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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (12 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Fue en ese período en el que quedó embarazada y dio a luz a Mercedes. San Martín tuvo en brazos a su hija en muy pocas ocasiones. El tiempo corría y él pasaba casi todos sus días en El Plumerillo, planificando la campaña. Le había ordenado a su esposa que regresara con Mercedes a Buenos Aires y lo esperara en la casona de los Escalada. Hubo un momento, antes del embarazo, en que Remedios había fantaseado en voz alta con acompañarlo a la cordillera. Pero ninguno de los dos se había tomado muy en serio aquella idea, y ahora no había nada que hacer, salvo separarse.

Remedios volvió amargada y exhausta a la casa materna, y vivió durante esos años las andanzas de su marido a través de la prensa, las informaciones públicas, los comentarios y algunas misivas. En todo ese tiempo, San Martín cruzó los Andes, ganó batallas, perdió escaramuzas, liberó Chile, desobedeció las órdenes del gobierno porteño, se embarcó hacia Lima, proclamó la libertad del Perú, gobernó como un emperador, probó la hiel de la injuria y de la lucha política, entregó el mando total de la guerra a Bolívar para que no hubiera desgarramientos entre los propios patriotas, renunció a todos los cargos y volvió a la patria, donde recibió dos avisos descorazonantes: el gobierno le negaba el permiso de viajar a la capital y Remedios estaba muy enferma.

Tan sólo pequeños interregnos los habían reunido a los tres, como cuando inmediatamente después de triunfar en Chile San Martín regresó a Buenos Aires por unos meses, se refugió con Remedios y Mercedes en la casa de la Santísima Trinidad y en San Isidro, y luego las llevó en galera hasta una finca de Mendoza que había mandado construir sobre un terreno donado por el Cabildo. Allí trató de recuperarlas a ambas, principalmente a Remedios, que estaba tísica. Decoraron juntos esa casa con muebles ingleses, alfombras de Bruselas y dos grabados en la pared con la estampa de los héroes militares en los que San Martín más se reflejaba: Napoleón y Wellington. Y cuando todo estuvo dispuesto para la expedición a Lima, el punto final del plan Maitland, el objetivo de la logia de Cádiz y de los lautarinos, José de San Martín se encontró con que Remedios de Escalada había perdido otro bebé y que estaba más débil que nunca. Pero no había alternativa. Ninguna. Cada cual tenía que partir hacia su destino. Se despidieron sin saber que se despedían para siempre: él volvió a cruzar a lomo de mula la cordillera y ella regresó en carruaje bamboleante a Buenos Aires.

Los años siguieron pasando y el abandono marital, la muerte de su padre y la tuberculosis fueron mellando el cuerpo de Remedios. Y además de todo, los rumores sobre su esposo la iban devastando. Muchos decían que él compartía lecho con jóvenes de la alta sociedad chilena y que gozaba de los favores de viudas y solteras en el Perú. Y más tarde, cuando desplazó a los realistas de Lima, que hasta se mostraba en público con una espía de Guayaquil con quien vivía en la casa de verano de los virreyes y con quien incluso se paseaba en carroza de gala tirada por seis caballos a través de los barrios aristocráticos.

Cuando el jefe de la emancipación, a la vuelta de aquellos triunfos y sinsabores, se enteró de que Mercedes estaba postrada, montó en cólera. Era otra vez una encrucijada muy injusta: volver a Buenos Aires significaba abandonar la posibilidad de regresar rápidamente al Perú, donde las convulsiones políticas seguían haciendo temblar la revolución. «Todo lo que hicimos se puede perder en un segundo», se decía. Y hacía de tripas corazón.

Al otro lado del mundo, Remedios soportaba la indignación de su madre y de sus hermanos, que no podían perdonar esa indiferencia. Para todo Remedios tenía respuesta: los rumores eran calumnias creadas por sus enemigos y la tardanza se debía a que había un complot para matarlo. «Es que está amenazado, no llegaría vivo a Buenos Aires», argumentaba. Quienes más la querían la veían tan abatida que no deseaban contradecirla demasiado: aquel hombre era capaz de correr cualquier peligro, ¿cómo no iba a venirse aunque fuera disfrazado y clandestino cuando su esposa estaba a punto de morir?

Finalmente, Remedios murió el 3 de agosto de 1823: tenía veinticinco años. San Martín fue notificado por un amigo, y se retorció de dolor y remordimientos. Llegó a principios de diciembre a Buenos Aires, cuando ya no estaba interdicto, y fue recibido con frialdad por todos. Capas y capas de desengaños y penas le velaban los ojos. Era un indeseable para la sociedad porteña y para su familia política. Consiguiendo todas las victorias había fracasado, y el hogar que sólo Remedios había logrado construir se había ido con ella a la tumba. El castigo era tan pesado como todo el granito de los Andes. Lo sentía sobre los hombros y en lo más profundo del pecho. El opio, que tomaba para los males del estómago, anestesiaba tanta tristeza y amenazaba con convertirse en una adicción.

