—No siempre se obtiene lo que se desea, Komier —le hizo ver Abriel—. Pero existe una tercera opción, rey Wargun. Hay muchas plazas fuertes y castillos en Lamorkand que podríamos ocupar por la fuerza y retener. Otha no podría evitar atacarlos, porque, si no lo hiciera, las tropas acantonadas adentro saldrían y diezmarían sus reservas y destruirían sus carros de intendencia.
—Lord Abriel —apuntó Wargun—, esa estrategia nos diseminaría por todo Lamorkand Central.
—Reconozco que tiene sus desventajas —concedió Abriel—, pero la última vez que Otha invadió Occidente, salimos a su encuentro de frente en el lago Randera y con ello prácticamente despoblamos el continente, y Eosia tardó varios siglos en recuperarse. No estoy seguro de que queramos repetir ese desastre.
—Pero ganamos, ¿no? —arguyó sin matices Wargun.
—¿De veras nos conviene volver a ganar a ese coste?
—Podría haber otra alternativa —declaró con calma Sparhawk.
—Ciertamente la escucharía con gusto —aceptó el preceptor Darellon—, porque ninguna de las que he oído hasta ahora acaba de convencerme.
—Sephrenia —preguntó Sparhawk—, ¿cuan poderoso es realmente el Bhelliom?
—Ya os he dicho que es el objeto más poderoso del mundo, querido.
—No es mala idea —aprobó Wargun—. Sparhawk podría utilizar el Bhelliom para eliminar escuadrones enteros del ejército de Otha. Por cierto, Sparhawk, ¿vais a devolver el Bhelliom a la casa real de Thalesia cuando hayáis acabado con él?
—Podríamos hablar de ello, Su Majestad —respondió Sparhawk—. Aunque no os serviría de gran cosa porque sin los anillos no tiene ningún valor, y por ahora yo no estoy muy predispuesto a entregaros el mío. Podéis preguntar a mi reina qué actitud tomaría respecto al suyo, si lo deseáis.
—Mi sortija se queda donde está —afirmó categóricamente Ehlana.
Sparhawk había estado meditando sobre el contenido de la conversación mantenida con Sephrenia. Cada vez sentía con mayor certeza que el resultado de la inminente batalla no iba a decidirlo el enfrentamiento de vastos ejércitos en Lamorkand Central tal como había sucedido quinientos años antes. No tenía ningún argumento con que justificar dicha certidumbre, ya que no lo había conducido a ella un razonamiento lógico sino un rapto intuitivo cuya naturaleza era más estiria que elenia. De algún modo sabía que cometería un error sumergiéndose en un ejército, lo cual no sólo supondría una demora en algo que debía hacer, sino que representaría también un peligro. Si la subversión de Perraine no había sido un acto independiente por parte de Martel, estaría exponiéndose a sí mismo y a sus amigos a miles de potenciales enemigos, todos absolutamente inidentificables y armados hasta los dientes. Tenía que evitar por todos los medios la proximidad de un ejército, aunque éste fuera elenio. Esa idea era más producto de la necesidad que de cualquier convicción de que fuera a surtir un efecto positivo.
—¿Posee suficiente poder el Bhelliom para destruir a Azash? —preguntó a Sephrenia, con intención de confirmar ante los demás una respuesta que ya conocía.
—¿Qué decís, Sparhawk? —replicó la mujer con tono de profundo estupor—. Estáis hablando de destruir a un dios. El mundo entero tiembla sólo al sugerirlo.
—No he introducido la cuestión para iniciar un debate teológico —precisó—. ¿Sería capaz de hacerlo el Bhelliom?
—No lo sé. Nadie ha tenido jamás la temeridad ni tan sólo de planteárselo.
—¿Cuál es el aspecto más vulnerable de Azash?
—Sólo lo es en su confinamiento. Los dioses menores de Estiria lo encadenaron al interior del ídolo de barro que encontró Otha hace siglos. Ése es uno de los motivos por los que está buscando el Bhelliom con tanta desesperación, pues sólo la Rosa de Zafiro puede liberarlo.
—¿Y si se destruyera el ídolo?
—Azash sería destruido con él.
—Y qué ocurriría si yo fuera a la ciudad de Zemoch, descubriera que no puedo eliminar a Azash con el Bhelliom e hiciera entonces pedazos la joya?
—La ciudad quedaría reducida a polvo —repuso con voz turbada—, y lo mismo sucedería con las cadenas montañosas colindantes.
—En ese caso no puedo perder, ¿no es cierto? De todas formas, Azash dejaría de existir. Y, si es verdad lo que nos dijo Krager, Otha también se encuentra en Zemoch, junto con Martel, Annias y otros secuaces suyos. Podría liquidarlos a todos. Una vez desaparecidos Azash y Otha, la invasión zemoquiana cesaría, ¿no creéis?
—Estáis hablando de desperdiciar vuestra propia vida, Sparhawk —advirtió Vanion.
—Mejor una vida que millones.
—¡Os lo prohíbo terminantemente! —gritó Ehlana.
