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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz

BOOK: La Logia de Cádiz
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En 1808 un capitán conduce a sus jinetes españoles a la muerte y a la gloria. Cuatro años después, un coronel dirige a sus granaderos en un combate letal contra las tropas españolas. Aquel capitán y este coronel son la misma persona: José de San Martín. Antes y después se suceden batallas, muertes, traiciones, linchamientos, intrigas, persecuciones, complots, juramentos secretos y hasta una amarga historia de amor.

Basada en una rigurosa investigación histórica que le llevó cuatro años, y con el ímpetu de las antiguas narraciones de capa y espada,
Jorge Fernández Díaz
narra en
La Logia de Cádiz
una historia en apariencia conocida, pero que es en realidad absolutamente novedosa. La acción comienza con la escaramuza de Arjonilla, sigue en la batalla de Bailén, cuando los españoles vencieron al ejército de Napoleón y en la que San Martín se convirtió en un héroe de la resistencia. Y continúa en el convento de San Carlos, desde donde el Libertador prepara un ataque fulminante contra sus antiguos camaradas de España. Mientras tanto, y desde las sombras, la misteriosa Logia de Cádiz atraviesa la acción y planea paso a paso la emancipación americana.

Escenas sorprendentes y desconocidas; asaltos, fugas y desgracias. Con un ritmo vertiginoso y cinematográfico, Fernández Díaz salva a San Martín del bronce y del fango para crear a su alrededor una nueva épica de guerrero y revolucionario.

Jorge Fernández Díaz

La Logia de Cádiz

ePUB v1.0

GONZALEZ
24.06.12

© 2008, Jorge Fernández Díaz

ePub base v2.0

No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente.

A
RTURO
P
ÉREZ
-R
EVERTE

P
RÓLOGO

Ésta es una novela de aventuras y misterios. Y es, esencialmente, una historia española. Aunque no lo parezca.

Una historia española barrida bajo la alfombra.

La revolución de un puñado de españoles ilustrados que para no traicionarse a sí mismos debieron traicionar a la Corona y luchar contra su imperio.

¿Por qué esa revolución no tiene en España quien le escriba?

El reciente fenómeno de la novela histórica ignora mayoritariamente esta majestuosa épica del fracaso, donde españoles peninsulares y españoles de las colonias se enfrentaron en homéricas batallas y corrieron toda clase de peripecias. Y me dicen que, más allá de ensayos históricos puntuales y algunos muy añejos, las viejas y nuevas generaciones de alumnos españoles poco y nada estudiaron en la escuela acerca de este impresionante proceso que llevó más de veinticinco años y decenas de miles de muertos, y que cambió para siempre la historia de España.

De los dos libertadores latinoamericanos, sólo Bolívar permaneció en el imaginario español, y no siempre por las mejores razones. José de San Martín desapareció de los manuales de historia y fue rebajado al olvido, a pesar de que estamos hablando de un oficial que vivió hasta los treinta y cuatro años en España, entró a los diez en su ejército, guerreó contra moros y franceses, fue un héroe de Bailén y se formó a la sombra del famoso gobernador de Cádiz, Francisco Solano, linchado por «afrancesado» durante la resistencia a la invasión napoleónica. Solano fue quien introdujo a su mano derecha en la masonería. San Martín hablaba y pensaba como un español porque conceptualmente lo era.

Luego llevó a cabo una gesta increíble en América: creó un ejército profesional de criollos y nativos, derrotó a sus antiguos camaradas de armas y antes de liberar medio continente cruzó la cordillera de los Andes con cinco mil cuatrocientos hombres, en una campaña que durante décadas se estudió en todas las academias militares del mundo puesto que superaba la célebre hazaña de Aníbal en los Alpes. Pero todo eso no es más que la inmensa montaña que se esconde bajo esta punta del iceberg que pretende ser
La logia de Cádiz
, una narración acerca de las ambigüedades y convicciones de los hombres, y las melancólicas vueltas del destino. Una trama de capa y espada, de húsares, granaderos y secretismos que puede leerse como una simple novela de caballería.

