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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (17 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Entre el zumbido de los fluorescentes y los gemidos del de la espalda rota, Jody metió el resto de su ropa en la bolsa de basura. Pensó: Esto va a estar hecho un higo cuando llegue a casa. La próxima vez, la ropa la lava Tommy.

Al llegar a la puerta se pasó la lengua por los dientes y notó con alivio que sus colmillos se habían replegado. Miró la masacre que tenía a su espalda y gritó:

—¡Vivan los Forty-Niners!

El de la espalda rota gimió.

El delicado estado de Jody

Las primeras semanas, a Tommy le incomodaba tener un muerto en el congelador, pero al cabo de un tiempo el muerto se convirtió en un cachivache más de la casa: una cara conocida y escarchada que acompañaba cada plato congelado. Tommy le puso de nombre «Peary», en honor de otro explorador ártico.

De día, cuando llegaba a casa del trabajo y antes de meterse en la cama con Jody, pululaba por la casa hablando primero consigo mismo y luego, cuando empezaba a inquietarle la idea de hablar solo, con Peary.

—¿Sabes, Peary? —dijo una mañana después de escribir dos hojas de un relato corto en su máquina portátil—, me está costando un poco encontrar mi voz en este relato. Cuando escribo sobre la niña de la granja de Georgia que va a la escuela andando descalza por la carretera polvorienta, sueno como a Harper Lee, pero cuando escribo sobre su pobre padre, condenado injustamente a trabajos forzados por robar pan para su familia, empiezo a sonar un poco como Mark Twain. Pero cuando la niña crece y se convierte en un don de la mafia, caigo más en el estilo de Sydney Collins Krantz. ¿Qué debería hacer?

Peary, a salvo con su tapa cerrada y su luz apagada, no respondió.

—¿Y cómo voy a concentrarme en la literatura leyendo todos esos libros de vampiros para Jody? Ella no entiende que un escritor es un ser especial; que soy distinto de todos los demás. No digo que sea superior a otras personas, solo más sensible, supongo. ¿Y te has fijado en que nunca va a la compra? ¿Qué hace toda la noche mientras yo trabajo?

Tommy estaba haciendo un esfuerzo por entender la situación de Jody, y hasta había ideado, basándose en sus lecturas, una serie de experimentos para descubrir las limitaciones de su nuevo estado. De noche, cuando se despertaban, después de compartir la ducha y echar uno o dos polvos, daban comienzo a los procedimientos científicos.

—Vamos, cariño, inténtalo —dijo Tommy poco después de leer Drácula.

—Lo estoy intentando —respondió Jody—. Pero no sé qué se supone que tengo que hacer.

—Concentrarte —dijo Tommy—. Y empujar.

—¿Qué quieres decir con empujar? No estoy pariendo, Tommy. ¿Qué se supone que tengo que empujar?

—Intenta que te salga pelo. Intenta que tus brazos se conviertan en alas.

Jody cerró los ojos y se concentró; hasta hizo fuerza, y a Tommy le pareció que su cara se ponía un poco colorada.

Por fin ella dijo:

—Esto es ridículo.

Así constataron que Jody no podía convertirse en murciélago.

—Niebla —dijo Tommy—. Intenta convertirte en niebla. Así, si alguna vez se te olvida la llave, podrás pasar por debajo de la puerta.

—No funciona.

—Sigue intentándolo. Ya sabes que tus pelos se acumulan en el desagüe de la ducha. Pues, si se atasca, puedes meterte en la tubería y quitar el tapón.

—Menudo aliciente.

—Inténtalo, anda.

Ella lo intentó y fracasó. Al día siguiente, Tommy trajo de la tienda un líquido desatascador.

—Pero podría llevarte al parque y tirarte un disco volador.

—Ya lo sé, pero no puedo.

—Te compraré toda clase de juguetes para morder. Un patito que chille, si quieres. —Lo siento, Tommy, pero no puedo convertirme en lobo.

—En el libro, Drácula baja por la pared del castillo cabeza abajo.

—Me alegro por él.

—Podrías probar en nuestro edificio. Solo son tres pisos.

—Aun así es mucha altura.

—No vas a caerte. Drácula no se cae en el libro.

—En el libro levita, ¿no?

—Sí.

—Y eso ya lo intentamos, ¿no?

—Bueno, sí.

—Entonces yo diría que el libro es ficción, ¿no crees? —Vamos a probar otra cosa. Voy a buscar la lista.

—Telepatía. Proyecta tus pensamientos en mi mente.

—Vale, los estoy proyectando. ¿En qué estoy pensando?

—Lo noto por tu cara.

—Podrías equivocarte, ¿en qué estoy pensando?

—En que te gustaría que dejara de darte la tabarra con estos experimentos.

—¿Y?

—En que quieres que lleve tu ropa a la lavandería.

—¿Y?

—Es lo único que capto.

—Quiero que dejes de frotarme con ajo mientras duermo.

—¡Puedes leer el pensamiento!

—No, Tommy, pero esta noche me he despertado oliendo como una pizzería. Deja en paz el ajo.

—Entonces ¿no sabes lo del crucifijo?

