La sanguijuela de mi niña (18 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Rivera sonrió. Le gustaba que Cavuto intentara que todo sonase como un diálogo de una película de Bogart. El mayor orgullo del detective era una colección completa de primeras ediciones de las novelas de Dashiel Hammet firmadas por el autor.

—A mí que me den los tiempos en que la policía hacía su trabajo con una porra y una recortada —decía Cavuto—. Los ordenadores son para maricas.

Rivera volvió al informe.

—Parece que de todas formas a ese tipo le quedaba un mes de vida: «un tumor de diez centímetros en el hígado». Un cáncer del tamaño de un pomelo.

Cavuto se cambió el cigarro al otro lado de la boca.

—La vieja del hostal Van Ness también estaba con un pie en la tumba. Insuficiencia cardiaca congestiva. Estaba demasiado débil para un bypass. Tomaba píldoras de nitroglicerina como si fueran M&M's.

—El asesino eutanásico —dijo Rivera.

—Entonces ¿damos por sentado que es el mismo?

—Lo que tú digas, Nick.

—Dos asesinatos con el mismo modus operandi y sin móvil. Ni siquiera me gusta cómo suena. —Cavuto se frotó las sienes como si intentara sacarse la ansiedad por los lagrimales—. Tú estabas en San Junípero cuando los asesinatos del Merodeador Nocturno. No podíamos ni ir a mear sin tropezar con un periodista. Opino que deberíamos echar tierra sobre este asunto. En lo que respecta a la prensa, las víctimas fueron atracadas. No hay relación entre los casos.

Rivera asintió con la cabeza.

—Necesito un cigarro. Vamos a hablar con esos tipos a los que les dieron una paliza en una lavandería hace un par de semanas. Puede que haya alguna relación.

Cavuto se levantó de la silla y recogió su sombrero de la mesa.

—Al que votó porque se prohibiera fumar en el trabajo deberían pegarle un tiro.

—¿No apoyó esa ley el presidente?

—Razón de más. El muy marica.

Tumbado en la cama, Tommy miraba el techo intentando contener la respiración y sacar el pie derecho del revoltijo de las sábanas. Jody jugaba a las tres en raya con el dedo sobre el sudor de su pecho.

—Tú ya no sudas, ¿no? —preguntó él.

—Parece que no.

—Y ni siquiera te falta la respiración. ¿Estoy haciendo algo mal?

—No, ha sido genial. Solo me quedo sin aliento cuando... cuando...

—Cuando me muerdes.

—Sí.

—¿Te has...?

—Sí.

—¿Seguro?

—¿Y tú?

—No, he fingido. —Tommy sonrió.

—¿En serio? —Jody miró la mancha húmeda (en su costado, claro).

—¿Por qué crees que estoy tan agotado? No es nada fácil fingir una eyaculación.

—Pues yo me lo he creído.

—¿Ves?

Tommy estiró el brazo y desenredó la sábana de su pie; luego volvió a tumbarse y siguió mirando el techo. Jody empezó a retorcer los pelillos sudorosos de su pecho formando cuernos con ellos.

—Jody... —dijo él, indeciso.

—¿Mmm?

—Cuando me haga viejo... Si todavía estamos juntos, quiero decir...

Ella le tiró del pelo.

—¡Ay! Vale, todavía estaremos juntos. ¿Has oído hablar de la satiriasis?

—No.

—Pues le pasa a los hombres muy viejos. Van por ahí con una erección perpetua, persiguiendo a jovencitas y restregándose contra todo lo que se menea hasta que tienen que ponerles la camisa de fuerza.

—Vaya, qué enfermedad tan interesante.

—Sí, bueno, cuando sea viejo, si empiezo a mostrar los síntomas de la enfermedad...

—¿Sí?

—Deja que siga su curso, ¿vale?

—Me muero de ganas.