—Perdonadme, mi reina —adujo Sparhawk—, pero vos me ordenasteis que les cortara las alas a
Annias y a los otros y ahora no podéis rescindir dicha orden..., al menos no a mí. Alguien llamó educadamente a la puerta y entonces entró Tynian con el domi, Kring.
—Siento llegar tarde —se disculpó el caballero deirano—. El domiy yo estábamos ocupados revisando mapas. Por alguna razón desconocida, los zemoquianos han enviado fuerzas más al norte de sus campamentos principales instalados en la frontera lamorquiana. Toda Kelosia Oriental está infestada de ellos.
—Ah, aquí estáis, mi rey —saludó Kring con relucientes ojos al ver al rey Soros—. Os he estado buscando por todas partes. Tengo toda clase de orejas zemoquianas que querría venderos. El rey Soros, que al parecer aún tenía la garganta afectada, susurró algo.
—Todo empieza a encajar —aseguró Sparhawk al consejo—. Krager nos dijo que Martel se llevaba a Annias a la ciudad de Zemoch para buscar refugio en Otha. —Reclinó la espalda contra la silla—. Creo que la solución final al problema que viene planteándosenos durante los últimos cinco siglos reside en la ciudad de Zemoch y no en las llanuras de Lamorkand. Azash es nuestro enemigo, no Martel, Annias, Otha o sus zemoquianos, y ahora contamos con los medios para destruir a Azash de una vez por todas. ¿No sería de necios no aprovecharlos? Podría desgastar los pétalos del Bhelliom liquidando unidades de infantería zemoquianas con él, y todos envejeceríamos y nos volveríamos canosos en algún cambiadizo campo de batalla al norte del lago Cammoria. ¿No sería mejor encararnos a la raíz del problema..., al propio Azash? Acabemos definitivamente con esta plaga para que no siga aflorando cada medio milenio.
—Es estratégicamente descabellado —se pronunció sin ambages Vanion.
—Excusadme, amigo mío, pero ¿qué tiene de sensatez estratégica someterse a una situación de punto muerto en un campo de batalla? Fue necesario más de un siglo para recuperar las pérdidas habidas en la última batalla entre los zemoquianos y Occidente. De esta manera tenemos al menos la posibilidad de terminar para siempre. Si parece que el plan no es viable, destruiré el Bhelliom y entonces Azash no tendrá ningún motivo para volver hacia poniente y seguramente irá a importunar a los tamules o a otros pueblos.
—Nunca conseguiríais llegar, Sparhawk —señaló el preceptor Abriel—. Ya habéis oído lo que ha dicho este keloi. Hay zemoquianos en Kelosia Oriental, sin contar los estacionados en Lamorkand Oriental. ¿Os proponéis abriros vos solo paso entre ellos a golpe de espada?
—Creo que ellos mismos me cederán el paso, mi señor. Martel se dirige al norte..., al menos así lo afirmó. Es posible que siga en el mismo sentido hasta Paler, o puede que no, lo cual carece de importancia porque yo pienso seguirlo vaya a donde vaya. Él quiere que lo siga. Lo dejó muy claro en ese sótano y se cuidó bien de asegurarse de que yo lo había oído porque su intención es entregarme a Azash. Me parece que puedo confiar en que no me pondrá impedimentos en el camino. Sé que suena algo extraño, pero creo que esta vez podemos fiarnos de Martel. Si tuviera que hacerlo, desenvainaría la espada para despejarme los obstáculos. —Sonrió desapaciblemente—. Me llega al corazón la tierna inquietud de mi hermano por mi bienestar. —Miró a Sephrenia—. Habéis dicho que incluso el sugerimiento de la destrucción de un dios era algo impensable, ¿no es así? ¿Cuál sería la reacción general ante la idea de destruir el Bhelliom?
—Eso aún es más impensable, Sparhawk.
—Entonces nunca se les ocurrirá pensar que yo podría proponérmelo.
La estiria sacudió en silencio la cabeza y lo miró con inusitado temor en los ojos.
—Ésa es la ventaja que tenemos de nuestra parte, mis señores —declaró Sparhawk—. Yo puedo destruir la única cosa que nadie se avendría a creer que osara desperdiciar. Puedo destruir el Bhelliom... o amenazar con hacerlo. Tengo el presentimiento de que la gente... y los dioses... van a empezar a apartarse de mi camino si hago eso.
El preceptor Abriel seguía manifestando su disconformidad meneando la cabeza.
—Vais a tratar de abriros paso entre primitivos zemoquianos diseminados por Kelosia Oriental y a lo largo de la frontera, Sparhawk, personas tan salvajes sobre las que ni siquiera Otha ejerce control.
—¿Me otorgáis permiso para hablar, Sarathi? —pidió Kring con tono de marcado respeto.
—Desde luego, hijo mío —se lo concedió Dolmant un tanto desconcertado, pues no tenía idea de quién era aquel fiero personaje.