—¿Me has tocado con un crucifijo?

—No corrías peligro. Tenía un extintor a mano por si salías ardiendo.

—No creo que sea muy amable por tu parte experimentar conmigo cuando estoy dormida. ¿Cómo te sentirías tú si te frotara con algo mientras duermes?

—Bueno, depende. ¿A qué te refieres?

—Tú no me toques mientras duermo, ¿vale? Una relación de pareja se basa en la confianza y el respeto mutuos.

—Entonces supongo que del mazo y la estaca ni hablamos.

—¡Tommy!

—En el Kmart estaban de oferta los mazos. Y tú te preguntas si eres inmortal. Pero no iba a intentarlo sin preguntarte.

—¿Cuánto tiempo crees que tardarás en olvidar lo que se siente al practicar el sexo?

—Lo siento, Jody. De veras, lo siento.

La cuestión de la inmortalidad preocupaba en serio a Jody. El viejo vampiro había dicho que podían matarla, pero no era fácil comprobarlo. Fue Tommy, naturalmente, quien una mañana, mientras intentaba no ponerse a trabajar en el relato de la niña sureña y tras una larga charla con Peary, dio con la solución.

Una noche, cuando Jody se despertó, se lo encontró en el cuarto de baño vaciando una bandeja de cubitos de hielo en la gran bañera de patas de garra.

—Fui socorrista un verano, en el instituto —dijo él.

—¿Y?

—Ahogamiento.

—¿Ahogamiento?

—Sí. Te ahogamos. Si eres inmortal, no te pasará nada. Si no, el agua fría te mantendrá fresca y podré reanimarte. Hay unas treinta bandejas de hielo encima de Peary. ¿Puedes traer unas cuantas?

—Tommy, no estoy segura de esto.

—Quieres saberlo, ¿no?

—Pero en una bañera de agua helada...

—He descartado todas las posibilidades: pistolas, cuchillos, una inyección de nitrato de potasio... Esto es lo único que puede fallar y no matarte de verdad. Sé que quieres saberlo, pero yo no quiero perderte por averiguarlo.

Jody se sintió conmovida, a pesar de sí misma.

—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca.

—Bueno, tú tampoco querrías matarme, ¿verdad? —Tommy estaba un poco preocupado porque Jody se hubiera estado alimentando de él cada cuatro días. No se sentía débil ni enfermo; al contrario, cada vez que ella lo mordía parecía sentirse más fuerte y lleno de energía. En la tienda reponía el doble de género y su mente parecía más incisiva, más alerta. Iba haciendo progresos con su relato. Estaba empezando a ansiar que Jody le mordiera.

—Vamos, venga —dijo—. A la bañera.

Jody llevaba un camisón de seda que dejó caer al suelo.

—¿Seguro que si no funciona...?

—No te pasará nada.

Ella lo cogió de la mano.

—Confío en ti.

—Lo sé. Adentro.

Jody se metió en el agua fría.

—Está helada —dijo.

—Creía que no ibas a notarlo.

—Noto los cambios de temperatura, pero no me molestan.

—Ya experimentaremos con eso. Ahora, abajo.

Jody se tumbó en la bañera y su pelo se extendió por el agua como algas carmesíes.

Tommy miró su reloj.

—No contengas la respiración cuando te sumerjas. Va a ser duro, pero traga agua. Voy a dejarte sumergida cuatro minutos. Luego, te saco.

Jody respiró hondo y lo miró con un destello de pánico. El se inclinó y le dio un beso.

—Te quiero —dijo.

—¿Sí?

—Claro. —Le metió la cabeza bajo el agua.

Ella volvió a sacarla.

—Yo también —dijo. Y volvió a sumergirse.

Intentó aspirar agua, pero sus pulmones no le dejaban y contuvo la respiración. Cuatro minutos después, Tommy le metió las manos bajo los brazos y la levantó.

—No lo he hecho —dijo ella.

—Por Dios, Jody, que no puedo estar así eternamente.

—He contenido la respiración.

—¿Cuatro minutos?

—Creo que podría haber estado así horas.

—Inténtalo otra vez. Tienes que aspirar agua o no te morirás nunca.

—Gracias, míster.

—Por favor.

Ella se metió bajo el agua y, sin pararse a pensar, aspiró agua. Oyó el tintineo de los cubitos de hielo en la superficie, vio la luz del cuarto de baño refractar a través del agua, interrumpida de vez en cuando por la cara de Tommy, que la miraba. No sintió pánico ni ahogo: ni siquiera sintió la claustrofobia que esperaba. En realidad, era bastante agradable.

Tommy la levantó y ella expectoró un gran chorro de agua; luego volvió a respirar normalmente.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Te has ahogado de verdad.

—No ha sido para tanto.

—Inténtalo otra vez.

Esta vez, Tommy la dejó sumergida diez minutos antes de sacarla.

Después de toser, Jody dijo:

—Creo que ya está.

—¿Has visto el túnel largo con la luz al fondo? ¿A todos tus familiares muertos esperándote? ¿Las horribles puertas del infierno?

—No, solo cubitos de hielo.

