Y todo aquello lo decía aparentando sumisión a los dictados de la Iglesia, se admiró Sparhawk. Ehlana había guardado de nuevo silencio, irguiendo el juvenil rostro en actitud de vengativa determinación.
—¿Pero qué hay de este galardón? —preguntó, volviéndose a mirar intencionadamente el trono oculto en tela—. ¿A quién le otorgaréis esta sede para cuya consecución Annias estaba dispuesto a anegar el mundo en sangre? ¿Sobre quién descenderá este ornado mueble? Pues no os equivoquéis, amigos míos, ya que esto es lo que es, un mueble pesado, engorroso y, estoy segura, no muy confortable. ¿A quién sentenciaréis a soportar las terribles cargas de inquietud y responsabilidad que acompañan a esta silla y que el elegido estará obligado a sobrellevar en esta tenebrosa hora de la vida de nuestra Santa Madre? Debe ser sabio, huelga decirlo, pero todos los patriarcas de la Iglesia lo son. También debe ser valiente, ¿pero no son todos valerosos como leones? Debe ser astuto, y no cometer errores, pues media una gran diferencia entre sabiduría y astucia. Ha de ser inteligente, pues se enfrenta al señor del engaño. No a Annias, aun cuando éste sea un redomado embustero; no a Otha, hundido en su propia e imprudente disipación; sino al propio Azash. ¿Cuál de vosotros tendrá fuerza, sagacidad y voluntad comparables a las de ese engendro del infierno?
—¿Qué está haciendo?, —susurró Bevier con tono de estupefacción.
—¿No es evidente, caballero? —murmuró cortésmente Stragen—. Está eligiendo un nuevo archiprelado.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Bevier—. ¡Es la jerarquía la que elige al archiprelado!
—En la presente situación, sir Bevier, os elegirían a vos si ella os apuntara con ese pequeño dedo rosado. Miradlos. Tiene a toda la jerarquía en un puño.
—Tenéis guerreros entre vosotros, reverendos patriarcas —decía Ehlana—, hombres fuertes y arrojados, ¿pero podría un archiprelado acorazado con armadura hacer algo contra el engañoso Azash? Contáis con teólogos en vuestras filas, mis señores de la Iglesia, hombres de intelecto tan prominente que son capaces de percibir la mente y los designios del propio Dios, ¿pero preparados para contener al maestro de las mentiras? Están aquéllos versados en leyes eclesiásticas y los que son ases en la política. También disponéis de hombres fuertes y de otros valerosos. Existen los mansos, y los compasivos. ¡Si pudiéramos elegir a la totalidad de la jerarquía en pleno, seríamos invencibles, y las puertas del infierno no podrían causarnos ningún mal! —Ehlana se tambaleó, llevándose una temblorosa mano a la frente—. Perdonadme, caballeros —se disculpó con débil voz—. Los efectos del veneno con que la serpiente Annias pretendió arrebatarme la vida todavía se dejan sentir.
Sparhawk se dispuso a ponerse en pie.
—Oh, sentaos, Sparhawk —le indicó Stragen—. Vais a malograr su representación si bajáis tintineando hasta ella ahora. Creedme, se encuentra perfectamente bien.
—Nuestra Santa Madre necesita un paladín, mis señores de la Iglesia —continuó Ehlana con voz cansina-, un hombre que sea el compendio y la esencia de la misma jerarquía, y creo que en el fondo de vuestros corazones todos sabéis quién es ese hombre. Que Dios os dé la sabiduría, la clarividencia, para dirigiros a aquel que ya ahora se halla en medio de vosotros, envuelto en genuina humildad, pero extiende su dócil mano para guiaros, tal vez sin saber siquiera que lo hace, puesto que este modesto patriarca quizás hasta ignora que por él habla la Voz de Dios. ¡Buscadlo en vuestros corazones, mis señores de la Iglesia, y descargad este peso sobre él, pues sólo él puede ser nuestro adalid!
Volvió a tambalearse y las piernas comenzaron a doblársele.
