, sin sustento alguno, comenzó a pasar privaciones, y luego temió los estragos de las partidas portuguesas que arrasaban la región. Fue entonces cuando fletó un bote por sesenta pesos fuertes, navegó peligrosamente durante días con su mujer a bordo y mendigó en Buenos Aires cualquier servicio. San Martín lo incorporó al regimiento, lo ascendió de teniente a capitán y lo nombró a cargo de la segunda compañía del segundo escuadrón. Reconocía en aquel doble de Riera la templanza del guerrero, pero sentía que había mucho que enseñarle y que algunas veces la audacia y el pellejo duro no reemplazaban la técnica. La batalla de Las Piedras había demostrado exactamente lo contrario, pero San Martín sabía demasiado como para dejarse engañar por una excepción. «Cuando los godos desembarquen dejaremos que avancen en línea y los atacaremos con un movimiento envolvente», le dijo el coronel. «Como tenazas», asintió Bermúdez. El coronel habló rápido y seguro: «Usted tomará el flanco derecho y yo conduciré al destacamento por la izquierda: llegaremos juntos y los destrozaremos.» Bermúdez pensó: «Si los hados nos acompañan y la Inmaculada Concepción no nos deja de a pie.» Pero no pronunció esas palabras que hubieran delatado una cierta inquietud. Bermúdez admiraba el gesto de su jefe. Quien conducía una batalla habitualmente quedaba apartado de ella, a salvo, en posición privilegiada para protegerse y para manejar la estrategia con mayor visión de campo. Pero el jefe quería participar de la batida, quería ponerse al frente y correr el mismo riesgo que todos. Era un bautismo de fuego y el coronel estaba furioso por las injurias políticas: entraría en el cuerpo a cuerpo y jugaría su suerte entre las balas y los sables del enemigo. Bermúdez lo miró, afligido y admirado. En los momentos decisivos José de San Martín encarnaba lo que en las largas horas de entrenamiento había predicado con tanto esmero. Como decía el refrán, sostenía con el cuero lo que decía con el pico.

En las Provincias Unidas había tenido que empezar por el principio: la caballería era un grupo de gauchos improvisado y una expresión de deseos. Desde que se instaló en el cuartel tenía la idea de crear un cuerpo de élite al estilo de los viejos granaderos prusianos y sobre todo de los cuerpos selectos del ejército napoleónico. Los granaderos, antiguamente, eran infantes y portaban granadas. Luego habían montado, habían abandonado las granaderas y se habían lucido por la perfección y sincronización de sus movimientos, y también por la audacia y ferocidad de sus maniobras a espada, lanza y tercerola.

La situación económica era bastante crítica, por lo que no estaban dadas las mejores condiciones para semejante pretensión. Es por eso que el teniente coronel aceptó todas las formas de reclutamiento: desde voluntarios hasta veteranos, desde soldados de cierta experiencia hasta carne de leva. Pero fue muy estricto en la selección de su personal. Tenía un gran olfato para detectar flaquezas. En los primeros tamices quedaron afuera los que pintaban para viciosos o los falsamente valientes, también los pequeños de complexión y los jactanciosos. Más adelante, cuando los veía moverse y calibraba sus reacciones en la vida de cuartel o en los duros entrenamientos, iba confirmando a unos y despidiendo a otros. Muchas veces esas decisiones parecían arbitrarias e incomprensibles, pero obedecían a razones profundas. San Martín conocía la condición humana, el espíritu de la soldadesca y la metafísica de la guerra. Muchas veces, durante la práctica de un ataque, avisaba a un suboficial que se deshiciera de tal o cual recluta. Bajó la cabeza al atacar, o no miró de frente cuando cargaba, explicaba San Martín. Un mínimo gesto le permitía diagnosticar la cobardía.

Las primeras veces los funcionarios del gobierno, que visitaban el Retiro, veían a esos paisanos andrajosos y a esos soldados desparejos en formación, y se preguntaban cómo haría «el hombre» para convertir aquellos grupos en un cuerpo de élite. Alvear le había puesto «el hombre» a San Martín, y todos empezaban a nombrarlo de esa manera a sus espaldas. Podía ser un elogio o un sarcasmo, según el contexto y la intención de quien lo mencionara.

Pero «el hombre» no atendía a las dudas. Sólo atendía a la organización de su ejército personal.

Lo primero que hizo fue diseñar y mandar a confeccionar los uniformes en los almacenes del Estado. Operarios, maestros sastres, zapateros y talabarteros trabajaron a toda prisa. San Martín pidió que hubiera dos clases de uniformes para cada granadero: uno para combate y parada, y otro para la vida en guarnición. Los dos eran azules con vivos rojos. Pero el uniforme de marcha y combate tenía un morrión alto de suela negra forrado de azul con un penacho de lana verde, una escarapela y una granada amarilla de metal con dos palabras: «Libertad y Gloria.» El casco se mantenía firme gracias a carrilleras de metal. La idea era proteger lo más posible la cabeza de los sablazos enemigos.

La casaca para oficiales, suboficiales y soldados era larga, estilo frac, de paño azul y peto acolchado, cuello carmesí y nueve botones de bronce lisos con la inscripción de «Provincias Unidas del Río de la Plata, Granaderos a Caballo», y además tenía dos granadas cosidas en el extremo de cada faldón. Los oficiales usaban, para montar, un pantalón de brin blanco bien ajustado; su tropa otro de paño azulado, con sobrepuestos de cuero curtido de potro para utilizar en las largas caminatas. Las botas eran altas y negras, y llevaban espuelas amarillas con correas y hebillas. Como en aquellos tiempos conseguir suelas y tacones de repuesto era muy difícil, los mismos soldados ejercían el oficio de zapatero y cuidaban muchísimo del calzado.