Soy hijo de asturianos y mi relación con la Madre Patria ha sido siempre intensa. Elegí desde Buenos Aires la figura de San Martín no sólo porque significaba algo muy importante para América sino porque insólitamente no significaba casi nada para España. Y también, lo confieso, porque era la odisea de un expatriado genético buscando una patria ilusoria, como fuimos muchos hijos del desarraigo. Siempre me pareció que debía contar la «traición» del héroe desde la perspectiva del héroe, que era la perspectiva española. Después de cuatro años de investigación y documentación exhaustivas, decidí dejar de lado las grandes batallas para concentrarme en dos pequeños combates idénticos. Uno de ellos ocurrió en 1808, en los prólogos de Bailén, allí San Martín condujo a sus soldados a la victoria bajo la bandera española. Cuatro años después tiene lugar el combate de San Lorenzo, en América, y San Martín se enfrenta por primera vez cara a cara con sus antiguos compañeros de trinchera. Esas dos miniaturas bélicas están separadas por un abismo.

¿Por qué tantos «españoles» rompieron en la intimidad con su patria o cambiaron directamente de bando en aquellos tiempos? Solano, San Martín, Coupigny, Aguado, Alvear, Zabala y tantos otros esta ban entre la espada y la pared. Admiraban las luces de la Revolución francesa, pero debían levantarse contra Napoleón, y se veían forzados a defender una partida en la que al final los esperaba Fernando VII, un rey oscurantista y reaccionario que les ordenaba aplastar ideas progresistas con las que simpatizaban.

Cádiz asediada era, al principio, la caldera de muchos de estos dilemas, y allí algunos caballeros de la luz eligieron quedarse a dar la lucha y otros descubrieron que la única España posible quedaba al otro lado del Atlántico, en aquellos lugares donde había criollos y nativos, pero sobre todo, españoles de segunda.

Los liberales que se quedaron en la Península más tarde terminaron vencidos por la efectiva restauración de la Antigua España, que trajo atraso y decadencia, redujo ese poderoso imperio a una nación de tercer orden y que estableció una historia oficial en la que se denostaba infantilmente a los soldados formados por su ejército que habían liberado las colonias. En esa historia también se ignoraba injustamente a los valientes de sus propias tropas que habían dejado la vida y la sangre durante las guerras de la Independencia en el Nuevo Continente.

Los liberales que utilizaron las logias masónicas como instrumentos políticos y operativos lograron crear efectivamente en ultramar la España que soñaban. Relativamente pocos años después de terminada la emancipación, una España empobrecida ya exportaba inmigrantes a estos nuevos países, y hacia 1870 las heridas habían sanado por completo. En 1910, una multitud de compatriotas marchó hacia el puerto de Buenos Aires para recibir con desbordante amor popular a la Chata, la infanta Isabel de Borbón: la Corona celebraba junto a mi pueblo la independencia. Luego España tendría con Hispanoamérica tantos lazos económicos, amistosos y culturales como deseos de borrar los enconos de aquella guerra maldita. Aquella guerra interna protagonizada por españoles de diferente interés, pelaje y opinión.

Acaso el personaje más relevante de aquella guerra fue un hombre finalmente derrotado por la política: San Martín, que era más hijo de Cádiz que de Yapeyú, y que se transformó en uno de los guerreros más formidables de la historia moderna antes de ser un amargo exiliado que murió en Francia.

Sé que sonará a herejía, pero cuando era pequeño aquel oficial con acento andaluz me parecía un espadachín de Dumas, metido en aquella logia, conspirando peligrosamente en Cádiz contra el imperio, viajando de incógnito a Londres y embarcándose con otros seis audaces en una fragata donde día a día planeaban en voz baja tomar el poder y hacer temblar al mundo.

Lo lograron. Y ésta es la historia de sus contradicciones y proezas.