Después se marchitó como una flor. El rey Wargun, con devoción pintada en el semblante y los ojos anegados en lágrimas, se levantó de un salto y la sostuvo cuando caía.
—El toque perfecto —dijo admirativamente Stragen, sonriendo—. Pobre, pobre, Sparhawk —añadió—. No tenéis la más mínima esperanza, ¿sabéis?
—Stragen, ¿queréis callaros?
—¿Qué sentido tenía todo esto? —preguntó Kalten con tono de desconcierto.
—Acaba de designar un archiprelado, sir Kalten —le comunicó Stragen.
—¿A quién? Si no ha mencionado ni un nombre.
—¿Aún no lo veis claro? Ha ido eliminando cuidadosamente al resto de los contendientes. Sólo queda una posibilidad. Los otros patriarcas saben quién es y lo elegirán... en cuanto uno de ellos se atreva a mencionar su nombre. Yo mismo os lo diría, pero no quiero privaros del placer del espectáculo.
El rey Wargun había tomado en brazos a la en apariencia desvanecida Ehlana y estaba llevándola hacia la puerta de bronce situada a un lado de la sala.
—Id con ella —indicó Sephrenia a Mirtai—. Tratad de sosegarla. Está muy excitada en estos momentos... y no permitáis que el rey Wargun vuelva aquí. Podría dejar escapar algo que lo echara a perder todo.
Mirtai asintió con la cabeza y se apresuró a bajar por las gradas.
La sala rebullía con excitadas conversaciones. El ímpetu y la pasión de Ehlana los había contagiado a todos. El patriarca Emban, que permanecía sentado con los ojos desorbitados a causa del estupor, esbozó una amplia sonrisa y después, tapándose la boca con la mano, se puso a reír.
—... obviamente poseída por la divina mano del propio Dios—aseveraba animadamente no lejos de él un monje a otro—. ¿Pero una mujer? ¿Por qué iba a hablar Dios por boca de una mujer?
—Sus vías son misteriosas —señaló el otro monje con reverencia en a voz—, e insondables para el hombre.
—Hermanos y amigos míos —se dirigió el patriarca Dolmant al público tras restablecer, no sin cierta dificultad, el orden—. Debemos, desde luego, disculpar a la reina de Elenia por su arrebato emocional. La conozco desde la niñez y os aseguro que de costumbre es una joven que posee un gran autocontrol. Debe de ser sin duda como ella ha sugerido: los últimos restos del veneno todavía persisten y la inducen a veces a tener un comportamiento irracional.
—Oh, es increíble —comentó, riendo, Stragen a Sephrenia—. El ni siquiera se ha dado cuenta.
—Stragen —le ordenó vivamente la mujer—, silencio.
—Sí, pequeña madre.
Ofreciendo un imponente aspecto con la cota de mallas y el yelmo adornado con cuernos de ogro, el patriarca Bergsten se puso en pie y arañó el suelo de mármol con el extremo de su hacha de guerra.
—¿Permiso para hablar? —preguntó, aunque aquello no sonó como una demanda.
—Desde luego, Bergsten —lo animó Dolmant.
—No estamos aquí para discutir el hipocondríaco desvanecimiento de la reina de Elenia —manifestó el corpulento patriarca de Emsat—. Estamos aquí para seleccionar un archiprelado. Propongo que procedamos a ese quehacer. Con ese fin, nombro candidato a Dolmant, patriarca de Demos. ¿Quién unirá su voz a la mía en esta designación?
—¡No! —exclamó Dolmant, consternado.
—La protesta del patriarca de Demos queda desestimada —declaró Ortzel, poniéndose en pie—. Según la costumbre y la ley, en calidad de persona propuesta como candidato no puede hablar hasta que esta cuestión haya sido decidida. Con el consentimiento de mis hermanos, pediría al apreciado patriarca de Usara que asuma la presidencia. —Paseó la mirada en derredor y no captó ninguna señal de desacuerdo.