San Martín ordenó que se le entregara a cada recluta un chaleco de mahón, una chaqueta de lona para el servicio de cuadra, dos camisas de crea, un casacón de lienzo para el rancho, dos pares de medias, un poncho gris y un capote largo de paño azul con cinturón. También que dispusieran de una mochila de lona para acomodar su equipo.

Era muy estricto sobre la presencia y el aseo diario de sus subordinados. Estableció revisiones de gran rigor, dictaminó que todos usaran el cabello cortado y con breves caídas de pelo a los lados de la cabeza, y puso a un cabo de puerta en el zaguán del cuartel para vigilar cómo lucían y se comportaban los granaderos al salir.

No se toleraba ninguna mácula en el uniforme y los botones debían estar relucientes. El propio teniente coronel lustraba los suyos obsesivamente para luego poder exigir el mismo trato. Cuando un oficial se presentaba con un botón desabrochado, San Martín le daba tironcitos o golpecitos con el dedo índice, y después le lanzaba una filípica, y la anécdota corría de boca en boca en el cuartel y todos aprendían la lección y se andaban con mucho cuidado.

Alentó también que algunos usaran pendientes de aro metálicos en las orejas. Los pendientes eran un gesto ostensible de entrega total a la patria: San Martín sabía que con esos aros un desertor no podría estar mucho tiempo libre sin ser individualizado y detenido.

Los oficiales llevaban una bandolera con la cartera portapliegos, donde guardaban papel y lápiz para realizar planos y croquis. Ellos tenían que pagarse la vestimenta, el armamento, la montura y las botas.

Al alba, el teniente coronel llamaba a los trompas y trompetas e impartía las órdenes a través de los toques reglamentarios. Estaba prohibido hablar en instrucción o combate, de modo que las cornetas y clarines hablaban por todos. Desde que los granaderos abandonaban su catre y su manta, hasta que volvían a reencontrarse con ellos, cuando se hacía de noche, el ensayo general de la marcha y de la batalla ocupaba cada minuto y era seguido hasta en sus mínimos detalles por el jefe de la unidad.

Había orden cerrado, marcha a pie y marcha montado, simulacros de ataque y repliegue, y ejercicios con armas blancas y con armas de fuego. No alcanzaban los sables para todos los soldados, de modo que su líder mandó preparar lanzas con madera de petiribí y regatón de acero, adornadas con banderolas de percal azul y blanco, y transformó provisionalmente a muchos de sus hombres en lanceros.

Por escasez más que por convicción, durante la primera fase los granaderos de primera fila formaban con lanza y pistola, y los de segunda, con sable y carabina. Los codiciados sables tenían treinta y seis pulgadas de largo y empuñaduras delgadas, y eran anchos pero ligeramente curvos en la punta. San Martín no les enseñó a sus hombres fina esgrima. Esa espada no era para usar con la punta, como un florete, sino con el filo. Pocas veces se llegaba al pinchazo. Más frecuente y práctico era hacer un tajo mortal con el filo o con el revés de la hoja. No había tiempo en una batalla para golpes y paradas, y sutilezas de duelista. En la confusión había que descargar un golpe con la parte plana del sable o, a la manera de garrote, destrozar un cráneo o partir un cuerpo por la mitad. Los novatos aprendieron a hacerlo practicando con muñecos de paja y calabazas. Y «el hombre» los entrenó día y noche buscando rapidez y efectividad en el ataque, obligándolos a aligerar y a sacar músculos, y a dominar por completo sus armas. De vez en cuando se metía en una práctica con su sable morisco y les mostraba las posturas, los pequeños trucos y las trampas, y aprovechaba para avergonzar al más aventajado.

También los instruía en el arma más importante de un granadero: su montura. Los caballos con los que contaba el escuadrón provenían mayormente de donaciones, y eran criollos. Los oficiales tenían sillas inglesas con valijín y pistolera, y una manta de lona y cuero para las campañas, pero la tropa utilizaba el basto unido por el borrén de crin forrado con carpincho y cubierto por una manta recortada. Colocaban sobre sus enseres los pellones de oveja negra forrados en lienzo blanco y ajustado por cinchas de suela. San Martín les demostró a sus troperos cómo había que afirmarse en el animal, cómo usar los frenos de hierro con riendas trenzadas y cómo las estriberas, y de qué manera desplazar el peso del cuerpo en la dirección o en el movimiento que se quería ejecutar. Y los hizo custodios celosos de los caballos. Todos los días los granaderos eran educados en su limpieza y alimentación. Cada jinete contaba con cepillos de cerdas fuertes y rasquetas, y un morral de lienzo para darles de comer en los abrevaderos de las caballerizas. Los caballos esperaban embozalados y atados sobre la pesebrera a unas argollas. Y había un veterinario que revisaba diariamente a los doscientos yegüerizos. San Martín vigilaba ese operativo como si fuera lo más relevante del día.

A dos horas del combate de San Lorenzo, todos aquellos jinetes permanecían junto a sus caballos en el patio del convento de San Carlos. Hombres y bestias convivían, sin murmullos ni relinchos, en la oscuridad. Ya formaban una misma cosa. Una máquina de matar.

16.
L
AS COREOGRAFÍAS DE LA MUERTE
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