P
RIMERA PARTE

L
A MEDALLA DE
B
AILÉN

1.
M
ARCHA DE ACEROS EN LA OSCURIDAD

El capitán pensó en Napoleón. Apenas un fogonazo en la memoria que barrió para no distraerse. Sostuvo en su puño el sable envainado, giró sobre su montura medio cuerpo y se alzó levemente sobre los estribos para ver más atrás y más lejos: veinte hombres a caballo y cuarenta a pie lo seguían en la oscuridad. Sólo se oían los cascos y el tintineo de los metales, sombras detrás de sombras en medio de la nada. Caballería de Borbón y Húsares de Olivenza, y una infantería de apoyo surgida de su propio regimiento, los Voluntarios del Campo Mayor.

El capitán vestía el uniforme de «El Incansable»: una casaca verde, con su forro y bocamangas encarnados, botones y entorchados de plata, chaleco y calzón blancos, y un sombrero de dos picos con penacho rojo sobre la escarapela. En aquella madrugada del 23 de junio de 1808 tenía treinta años y una misión de sangre: tomar contacto con la avanzada de las tropas francesas y destrozarlas. Eran la vanguardia de la vanguardia, el ariete mismo del Ejército de Andalucía, y no podían hacer otra cosa que seguir adelante y encomendarse a la Inmaculada Concepción.

Giró de nuevo sobre su caballo y avanzó mirando al frente, hacia la espesura, por el camino del arrecife, a través de campos de olivares y sierras, imaginando que detrás se escondían los treinta mil franceses que venían arrasando pueblos, saqueando casas, degollando niños y violando mujeres.

Qué triste ironía. El capitán había combatido junto a esos hombres en otros tiempos, simpatizaba con su revolución de luces y admiraba el genio militar de Napoleón Bonaparte. Había estado a punto de ser linchado en Cádiz a manos españolas por esas simpatías. Pero los franceses habían invadido España, vejado sus tradiciones y usurpado el trono, y aunque el capitán había nacido en América aún se sentía parte de aquella patria descompuesta.

Ahora sí pensó un rato en Napoleón. Once años atrás el capitán no era capitán sino teniente de caballería, y navegaba peligrosas aguas a bordo de la fragata
Santa Dorotea
. España era todavía aliada de Francia y el barco estaba fondeado en Tolón mientras la impresionante escuadra francesa ultimaba los preparativos para la campaña de Egipto. Hubo una fiesta de honor para la oficialidad española, y Bonaparte se abrió paso entre muchos y clavó la mirada en el teniente español. Fueron unos segundos mágicos y desconcertantes, que nadie pudo comprender, y entonces el futuro emperador dio un paso más y tomó un botón de la casaca blanca y celeste, y leyó el nombre de Murcia. El teniente le sostuvo la mirada, y Napoleón sonrió de manera enigmática como si entendiera con el instinto algo que no podía pronunciarse. Tal vez sólo se trataba de un vago presentimiento.

No era de vanagloriarse, aunque el capitán de «El Incansable» había contado algunas veces ese breve encuentro con una mezcla de orgullo y escalofríos. Mirando las tinieblas de la noche cerrada casi podía imaginar que esos ojos célebres y penetrantes seguían observándolo detrás de la serranía.

El avance de la columna era lento y grave: los jinetes no podían superar el ritmo pesado de la infantería y había que marchar ensimismado pero despierto, con las armas listas. El capitán se dio cuenta de que aún sostenía el sable envainado con la mano izquierda, como si fuera a caérsele al suelo. Lo soltó para que pendiera y se pasó una mano por la frente. Faltaba poco para clarear, lo sentía en las tripas. Después de tantos años de guerra y cuartel podía reconocer el advenimiento de la alborada con sólo ver la insinuación de un destello. Ya eran casi las cinco, hora de probar suerte. Tiró de las riendas y se apartó de la fila, pegó tres gritos roncos y secos y dos húsares se despegaron del grupo y clavaron espuelas.

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