Emban, todavía con una enorme sonrisa en el rostro, se dirigió con paso pesado al atril y despidió caballerosamente a Dolmant realizando un gesto con su regordeta mano.
—¿Ha terminado el patriarca de Kadach de exponer sus observaciones? —inquirió.
—No —respondió Ortzel—. Aún no. —Con el semblante tan severo y triste como era habitual en él y sin dar muestra alguna del dolor que debía de causarle, agregó con firmeza—: Uno mi voz a la de mi hermano de Emsat. El patriarca Dolmant es el único candidato posible a la archiprelatura.
Entonces Makova se puso de pie con una mortal palidez en la cara y las mandíbulas comprimidas.
—¡Dios os castigará por este ultraje! —casi escupió a los demás patriarcas—. ¡Yo no pienso tomar parte en este despropósito! —Giró sobre sus talones y salió hecho una furia de la sala.
—Al menos es honrado —observó Talen.
—¿Honrado? —exclamó Berit—. ¿Makova?
—Por supuesto, venerado maestro. —El chico sonrió—. Una vez que alguien ha comprado a
Makova, éste permanece vendido... sea cual sea la evolución de los acontecimientos.
Los patriarcas fueron alzándose uno tras otro para aprobar el nombramiento de Dolmant. Emban adoptó una expresión maliciosa cuando se hubo pronunciado el último de ellos, un frágil anciano de Cammoria a quien hubieron de ayudar para ponerse en pie y murmurar el nombre de Dolmant con quebradiza voz.
—Bien, Dolmant —constató Emban con burlona sorpresa—, parece que ya sólo faltamos vos y yo. ¿Hay alguien a quien queráis proponer como candidato, amigo mío?
—Os lo ruego, hermanos míos —suplicó Dolmant—, no hagáis esto.
—El patriarca de Demos no habla oportunamente —señaló con suavidad Ortzel—. Debe proponer un nombre o callar.
—Lo siento, Dolmant. —Emban sonrió—. Pero ya habéis oído lo que ha dicho. Oh, por cierto, yo uniré mi voz a la de los demás para nombraros a vos. ¿Estáis seguro de que no queréis proponer a nadie? —Aguardó—. Muy bien, pues. Son ciento veintiséis designaciones a favor del patriarca de Demos, un abandono y una abstención. ¿No es asombroso? ¿Vamos a votar, hermanos míos, o ahorraremos tiempo limitándonos a declarar archiprelado a Dolmant por aclamación? Guardaré silencio para escuchar vuestra respuesta.
—¡Dolmant! —se alzó primero una sola voz, profunda, desde la parte inferior de las gradas.
—¡Dolmant! —vociferaron pronto al unísono todos—. ¡Dolmant!
El clamor duró un rato, hasta que Emban levantó la mano pidiendo silencio.
—Siento tremendamente tener que ser yo el que os lo diga, viejo amigo —señaló, arrastrando las palabras, a Dolmant—, pero me parece que ya no sois un patriarca. ¿Por qué no os retiráis unos momentos al vestuario con un par de nuestros hermanos para que os ayuden a probaros vuestro nuevo hábito?
En la Sala de audiencia todavía sonaba un griterío excitado. Los patriarcas iban y venían con semblantes exaltados por el suelo de mármol y Sparhawk oyó repetida una y otra vez, en tono admirado, la frase «inspirada por Dios» mientras se abría paso entre la multitud. Los tradicionalmente conservadores eclesiásticos, para quienes la mera sospecha de que una simple mujer hubiera guiado a la jerarquía en su toma de decisión era sencillamente impensable, recurrían a la oportuna noción de la inspiración divina para interpretar lo ocurrido. Era evidente que no era Ehlana quien había hablado, sino el propio Dios. Por el momento, a Sparhawk le tenía sin cuidado la teología. Lo que le preocupaba era la condición de su reina y, aunque la explicación de Stragen era verosímil, se trataba de su reina... y de su prometida. Sparhawk quería comprobar por sí mismo que se encontraba bien.
