Al llegar al último estadio del oscilante desarrollo de la física clásica, le damos la espalda a la materia y a las partículas y volvemos otra vez a una fuerza. En este caso se trata de la electricidad. En el siglo XIX se consideraba que el estudio de la electricidad era casi una ciencia en sí mismo.
Era una fuerza misteriosa. Y a primera vista no parecía que ocurriera naturalmente, como no fuese en la amedrentadora forma del rayo. Los investigadores, pues, habían de hacer algo que no era «natural» para estudiar la electricidad.
Tenían que «fabricar» el fenómeno antes de analizarlo. Hemos acabado por descubrir que la electricidad está en todas partes; la materia entera es eléctrica por naturaleza. Recordadlo cuando lleguemos a la época moderna y hablemos de las partículas exóticas que «fabricamos» en los aceleradores. A la electricidad se la consideraba tan exótica en el siglo XIX como a los quarks hoy. Y hoy la electricidad nos rodea por todas partes; es sólo un ejemplo más de cómo alteramos los seres humanos nuestro propio entorno.
En ese periodo inicial hubo muchos héroes de la electricidad y del magnetismo; la mayor parte de ellos han dejado su nombre en las diversas unidades eléctricas: Charles Augustin Coulomb (la unidad de carga), André Ampère (la de corriente), Georg Ohm (la de resistencia), James Watt (la de energía eléctrica) y James Joule (la de energía). Luigi Galvani nos dio el galvanómetro, aparato que sirve para medir las corrientes, y Alessandro Volta el voltio (unidad de potencial o fuerza electromotriz). Análogamente, C. F. Gauss, Hans Christian Oersted y W. E. Weber dejaron su huella y sus nombres en magnitudes eléctricas calculadas para sembrar el pánico y el odio en los futuros estudiantes de ingeniería. Sólo Benjamin Franklin se quedó sin darle su nombre a una unidad eléctrica, pese a sus importantes contribuciones. ¡Pobre Ben! Bueno, tiene la estufa Franklin y su efigie en los billetes de cien dólares. Observó que hay dos tipos de electricidad. Podría haberle llamado a una Joe y a la otra Moe, pero eligió los nombres de positiva (+) y negativa (-). Franklin denominó a la cantidad de electricidad de un objeto, negativa, por ejemplo, «carga eléctrica». Introdujo también el concepto de conservación de la carga: cuando se transfiere electricidad de un cuerpo a otro, la carga total debe sumar cero. Pero entre todos estos científicos los gigantes fueron dos ingleses, Michael Faraday y James Clerk Maxwell.
Nuestra historia empieza a finales del siglo XVIII, con la invención por Galvani de la batería, que luego mejoraría otro italiano, Volta. El estudio de los reflejos de las ranas por Galvani —colgó músculos de rana en la celosía exterior de su ventana y vio que durante las tormentas eléctricas sufrían convulsiones— demostró la existencia de la «electricidad animal». Este trabajo fue el estímulo de la obra de Volta y, además, de algo que luego vendría muy bien. Imaginaos a Henry Ford instalando un cajón con ranas en sus coches y estas instrucciones para el conductor: «Hay que dar de comer a las ranas cada veinticinco kilómetros». Volta descubrió que la electricidad de las ranas tenía que ver con que alguna grosería de la rana separase dos metales diferentes; las ranas de Galvani estaban colgadas de ganchos de latón en una celosía de hierro. Volta fue capaz de producir corrientes eléctricas sin las ranas; para ello probó con pares de metales distintos separados por piezas de cuero (que hacían el papel de las ranas) empapadas de salmuera. Enseguida creó una «pila» de placas de cinc y cobre, y observó que cuanto mayor era la pila, más corriente impulsaba a lo largo de un circuito externo. El electrómetro que Volta inventó para medir la corriente tuvo un papel decisivo en esta investigación, que arrojó dos resultados importantes: un instrumento de laboratorio que producía corrientes y el descubrimiento de que podía generarse electricidad mediante reacciones químicas.
Otro progreso importante fue la medición que efectuó Coulomb de la intensidad y la naturaleza de la fuerza eléctrica entre dos bolas cargadas. Para ello inventó la balanza de torsión, aparato sumamente sensible a las fuerzas minúsculas. La fuerza que estudió fue, claro, la electricidad. Con su balanza de torsión, Coulomb determinó que la fuerza entre las cargas eléctricas variaba con el inverso del cuadrado de la distancia entre ellas. Descubrió además que las cargas del mismo signo (+ + o - -) se repelían y que las cargas de signo distinto (+-) se atraían. La ley de Coulomb, que da la
F
de las cargas eléctricas, desempeñará un papel fundamental en nuestro conocimiento del átomo.