Rivera sostenía un vaso de plástico lleno de zumo de naranja ante la boca de LaOtis Small, que estaba hecho un amasijo de tubos y yeso. LaOtis bebió de la pajita y la apartó con la lengua. La escayola le iba desde las rodillas hasta la coronilla, con agujeros para la cara y los tubos de salida. Cavuto estaba junto a la cama, tomando notas.

—Entonces ¿estabas con tus amigos haciendo la colada cuando una pelirroja desarmada os atacó y os mandó a los tres al hospital? ¿No es eso?

—Era una ninja, tío. Lo sé. Veo el canal de kick-boxing de la tele por cable.

Cavuto mordía mi cigarrillo sin encender.

—Tu amigo James dice que medía un metro noventa y pesaba noventa kilos.

—Qué va, tío, medía un metro sesenta y cinco o sesenta y seis.

—Tu otro colega... —Cavuto comprobó el nombre en el cuaderno—... Kid Jay, dice que fue una banda de mexicanos.

—No, tío, ese sueña. Era una zorra ninja.

—¿Una mujer de un metro sesenta y cinco mandó a tres fortachones como vosotros al hospital?

—Sí. Nosotros íbamos a lo nuestro. Y entonces entró ella y nos pidió cambio. James le dijo que no, que tenía que poner la secadora, y ella fue y se lió a hostias con él. Era una ninja.

—Gracias, LaOtis, has sido de gran ayuda. —Cavuto lanzó una mirada a Rivera y salieron de la habitación.

En el pasillo, Rivera dijo:

—Así que buscamos a una banda de ninjas mexicanos pelirrojos.

Cavuto dijo:

—¿Crees que hay una pizca de verdad en lo que ha dicho?

—Estaban los tres inconscientes cuando los trajeron y está claro que no han intentado ponerse de acuerdo. Así que, si descartas todo lo que no encaja, te queda una mujer con el pelo rojo y largo.

—¿Crees que una mujer pudo hacerles eso y partirle el cuello a otras dos personas sin que se resistieran?

—Ni en sueños —contestó Rivera. Sonó su busca y miró el número—. Voy a llamar a comisaría.

Cavuto se paró.

—Ve tú, yo voy a volver a hablar con LaOtis. Nos vemos frente a la puerta de urgencias.

—Tómatelo con calma, Nick. Ese tío está escayolado de los pies a la cabeza.

Cavuto sonrió.

—Qué erótico, ¿no? —Dio media vuelta y volvió tranquilamente hacia la habitación de LaOtis Small.

Jody acompañó a Tommy hasta la calle Market, lo vio comerse una hamburguesa con patatas fritas y lo dejó en la parada del cuarenta y dos para que se fuera a trabajar. Matar el tiempo mientras Tommy trabajaba empezaba a volverse tedioso. Intentaba quedarse en el loft, ver programas de madrugada y películas antiguas en la televisión por cable, leer revistas y limpiar un poco, pero a eso de las dos de la mañana se apoderaba de ella la sensación de ser un gato enjaulado y salía a vagar por las calles.

A veces caminaba por Market entre la gente que vivía en la calle y las multitudes invitadas a convenciones, y otras tomaba un autobús hasta North Beach y paseaba por Broadway, viendo tambalearse a los marineros y los macarras, a los borrachos y los colgados, o a las putas y los chulos atareados con lo suyo. Era en esas calles atestadas de gente donde se sentía más sola. Una y otra vez se apoderaba de ella el deseo de volverse hacia alguien y señalarle una extraña filigrana de calor o el nimbo oscuro que veía alrededor de los enfermos, como una niña compartiendo con alguien

las nubes en forma de animales que cruzaban un cielo de verano. Pero nadie más veía lo que ella, nadie oía las proposiciones susurradas, las negativas airadas, o el susurro del dinero cambiando de manos en portales y callejones.

Otras veces atravesaba sigilosamente las calles más apartadas, escuchando la sinfonía de ruidos que nadie más oía, oliendo el espectro de olores para los que su vocabulario se había agotado hacía tiempo. Cada noche había más imágenes, olores y sonidos sin nombre, y eran tan repentinos y sutiles que al final dejó de intentar nombrarlos.