La reina parecía no sólo hallarse bien sino rebosante de salud cuando él abrió la puerta por la que la había sacado en brazos el rey Wargun. Parecía incluso un poco ridícula, con la espalda medio inclinada y la oreja pegada al lugar que un segundo antes había ocupado la puerta.
—Podríais haber escuchado mucho mejor desde vuestro asiento allá fuera en la sala, mi reina —observo Sparhawk.
—Oh, callad, Sparhawk —contestó cáusticamente ella—, y entrad y cerrad la puerta. Sparhawk traspuso el umbral.
El rey Wargun estaba apoyado en la pared con la mirada algo extraviada y Mirtai permanecía cernida frente a él.
—Sacadme a esta dragona de delante, Sparhawk.
—¿Habéis decidido no poner en evidencia las cualidades teatrales de mi reina, Su Majestad? —le pregunto Sparhawk con cortesía.
—¿Y admitir que me ha tomado el pelo? No digáis absurdidades, Sparhawk. No iba a entrar corriendo allí y declarar que me había comportado como un burro en público. Sólo deseaba anunciarles a todos que vuestra reina estaba bien, pero no había llegado a la puerta cuando esta enorme mujer me ha acorralado. ¡Me ha amenazado, Sparhawk! A mí precisamente. ¿Veis esa silla de ahí?
Sparhawk miró hacia allí y vio una silla tapizada, de cuyo respaldo sobresalían por una brecha largas crines.
—Era una mera sugerencia, Sparhawk —arguyó suavemente Mirtai—. Quería que Wargun entendiera lo que podía pasar si tomaba una decisión equivocada. Ahora todo está en orden. Wargun y yo casi somos amigos. —Mirtai, según la costumbre que había notado en ella Sparhawk, omitía toda clase de tratamiento honorífico.
—Ha sido un gesto inadecuado amenazar con un cuchillo a un rey, Mirtai —la reprendió Sparhawk.
—No ha sacado ninguno —le aseguró Wargun—. Lo ha hecho con la rodilla—aclaró, estremeciéndose.
Sparhawk miró, desconcertado, a la mujer tamul.
Mirtai apartó el hábito con que iba disfrazada y se levantó la falda unos centímetros. Tal como le había dicho Talen, llevaba unos curvados cuchillos atados a las medias de tal modo que las hojas se prolongaban varios centímetros por la cara interior de las pantorrillas. Las dagas parecían muy afiladas, y también notó, de paso, que tenía hoyuelos en las rodillas.
—Es muy práctico para una mujer —explicó la tamul—. Los hombres a veces se ponen juguetones cuando no deben, y los cuchillos los convencen para que se vayan a jugar a otro sitio.
—¿No es esto ilegal? —preguntó Wargun.
—¿Querríais tratar de arrestarla, Majestad?
—¿Vais a parar todos de charlar? —les exigió Ehlana—. Parecéis una bandada de cotorras. Esto es lo que vamos a hacer. Dentro de unos minutos se van a apaciguar las cosas allá afuera. Entonces Wargun me escoltará de vuelta a la sala y Mirtai y Sparhawk vendrán detrás. Yo me apoyaré en el brazo de Wargun y presentaré la apropiada apariencia débil y temblorosa. Después de todo, me he desmayado o he recibido una visita divina..., según a cuál de los rumores que he oído sonar se conceda crédito. Nos conviene estar ocupando nuestros asientos antes de que el archiprelado salga para ocupar su trono.
—¿Cómo vais a explicarles ese discurso, Ehlana? —inquirió Wargun.
—No pienso hacerlo —repuso—. No guardaré el menor recuerdo de lo sucedido. Ellos creerán lo que quieran, y nadie se atreverá a acusarme de mentirosa, porque Sparhawk o Mirtai los desafiarían en caso de hacerlo. —Entonces sonrió—. ¿Era el hombre que he elegido el que vos habíais pensado, querido? —preguntó a Sparhawk.