Tommy dio media vuelta y se dejó caer en la alfombra del baño, con la espalda apoyada en la bañera.

—Me siento como si me hubiera ahogado yo.

—Yo estoy genial.

—Ya está, ¿sabes? Eres inmortal.

—Supongo que sí. Por lo menos, hasta donde podemos probarlo. ¿Ya puedo salir de la bañera?

—Claro. —Le pasó una toalla por encima del hombro—. Jody, ¿me dejarás cuando sea viejo?

—Tienes diecinueve años.

—Sí, pero el año que viene tendré veinte y luego veintiuno; y después empezaré a comer puré de judías verdes y a llenarme de babas y a preguntarte cómo te llamas

cada cinco segundos y tú seguirás teniendo veintiséis años y estarás como una rosa y me odiarás cada vez que tengas que cambiarme el pañal.

—Qué idea tan alegre.

—Pero ¿a que me odiarás?

—¿No te estás adelantando un poco? Tienes un magnífico control de tu vejiga. Te he visto beber seis cervezas sin ir al baño.

—Sí, claro, ahora, pero...

—Mira, Tommy, ¿por qué no lo ves desde mi punto de vista? Esta es la primera vez que tengo que pensar en esto. ¿Te das cuenta de que nunca tendré el pelo blanco ni andaré a pasitos? Nunca conduciré a paso de tortuga ni me pasaré horas y horas quejándome de mis achaques. Nunca iré al Denny's ni robaré los sobrecitos de mermelada y me los guardaré en un bolso gigante.

Tommy la miró.

—¿De verdad te apetece hacer esas cosas?

—Eso no es lo que importa, Tommy. Puede que sea inmortal, pero he perdido gran parte de mi vida. Como las patatas fritas. Hecho de menos comer patatas fritas. Soy irlandesa, ¿sabes? Desde la Gran Hambruna de la Patata, mi gente se pone de los nervios si no come patatas fritas cada pocos días. ¿Lo has pensado alguna vez?

—No, supongo que no.

—Ni siquiera sé lo que soy. No sé qué hago aquí. Me hizo una criatura misteriosa y no tengo ni la más ligera idea de por qué, ni de qué quiere de mí, ni de qué se supone que tengo que hacer. Solo sé que me está trastornando la vida de una manera que ni siquiera entiendo. ¿Tienes idea de lo que es eso?

—Pues la verdad es que sí.

—¿Sí?

—Claro, como todo el mundo. Por cierto, el Emperador me ha dicho que hoy han encontrado otro cadáver. En el Tenderloin, en una lavandería. Con el cuello roto y sin sangre.

El ángel

Si el inspector Alphonse Rivera hubiera sido un pájaro, habría sido un cuervo. Era enjuto y moreno, tenía los rasgos afilados y tersos y unos ojos negros que brillaban y se movían constantemente, llenos de astucia y desconfianza. Una y otra vez, por su pinta de cuervo, le tocaba hacer de traficante de coca en operaciones secretas. Había hecho de mexicano y de cubano varias veces, y una vez de colombiano, y había conducido más Mercedes y llevado más trajes de Armani que la mayoría de los traficantes de verdad. Pero después de veinte años en narcóticos, en tres departamentos distintos, le habían trasladado a homicidios con la excusa de que le hacía falta trabajar con mejores personas; o sea, con muertos.

¡Ah, las delicias del homicidio! Sencillos crímenes pasionales, la mayoría resueltos en menos de veinticuatro horas o nunca resueltos. Nada de tapaderas ni de maletines llenos de dinero del Estado ni de mentiras, solo simple deducción; a veces, muy simple: una mujer muerta en la cocina; un marido borracho con una pistola del treinta y ocho todavía humeante; y Rivera, con su traje italiano de imitación comprado por cuatro cuartos, desarmando delicadamente al flamante viudo, que solo decía:

—Hígado con cebolla.

Un cuerpo, un sospechoso, un arma y un móvil: caso resuelto y a seguir con el siguiente, limpiamente. Hasta ahora.

Rivera pensó: Si mi suerte pudiera embotellarse, sería un arma química de alto secreto. Volvió a leer el informe del forense. «Causa de la muerte: fractura por compresión de las vértebras quinta y sexta (cuello roto). El sujeto había perdido gran cantidad de sangre. No se aprecian heridas.» El informe era, por sí solo, increíblemente enigmático. Pero no estaba solo. Era el segundo cuerpo en un mes que sufría pérdida masiva de sangre sin heridas visibles.

Rivera miró más allá de su mesa, donde su compañero, Nick Cavuto, estaba leyendo una copia del informe.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Rivera.

Cavuto mordisqueaba un cigarrillo sin encender. Corpulento y casi calvo, tenía la voz como gravilla y era policía de tercera generación: seis grados más duro que su padre y que su abuelo, porque era gay. Dijo:

—Opino que, si te quedan vacaciones, este sería un buen momento para tomártelas.

—Así que estamos jodidos.

—Es demasiado pronto para eso. Yo diría que de momento nos han llevado a cenar y nos han metido la lengua de rondón en el beso de despedida.

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