En un auténtico frenesí de actividad, se emprendieron muchos experimentos acerca de los fenómenos, que al principio se creían separados, de la electricidad y el magnetismo. En el breve periodo de cincuenta años que va, aproximadamente, de 1820 a 1870 esos experimentos condujeron a una gran síntesis que dio lugar a la teoría unificada que englobaría no sólo la electricidad y el magnetismo, sino también la luz.
Buena parte de lo que, en un principio, se fue sabiendo de la electricidad salió de descubrimientos químicos, en concreto de lo que hoy llamamos electroquímica. La batería de Volta enseñó a los científicos que una corriente eléctrica puede fluir, a lo largo de un circuito, por un cable que vaya de un polo de la batería al otro. Cuando se interrumpe el circuito mediante la conexión de los cables a unas piezas metálicas sumergidas en un líquido, circula corriente por éste y, como se descubrió, esa corriente genera un proceso químico de descomposición. Si el líquido es agua, aparecerá gas hidrógeno cerca de una de las piezas metálicas, y oxígeno junto a la otra. La proporción de 2 partes de hidrógeno por 1 de oxígeno indica que el agua se descompone en sus constituyentes. Una solución de cloruro de sodio hacía que uno de los «terminales» se cubriese de sodio y que en el otro apareciera el verdoso gas de cloro. Pronto nacería la industria del electrorrecubrimiento.
La descomposición de los compuestos químicos mediante una corriente eléctrica indicaba algo profundo: que el enlace atómico y las fuerzas eléctricas estaban relacionados. Fue ganando vigencia la idea de que las atracciones entre los átomos —es decir, la «afinidad» de una sustancia química por otra— era de naturaleza eléctrica.
El primer paso de la obra electroquímica de Michael Faraday fue la sistematización de la nomenclatura, lo que, como los nombres que Lavoisier les dio a las sustancias químicas, resultó muy útil. Faraday llamó a los metales sumergidos en el liquido «electrodos». El electrodo negativo era el «cátodo», el positivo el «ánodo» Cuando la electricidad corría por el agua, impelía un desplazamiento de los átomos cargados a través del líquido, del cátodo al ánodo. Por lo normal, los átomos son neutros, carentes de carga positiva o negativa. Pero la corriente eléctrica cargaba, de alguna forma, los átomos. Faraday llamó a esos átomos cargados «iones». Hoy sabemos que un ión es un átomo que está cargado porque ha perdido o ganado uno o más electrones. En la época de Faraday, no se conocían los electrones. No sabían qué era la electricidad. Pero ¿tuvo Faraday alguna idea de la existencia de los electrones? En la década de 1830 realizó una serie de espectaculares experimentos que se resumirían en dos sencillos enunciados a los que se conoce por el nombre de leyes de Faraday de la electrólisis:
Lo que estas leyes querían decir es que la electricidad no es continua, uniforme, sino que se divide en «pegotes». Dada la concepción atómica formulada por Dalton, las leyes de Faraday nos dicen que los átomos del líquido (los iones) se desplazan al electrodo, donde a cada ión se le entrega una cantidad unitaria de electricidad que lo convierte en un átomo libre de hidrógeno, oxígeno, plata o lo que sea. Las leyes de Faraday apuntan, pues, a una conclusión inevitable: hay
partículas
de electricidad. Esta conclusión, sin embargo, tuvo que esperar unos sesenta años a que el descubrimiento del electrón la confirmase rotundamente hacia el final del siglo.