Visitó el sepulcro de Remedios y mandó construir un mausoleo, donde grabó una inscripción significativa: «Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín». Tal vez eso había sido más que ninguna otra cosa: su amiga. A veces el amor y la amistad son tan, pero tan parecidos que un revolucionario no llega a distinguir bien las diferencias.

Tomasa, la abuela de Mercedes, resistió con rencor que se la llevara. San Martín cobró cuarenta y tres mil pesos de la herencia, se reencontró con la niña de siete años, que le resultaba una chica desconocida y malcriada, y se embarcó con ella rumbo al exilio en el buque francés
Le Bayonnais
.

Diez años antes, sentado en una silla del comedor de los frailes del convento, el coronel San Martín se despertó con un escalofrío y comprobó con el reloj de bolsillo que había dormido diez minutos. Pero se sentía como si hubiera atravesado un océano de luchas y desdichas, aunque no podía recordarlas, y le flaqueaba un poco el cuerpo. Algo desconcertado, se pasó una mano por la boca como si tuviera sed, y Juan Bautista Cabrai le acercó su cantimplora para que se refrescara. San Martín agradeció con la cabeza, bebió un largo trago y se lavó la angustia de la cara. Faltaba una hora para el amanecer.

18.
L
OS EXTRAÑOS VIENTOS DE LA HISTORIA

Una mañana de convulsiones, poco después de su luna de miel, el teniente coronel puso en alerta máxima a sus escuadrones, los mandó montar armados y listos para la batalla, y los condujo desde el Retiro hasta la plaza de la Victoria. El sargento mayor Alvear iba a su lado, a la cabeza de la columna, y los granaderos formaron frente al ayuntamiento en actitud poco amistosa y acompañados por los soldados del 2.° de Infantería y por el cuerpo de artilleros, que colocaron dos cañones en las bocacalles y dos morteros en el arco principal de la recova.

Había estallado la revolución del 8 de octubre: los logistas habían decidido dar un golpe de Estado y echar a los discrecionales y veleidosos triunviros, que formaban un gobierno centralista sin representación legítima, que sólo buscaban perpetuarse y que acababan de mostrar su ineficacia para conducir la guerra. Le habían ordenado al castigado Ejército del Norte que retrocediera con resignación hasta Córdoba, y su jefe felizmente había resistido la orden. El resultado había sido un triunfo espectacular de los patriotas en lo que se denominó la batalla de Tucumán, que fue festejada hasta el delirio en Buenos Aires por el pueblo y por la oposición. Aquel número era la gota que colmaba el vaso. La logia Lautaro necesitaba poner en los sillones del poder a sus miembros. Y San Martín, que no era proclive a esas sediciones y que se daba cuenta de que el movimiento terminaría por entregarle el timón de todo al odioso Alvear, no pudo o no quiso sin embargo abortar el complot. Sólo quiso que se presentara el movimiento de tropas como un paraguas para que el pueblo pudiera expresar sus votos y sentimientos. De ese modo no aparecían como amotinados sino como garantes de la libertad. «No debemos mostrarnos como los organizadores de la conspiración, sino como acompañantes de una sociedad que rechaza los rasgos tiránicos», acordaron entre todos.

La verdad era algo distinta. El triunvirato resistía la influencia de la logia secreta, y ésta quería para sí todo el poder: Alvear para gozarlo y conducirlo, San Martín para alinear todos los planetas en la operación militar de la emancipación.

La plaza de la Victoria se fue llenando de militantes y espontáneos que exigían un cambio de rumbo en el gobierno. La Sociedad Patriótica mandó a sus dirigentes con un petitorio de trescientas firmas en donde se pedía la restitución del Cabildo, como órgano máximo y representativo, que renunciaran los triunviros y que se convocara una nueva asamblea integrada por hombres de todas las provincias. Dentro del edificio se llevaban a cabo largas y febriles deliberaciones y en la calle iba subiendo la temperatura y creciendo los incidentes violentos y los insultos. San Martín vio que esos manifestantes podían formar en cualquier momento una turba descontrolada, y recordó una vez más el linchamiento de Solano. Todo se le podía ir de las manos a los logistas, nada bueno podía surgir de ese creciente y nervioso piquete. El teniente coronel dejó su caballo a un ayudante y entró en la sede del gobierno. Llegó hasta la sala de las deliberaciones y alzó la voz: «¡No hay más tiempo, señores! Aumenta el fermento y es preciso cortarlo de una vez.» El tono era tan enérgico y marcial que los cabildantes quedaron tiesos.

La morosidad de los trámites viró entonces hacia un rápido desenlace, y los regidores nombraron un nuevo triunvirato, cuyos miembros marcharon hacia el Fuerte para tomar posesión del cargo. San Martín mandó montar y regresó a paso lento a los cuarteles con sus granaderos. No había nada que festejar, aunque los flamantes triunviros lo ascenderían bien pronto a coronel de caballería.