—Yo puedo haceros cruzar Kelosia Oriental y parte de Zemoch, amigo Sparhawk —aseguró Kring—. Si los zemoquianos están dispersados, mis jinetes cabalgarán entre ellos dejando una ringlera de cadáveres de ocho kilómetros de ancho desde Paler hasta la frontera zemoquiana..., todo menos sus orejas derechas, por supuesto.
Kring esbozó una amplia sonrisa lobuna y miró en derredor con ademán de complacencia. Entonces vio a Mirtai, que estaba recatadamente sentada al lado de Ehlana, y se le desorbitaron los ojos y se puso primero pálido y luego rojo como la grana. Después suspiró con anhelo.
—Yo no lo haría en vuestro lugar —le avisó Sparhawk.
—¿Cómo?
—Os lo explicaré después.
—Lamento admitirlo —declaró Bevier—, pero este plan cada vez me parece mejor. No deberíamos topar con muchas trabas para llegar a la capital de Otha.
—¿Deberíamos? —inquirió Kalten.
—Nosotros lo acompañaríamos, ¿verdad, Kalten?
—¿Existe alguna posibilidad de llevar esto a buen término, pequeña madre? —preguntó Vanion.
—¡No, lord Vanion, ninguna! —se interfirió Ehlana—. Sparhawk no puede ir a Zemoch y utilizar el Bhelliom para liquidar a Azash porque no dispone de los dos anillos. Yo tengo uno de ellos y tendrá que matarme para quitármelo.
Aquello era algo que Sparhawk no había tomado en cuenta.
—Mi reina... —se dispuso a argüir.
—¡No os he dado venia para hablar, sir Sparhawk! —le espetó—. ¡No vais a seguir adelante con ese vano y temerario propósito! ¡No vais a inmolar vuestra vida! ¡Vuestra vida es mía, Sparhawk! ¡No tenéis nuestro permiso para privarnos de ella!
—Ha quedado bien claro —observó Wargun—, lo cual nos devuelve de nuevo al punto de partida.
—Tal vez no —disintió Dolmant en voz baja, poniéndose en pie—. Reina Ehlana —dijo con severidad—, ¿vais a someteros a la voluntad de nuestra Santa Madre, la Iglesia?
La soberana le dirigió una mirada desafiante.
—¿Lo haréis?
—Soy una hija fiel de la Iglesia —reconoció lentamente.
—Me alegra oírlo, hija mía. La Iglesia os ordena que dejéis en sus manos esa baratija durante un breve período de tiempo de manera que ella puede utilizarla en el fomento de su labor.
—Esto no es justo, Dolmant —lo acusó.
—¿Vais a retar a la Iglesia, Ehlana?
—¡No..., no puedo! —chilló.
—Entonces dadme el anillo. —El archiprelado tendió la mano.
Anegada en lágrimas, Ehlana le agarró los brazos y hundió la cara en su sotana.
—Dadme el anillo, Ehlana —repitió Dolmant.
La reina alzó la mirada y se secó decididamente las lágrimas con la mano.
—Sólo con una condición, Sarathi —contraatacó.
—¿Vais a regatear con nuestra Santa Madre?
—No, Sarathi, me limito a obedecer sus anteriores mandatos. Ella nos exhorta a casarnos con el fin de incrementar la congregación de sus fieles. Os entregaré el anillo a vos el día en que nos unáis a mí y a Sparhawk en matrimonio. He trabajado muy duro para comprometerlo como para dejarlo escapar ahora. ¿Consentirá cumplir mi deseo nuestra Santa Madre?
—A mí me parece correcto —acordó Dolmant, sonriendo bondadosamente a Sparhawk, que miraba boquiabierto cómo los dos comerciaban con él como si se tratara de una simple mercadería. Ehlana dio muestras de poseer buena memoria y, tal como le había enseñado Platimo, se escupió en la mano.
—¡Hecho, pues! —dijo.
Dolmant, que llevaba mucho tiempo en el mundo, reconoció su gesto y lo imitó.
—¡Hecho! —aceptó, y los dos juntaron las palmas de las manos, sellando el destino de Sparhawk.
Hacia frío en la habitación. El calor del desierto se evaporaba cuando se ponía el sol, y la madrugada estaba siempre presidida por una árida gelidez. Sparhawk miraba por la ventana al tiempo que la aterciopelada noche se desteñía y las sombras de la calle se replegaban en los rincones y en los zaguanes, sustituidas por una pálida tonalidad plomiza que no era tanto luz como ausencia de oscuridad.
Entonces la primera de ellas surgió de un callejón en penumbra con una vasija de arcilla apuntalada al hombro, vestida de pies a cabeza de negro y con un velo también negro tapándole la mitad de la cara. Se movía entre la incolora luz con una gracia tan exquisita que casi acongojaba a Sparhawk. Después llegaron las otras. Una a una fueron aflorando de portales y callejas para sumarse a la silenciosa procesión, todas con su vasija de barro al hombro, siguiendo un ritual tan antiguo que se había convertido en algo instintivo. Fuera cual fuese la actividad con que iniciaban el día los hombres, las mujeres comenzaban inevitablemente el suyo yendo al pozo.