Proseguimos la historia de la electricidad —eso que sale de los dos o tres agujeros de vuestros enchufes y que hay que pagar— yéndonos a Copenhague, Dinamarca. En 1820, Hans Christian Oersted hizo un descubrimiento decisivo —según algunos historiadores,
el descubrimiento decisivo
—. Generó una corriente eléctrica de la manera reconocida: con cables que conectaban los dos bornes de un dispositivo voltaico (una batería). La electricidad seguía siendo un misterio, pero se sabía que la corriente eléctrica tenía que ver con algo a lo que se llamaba carga eléctrica y que se movía por un hilo. No causaba sorpresa, hasta que Oersted colocó una aguja de brújula (un imán) cerca del circuito. Cuando pasaba la corriente, la aguja del compás viraba, y de apuntar al polo norte geográfico (su posición natural) iba a tomar una divertida posición perpendicular al cable. Oersted le dio vueltas a este fenómeno hasta que se le ocurrió que la brújula, al fin y al cabo, se había concebido de manera que detectase campos magnéticos. Por lo tanto, lo que ocurría es que la corriente del cable producía un campo magnético, ¿no? Oersted había descubierto una conexión entre la electricidad y el magnetismo:
las corrientes producen campos magnéticos
. También los imanes, claro, producen campos magnéticos, y estaba bien estudiada su capacidad de atraer pedazos de hierro (o de sujetar fotos a la puerta de la nevera). La noticia corrió por Europa y produjo un gran revuelo. Provisto de esta información, el parisiense André Marie Ampère halló una relación matemática entre la corriente y el campo magnético. La intensidad y la dirección precisas de este campo dependían de la corriente y de la forma (recta, circular o la que fuera) del cable por el que pasase la corriente. Con una combinación de razonamientos matemáticos y muchos experimentos realizados apresuradamente, Ampére generó una encendida polémica consigo mismo de la que, a su debido tiempo, saldría una prescripción para calcular el campo magnético que produce una corriente eléctrica que pase por un hilo de la configuración que sea, recta, doblada, como un lazo circular o enrollado densamente en forma cilíndrica. Si pasan corrientes por dos hilos rectos, cada una de ellas producirá su propio campo magnético, y cada uno de éstos actuará sobre el hilo contrario. Cada hilo ejerce, en efecto, una fuerza sobre el otro. Este descubrimiento hizo posible que Faraday inventase el motor eléctrico. También era profundo el hecho de que un lazo circular de corriente produjese un campo magnético. ¿Y si esas piedras a las que los antiguos llamaban piedras imanes —los imanes naturales— estuviesen compuestas a escala atómica por corrientes circulares? Otra pista de la naturaleza eléctrica de los átomos.
Oersted, como tantos otros científicos, se sentía atraído por la unificación, la simplificación, la reducción. Creía que la gravedad, la electricidad y el magnetismo eran manifestaciones de una sola fuerza; de ahí que su descubrimiento de una conexión directa entre dos de esas fuerzas apasionase (¿conmocionase?) tanto. Ampére, también, buscaba la simplicidad; en esencia, intentó eliminar el magnetismo considerándolo un aspecto de la electricidad en movimiento (la electrodinámica).
Entra Michael Faraday (1791-1867). (De acuerdo, ya ha entrado, pero esta es la presentación formal. Fanfarrias, por favor.) Si Faraday no fue el mayor experimentador de su época, ciertamente opta al título. Se dice que hay más biografías suyas que de Newton, Einstein o Marilyn Monroe. ¿Por qué? En parte porque su vida tiene un aire que recuerda a la de la Cenicienta. Nacido en la pobreza, a veces hambriento (una vez se le dio un pan para que comiese una semana entera), Faraday apenas si asistió a la escuela; su educación fue muy religiosa. A los catorce años era aprendiz de un encuadernador, y se las apañó para leer algunos de los libros a los que ponía tapas. Se educaba a si mismo mientras desarrollaba una habilidad manual que le vendría muy bien en sus experimentos. Un día, un cliente llevó un ejemplar de la tercera edición de la
Encyclopaedia Britannica
para que se lo encuadernasen de nuevo. Contenía un artículo sobre la electricidad. Faraday lo leyó, se quedó enganchado con el tema y el mundo cambió.
Pensad en esto. Las redacciones de las cadenas informativas reciben dos noticias que les transmite Associated Press:
Faraday descubre la electricidad, la Royal Society festeja la hazaña
y
Napoleón escapa de Santa Elena, los ejércitos del continente en pie de guerra
¿Qué noticia abre las noticias de las seis? ¡Correcto! Napoleón. Pero durante los cincuenta años siguientes el descubrimiento de Faraday electrificó Inglaterra y puso en marcha el cambio más radical en la manera en que la gente vivía que jamás haya dimanado de las invenciones de un solo ser humano. Con que en la universidad se les hubieran exigido a los responsables del periodismo televisivo unos conocimientos verdaderamente científicos…
Esto es lo que Michael Faraday hizo. Empezó su vida profesional, a los veintiún años, como químico; descubrió algunos compuestos orgánicos, el benceno entre ellos. El paso a la física lo dio al poner en claro la electroquímica. (Si esos químicos de la Universidad de Utah que creían haber descubierto la fusión fría en 1989 hubiesen entendido mejor las leyes de Faraday de la electrólisis, puede que se hubieran ahorrado una situación embarazosa, y que nos la hubieran ahorrado a los demás.) Faraday se dedicó a continuación a realizar una serie de grandes descubrimientos en los campos de la electricidad y del magnetismo: