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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (19 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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—¿Es soltera? —preguntó Troy.

—Ni os acerquéis —dijo el gerente—. Lo digo en serio. Perdió un hijo hace unos meses.

—Sí, jefe —dijeron los Animales al unísono. El gerente entró en la tienda.

Simón arrancó una cerveza del paquete de seis. Le ofreció otra a Tommy.

—¿Otra birra, líder temerario?

—No, tengo que irme a casa.

—Yo también —dijo Simón—. Tengo que quitarle las cagadas de pájaro a la bestia. ¿Quieres que te lleve?

—Claro. ¿Podemos parar en el barrio chino? Quiero comprar una cosa para Jody.

Simón sacudió la cabeza.

—Me preocupas, hijo. Se sabe de hombres que han muerto fustigados por un cono, ¿lo sabías? —Apuró su cerveza y estrujó la lata—. Fuera de la camioneta, chicos. El líder temerario y yo tenemos que parar a comprar tampones.

—¡Plato! —gritó Troy.

Media docena de latas de cerveza se alzaron en el aire describiendo un arco. La escopeta volvió a aparecer y Simón disparó dos veces rápidamente. Las latas de cerveza cayeron al aparcamiento, ilesas. La escopeta volvió a desaparecer bajo la lona. El gerente cruzó la puerta.

Simón dijo:

—Lo he visto, jefe. Era un Nova del 72 azul clarito, con un ratón de peluche colgado de la antena. Llame para denunciarlo.

Jody tenía las manos llenas de polvo grasiento: los restos de Philly. El cuerpo se había pulverizado en cuestión de segundos cuando acabó de beber. De él solo

quedaba un montón de ropa vacía. Después de mirar la ropa un momento, Jody intentó reponerse de la impresión, hizo un hatillo con la ropa y la llevó a un callejón cercano.

La sangre de Philly la recorría como el chorro de una manguera contra incendios. Se apoyó en un contenedor, con la ropa pegada al pecho como una manta de seguridad. El callejón se ladeó, se enderezó y giró ante sus ojos. Jody pensó que iba a vomitar.

Cuando el callejón dejó de dar vueltas, buscó una cartera entre la ropa. La abrió y sacó su contenido. Aquel montón de ropa había sido una persona. «Phillip Burns», decía el permiso de conducir. Llevaba fotografías arrugadas de amigos, un carné de biblioteca, el recibo de una tintorería, una tarjeta de crédito y cincuenta y seis dólares: Phillip Burns en un paquete cómodo y fácil de transportar. Jody se guardó la cartera, tiró la ropa al contenedor, se limpió las manos en los vaqueros y salió tambaleándose del callejón.

Acabo de matar a una persona, se dijo. Dios mío, he matado a una persona. ¿Qué debería sentir?

Caminó por calles y calles, sin mirar dónde iba, escuchando el ritmo de sus pasos por debajo del rugido de la sangre, que resonaba en el interior de su cabeza. Philly se había colado en sus zapatos. Jody se paró un momento, se sentó en la acera y sacudió sus zapatos.

¿Qué es esto?, pensó. No es nada. Yo no era esto antes de ser una vampira. ¿Qué es esto? Es imposible. No es una persona. Una persona no puede reducirse a polvo en unos segundos. ¿Qué es?

Se quitó los calcetines y también los sacudió.

Es magia, pensó. No es una historia sacada de uno de los libros de Tommy. No es algo con lo que pueda experimentarse en el cuarto de baño. No es natural yo no soy natural, sea lo que sea. Un vampiro es magia, no ciencia. Y si esto es lo que pasa cuando un vampiro mata, ¿cómo es que la policía está encontrando cuerpos? ¿Por qué hay un muerto en mi congelador?

Se puso los zapatos y los calcetines y siguió andando. Empezaba a clarear y apretó el paso, miró el reloj y echó a correr. Se había acostumbrado a mirar en el almanaque la hora a la que amanecía cada mañana para que la salida del sol no la pillara muy lejos de casa. Llevaba cinco años en la ciudad y conocía sus calles, pero si quería correr tendría que aprenderse también los callejones y las bocacalles. No podía permitir que nadie la viera moverse a aquella velocidad.

Mientras corría sonó una voz en su cabeza. Era su voz, pero no lo era. Era la voz que no ponía palabras a lo que le decían sus sentidos y que sin embargo ella

entendía. Era la voz que le decía que se escondiera de la luz, que se protegiera, que luchara o huyera. La voz del vampiro.

Matar es tu oficio, dijo la voz.

La parte humana de Jody se revolvió.

¡No! Yo no quería matarlo.

Que se joda. Así debe ser. Sus vidas son nuestras. Sienta bien, ¿eh?

Jody dejó de luchar. Sentaba bien, sí. Hizo a un lado su parte humana, dejó que el depredador se apoderara de ella y echó una carrera con el sol para salvar la vida.

Nick Cavuto rodeó la silueta de tiza como si se dispusiera a jugar al tejo con el cadáver.

—¿Sabes? —dijo mirando a Rivera, que intentaba alejar de la cinta policial a un periodista del Chronicle—, este tío me está cabreando.

Rivera se disculpó con el periodista y se reunió con Cavuto junto al cuerpo.

—Baja la voz, Nick —susurró.

—Este fiambre me está amargando la vida —respondió Cavuto—. Propongo que le peguemos un tiro y le quitemos la cartera. Un atraco y una simple herida de bala.

—No llevaba cartera —dijo Rivera.

—Pues eso: un atraco. Pérdida masiva de sangre por herida de bala y el cuello roto cuando se cayó al suelo.

El periodista se animó.

—Entonces ¿ha sido un robo?

Cavuto lo miró con fastidio y se llevó la mano a la 38.

—Rivera, ¿qué te parece un asesinato-suicidio? El chupatintas ese mató a este tío y luego se pegó un tiro. Caso cerrado. Ya podemos irnos a desayunar.

El periodista se apartó de la cinta.

Dos ayudantes del forense se acercaron llevando una camilla con una bolsa para cadáveres.

—¿Habéis acabado ya, chicos? —le preguntó uno a Cavuto.

—Sí —contestó—. Lleváoslo.

Los ayudantes extendieron la bolsa y metieron el cadáver dentro.

—Eh, inspector, ¿quiere embolsar este libro?

—¿Qué libro? —Rivera se volvió. Un ejemplar de En el camino de Kerouac en edición de bolsillo yacía sobre la silueta de tiza que había ocupado el cadáver. Rivera se puso unos guantes de algodón blancos y se sacó una bolsa de pruebas del bolsillo de la chaqueta—. Ahí lo tienes, Nick. El tío era aficionado a la lectura rápida. Se partió el cuello al llegar a un pasaje escabroso.

Jody miró el cielo cada vez más claro, se metió en un callejón y empezó a correr al trote. Estaba solamente a una manzana de casa, llegaría mucho antes de que amaneciera. Saltó por encima de un contenedor, solo porque sí, y pasó luego brincando entre un montón de cajas como un centrocampista entre defensas caídos. La sangre le había dado fuerzas, era ágil y rápida, su cuerpo se movía, saltaba y fintaba por sí solo, sin pensar: era movimiento puro y equilibrio perfecto.

Nunca había sido muy deportista: nunca la elegían para jugar a la pelota, sacaba un suficiente raspado en educación física y como animadora era nula. Le daba vergüenza bailar, solo se sabía un paso y tenía el sentido rítmico de un ario de pura cepa. Ahora, en cambio, disfrutaba moviéndose y se regodeaba en su fuerza, a pesar de que su instinto le pedía a gritos que se escondiera de la luz.

Oyó las voces de los policías antes de ver las luces rojas y azules de sus coches bailoteando en las paredes del fondo del callejón. El miedo le tensó los músculos y estuvo a punto de caerse en plena zancada.

Avanzó con cautela y vio los coches de policía y el furgón del forense aparcados delante del loft. Por la calle pululaban policías y periodistas. Miró su reloj y retrocedió por el callejón. Faltaban cinco minutos para el amanecer.

Buscó un sitio donde esconderse. Había un contenedor, un par de cubos de basura, tres grandes puertas de acero con cerraduras macizas y una ventana de sótano con rejas de hierro. Corrió a la ventana y probó con las rejas. Se movieron un poco. Miró la hora. Dos minutos. Apoyó los pies en la pared de ladrillo y tiró de las barras. Arrancó del cemento los pernos oxidados y los barrotes se movieron otro centímetro. Intentó mirar por la ventana, pero el cristal reforzado con acero era viejo y estaba cubierto de polvo. Tiró otra vez de los barrotes. Chirriaron y se soltaron. Soltó la reja y estaba retrocediendo para romper el cristal de una patada cuando oyó movimiento detrás de la ventana.

Dios mío, había alguien allí dentro.

Miró el contenedor. Estaba a veinte metros de distancia. Volvió a mirar el reloj. Si iba bien, el sol había salido. Estaba...

El cristal se rompió tras ella. Dos manos salieron por la ventana, la agarraron de los tobillos y la metieron en el sótano en el preciso instante en que se quedaba dormida.

—Estas tortugas están defectuosas —dijo Simón.

—No pasa nada, Simón —contestó Tommy.

Estaban en el mercado de pescado del barrio chino, donde Tommy intentaba comprarle dos grandes tortugas a un chino viejo con delantal y botas de goma.

—Tú no sabes de toltugas —insistió el viejo—. Son de plimela. Tú de toltugas no sabes una mielda.

Las tortugas estaban metidas en cajas naranjas para inmovilizarlas. El viejo las regaba con una manguera para mantenerlas húmedas.

—Y yo te digo que estas tortugas están defectuosas —insistió Simón—. Tienen los ojos vidriosos. Estas tortugas están drogadas.

Tommy dijo:

—No importa, Simón, de verdad.

Simón se volvió hacia él y murmuró:

—Con estos tíos hay que regatear. Si no, no te respetan.

—Mis toltugas no están ¿logadas—dijo el viejo—. Si las queléis, son cualenta pavos.

Simón se echó hacia atrás el Stetson negro y suspiró.

—Mira, pequeño saltamontes, en esta ciudad pueden meterte en la cárcel por vender tortugas drogadas.

—No están ¿logadas. Que te jodan, vaquelo. Cualenta pavos o lalgaos.

—Veinte.

—Tleinta.

—Veinticinco y las limpias tú.

—No —dijo Tommy—. Las quiero vivas.

Simón lo miró como si se hubiera tirado un pedo de neón.

—Estoy intentando negociar.

—Treinta —dijo el viejo—. Tal como están.

—Veintisiete —dijo Simón.

—Veintiocho o fuela de aquí —dijo el viejo.

Simón se volvió hacia Tommy.

—Págale.

Tommy sacó los billetes y se los dio al viejo, que los contó y se los guardó en el delantal de goma.

—Tu amigo el vaquelo no tiene ni idea de toltugas.

—Gracias —dijo Tommy. Simón y él cogieron las cajas de las tortugas y las metieron en la camioneta.

Al montarse en la cabina, Simón dijo:

—A esos cabroncetes hay que saber tratarlos. Desde que les freímos con la bomba atómica se han subido a la parra.

—Freímos a los japoneses, Simón, no a los chinos.

—Lo mismo da. Deberías haberle dicho que te las limpiara.

—No, quiero regalárselas a Jody vivas.

—Eres un donjuán, Flood. Hay muchos tíos que se conformarían con pagar un rescate de flores y bombones.

—¿Un rescate?

—Te ha secuestrado el sexo, ¿a que sí?

—No, solo quería hacerle un regalo. Por ser amable.

Simón suspiró y se frotó el puente de la nariz como si le doliera la cabeza.

—Hijo, tenemos que hablar.

Simón tenía una serie de ideas instintivas acerca de cómo había que tratar a las mujeres y se explayó sobre el tema mientras iban hacia el Soma. Mientras lo escuchaba, Tommy iba pensando: Si las de Cosmopolitan lo conocieran, lo elegirían Hombre Pesadilla para toda una década.

—Verás —le decía Simón—, cuando yo era pequeño, en Texas, solíamos atravesar los campos pegando patadas a las sandías maduras hasta que alguna se abría. Entonces nos comíamos el corazón y nos íbamos a por otra. Así es como hay que tratar a las mujeres, Flood.

—¿Como si dieras patadas a las sandías?

—Exacto. Fíjate por ejemplo en la cajera nueva. Ese te ha echado el ojo, chaval. Y tú piensas, tengo una tía en casa, así que no me hace falta. ¿No?

—Sí —contestó Tommy.

—Pues mal pensado. En casa tienes una a la que le compras regalos y le dices cosas bonitas, y andas de puntillas por la casa para no molestarla y te comportas en general como un esclavo sin sangre en las venas. Pero si te enrollas con la cajera nueva, le marcas un gol a tu parienta. Puedes hacer lo que quieras y cuando quieras, y si se cabrea y no se calma, puedes volverte con la cajera. Tu parienta tiene que esforzarse más. Es la competencia. La oferta y la demanda. Es el capitalismo del sexo, Dios bendiga América.

—Me he perdido. Creía que era como cultivar sandías.

—Es lo mismo. El caso es que estás enconado, Flood. Y uno no puede respetarse a sí mismo si está enconado. Ni divertirse. —Tomó la calle de Tommy y paró la camioneta junto a la acera—. Aquí pasa algo.

Había cuatro coches de policía aparcados en la calle, delante del loft, y un furgón acababa de arrancar.

—Espera aquí—le dijo Tommy. Salió de la camioneta y se acercó a los policías. Un hispano con traje y facciones angulosas le cortó el paso en mitad de la calle. La cartera de la placa le colgaba del cinturón, abierta. Llevaba en la mano una bolsa de plástico. Tommy vio dentro de ella un ejemplar manoseado de En el camino. Reconoció las manchas de café de la portada.

—Esta calle está cortada, caballero —dijo el policía—. Estamos investigando un crimen.

 —Pero yo vivo aquí al lado —dijo Tommy, señalando el loft.

—¿No me diga? —contestó el policía, levantando una ceja—. ¿De dónde viene?

—¿Qué cono pasa aquí, Pancho? —dijo Simón, apareciendo detrás de Tommy—. Llevo la furgoneta llena de tortugas moribundas. No tengo todo el puto día.

—¡Ay, Dios! —dijo Tommy, bajando la cabeza.

Un saludo a la Reina de los Condenados

Solo tardaron cinco minutos en convencer al policía de que Tommy había estado toda la noche trabajando y no había visto nada. Fue Simón quien habló, principalmente. A Tommy le había impresionado tanto ver su libro en manos del policía que no podía responder ni a las preguntas más sencillas. Pudo, sin embargo, convencerlo de que su estupor se debía al hecho de que hubieran encontrado un muerto delante de su casa. A veces no venía mal ceñirse a la imagen del que acababa de caerse de un camión de nabos procedente de Indiana.

Subieron las tortugas por la escalera y dejaron las cajas en el suelo de la cocina.

—¿Dónde está tu mujercita? —preguntó Simón, mirando el enorme congelador.

—Durmiendo, seguramente —contestó Tommy—. Coge una cerveza de la nevera. Voy a ver cómo está.

Tommy abrió la puerta del dormitorio, entró con sigilo y cerró. Pensó: Tengo que sacar a Simón de aquí. Querrá que Jody se levante y...

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