Al poco tiempo también Carlos María de Alvear presidiría la asamblea, y los logistas impondrían su política liberal: el fin de la esclavitud, la tortura, la Inquisición y los títulos de nobleza. Pero a la vez se mostrarían intolerantes con la oposición e irían vaciando de contenido las sesiones: todo lo decidían Alvear y los logistas en secreto, como si fueran una casta. San Martín no estaba de acuerdo con eso, pedía la declaración de la independencia y se iba encontrando en franca minoría. La logia entera trabajaba para el encumbramiento de un solo hombre: su antiguo promotor y testigo de su boda. Aquel rico jacobino que estaba dispuesto a todo para entronizarse y que le disgustaba el magnetismo de San Martín y la resistencia política que le presentaba en sordina.

Las divergencias dentro de la logia eran cada vez más fuertes. Alvear no quería irritar a Inglaterra, que a su vez no quería irritar a España. Algunos años después Alvear le escribiría una carta al canciller inglés diciéndole abiertamente: «Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso.»La lucha interna de facciones dentro de la logia significó luego una derrota total para San Martín, que veía en Inglaterra un aliado y no un patrón, y que fue obligado a dejar de ser Venerable. Se lo puso a «dormir» y se lo confinó a tareas castrenses. La logia de Cádiz se había desvirtuado, ya no era lo que fue, y el coronel se abrazaba únicamente a la idea de que su vida no pertenecía sino a esa patria fantasmal que no terminaba de consolidarse. Detestaba a los realistas por decadentes y por no representar a nadie ya que descontaba que España, en realidad, se había hundido para siempre bajo las garras de Francia. Y fue por eso que cuando se enteró de los resultados de la batalla de Waterloo quedó demudado. Esa magnífica desgracia sucedió dos años después del maldito año de 1813, y desde Cuyo el coronel imaginó la partida que habían jugado le
petit
caporal y
el duque de Wellington. El emperador invadió los Países Bajos y un funcionario avisó a Wellesley de lo que acababa de ocurrir. El duque estaba en Bruselas con su Estado Mayor, en un baile de sociedad, que terminó abruptamente. Reunió a sus oficiales y marchó de inmediato hacia el frente de combate.

«La presencia de Napoleón en el campo de batalla equivale a cuarenta mil soldados», decía Wellington. «Y no se equivoca», pensaba San Martín. Fue una contienda sangrienta y los gabachos estuvieron a punto de ganarla. Todos le achacaban a Wellington su carácter defensivo, pero el duque no atacaba hasta estar seguro de su éxito. Cuando lo estuvo dio la estocada final. Hubo miles de muertos, y el gran jefe inglés dijo: «Salvo una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada.»Viendo que el fracaso de los franceses fortalecía a Fernando VII y a la contrarrevolución en sus colonias, San Martín le escribió a un amigo: «El maldito Bonaparte la embarró al mejor tiempo: expiró su imperio y nos dejó en los cuernos del toro.»Pero en vísperas de San Lorenzo aquella primera revolución de octubre había dejado al coronel de los granaderos en los cuernos de Alvear, que a partir de entonces intentaría sacárselo de encima con denuedo.

En los años posteriores su enemigo íntimo buscó pompa y laureles, se adjudicó batallas que no había librado, aplicó medidas dictatoriales, generó intrigas políticas, aplastó a los opositores, cayó en desgracia y volvió a levantarse, escandalizó a propios y extraños, cumplió misiones diplomáticas en Inglaterra, Estados Unidos y Bolivia; intentó seducir políticamente a Simón Bolívar, regresó a Buenos Aires, condujo la guerra contra Brasil, obtuvo controvertidas victorias militares, participó ambiguamente en la guerra civil argentina y murió en Nueva York.

Cuando todavía guardaba las formas con el esposo de Remedios de Escalada, Alvear se ocupó de barrer política y operativamente al coronel de sus desvelos. Utilizó como excusa algo cierto: los realistas hostigaban la costa del Paraná y del Río de la Plata y había inquietud en la sociedad porteña ante una posible invasión. Los miembros del segundo triunvirato llamaron al Fuerte al coronel San Martín y le explicaron que las baterías sobre Rosario estaban en peligro y, con ellas, el comercio hacia Paraguay. Se le ordenaba tomar su regimiento y desbaratar cualquier desembarco.

A Remedios se le estrujó el corazón cuando conoció las órdenes. «No hay una sola amiga tuya que no crea que soy un agente español, chiquilla», le dijo su marido abrazándola. «Cualquier otro comandante podría ocuparse de esta misión pero temo que debo hacerlo yo para taparles la boca a todos.» Al coronel le rechinaban los dientes. Pocas noticias le agrada rían más a Carlos María de Alvear que su fracaso o muerte, y aquélla resultaba una prueba de sangre para su familia política y para los contertulios.

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