Pensaba: Así es ser un animal. Solo experiencia directa, instantánea y muda; memoria y reconocimiento, pero no palabras. Un poeta con mis sentidos podría pasarse la vida entera intentando describir cómo respira un edificio o cómo huele el cemento viejo. ¿Y para qué? ¿Para qué escribir una canción si nadie puede tocar las notas ni entender la letra? Estoy sola.

Cavuto cruzó las puertas de la sala de urgencias y se acercó a Rivera, que estaba de pie junto al Ford marrón, fumando un cigarrillo. —¿Qué querían? —preguntó.

—Tenemos otro. Con el cuello roto. Al sur de Market. Un hombre mayor.

—Joder —dijo Cavuto, abriendo de un tirón la puerta del coche—. ¿Y la sangre?

—Todavía no sabemos nada. Este está todavía caliente. —Rivera tiró la colilla al aparcamiento y montó en el coche—. ¿Le has sacado algo más a LaOtis?

—Nada importante. No estaban lavando la ropa, entraron buscando a la chica, pero sigue empeñado en esa historia de la ninja.

Rivera puso el coche en marcha y miró a Cavuto.

—¿No le habrás pegado?

Cavuto se sacó una pluma del bolsillo de la camisa y la levantó.

—Más poderosa que la espada.

Rivera se encogió al pensar en lo que Cavuto podía haberle hecho a LaOtis con la pluma.

—No le habrás dejado marcas, ¿verdad?

—A montones —sonrió Cavuto.

—Nick, no puedes hacer esa clase de...

—Relájate —lo interrumpió Cavuto—. Me he limitado a escribirle en la escayola: «Gracias por la información. Estoy seguro de que de esto saldrán unas cuantas detenciones». Luego he puesto mi firma y le he dicho que no lo tacharía hasta que me dijera la verdad.

—¿Y lo has tachado?

—No.

—Si sus amigos lo ven, lo matan.

—Que se joda —dijo Cavuto—. Pelirrojas ninja, y un cuerno.

Cuatro de la mañana. Jody veía cómo el neón de los anuncios de cerveza llenaba de colores chisporroteantes las aceras mojadas de rocío de la calle Polk. La calle estaba desierta, así que Jody jugaba con sus sentidos para entretenerse: cerraba los ojos y escuchaba el suave arañar de sus zapatillas retumbando en los edificios mientras andaba. Si se concentraba, podía caminar varias manzanas sin mirar, escuchando el chasquido de los semáforos al cambiar de color en las esquinas y sintiendo los sutiles cambios en las corrientes de aire en los cruces de calles. Cuando notaba que iba a chocar con algo, arrastraba los pies y el sonido formaba en su cabeza una imagen tosca de las paredes, los postes y los cables que la rodeaban. Si se quedaba parada en silencio, podía aguzar sus sentidos y dibujar de cabeza un mapa de toda la ciudad: los sonidos trazaban las líneas y los olores las coloreaban.

Estaba escuchando los barcos pesqueros anclados en el muelle a un kilómetro y medio de allí cuando oyó pasos y abrió los ojos. Una figura solitaria había doblado una esquina un par de manzanas delante de ella y caminaba con la cabeza gacha. Jody se metió en el portal de un restaurante ruso cerrado y observó al hombre. Emanaba tristeza en negras oleadas.

Se llamaba Philip. Sus amigos lo llamaban Philly. Tenía veintitrés años. Se había criado en Georgia y había huido a la ciudad a los dieciséis para no tener que fingir que era lo que no era. Había huido a la ciudad en busca del amor. Y después de los ligues de una noche con hombres mayores y ricos, después de los bares y las saunas, después de descubrir que no era un bicho raro, que había otros como él, después de que la confusión y la vergüenza se posaran como el polvo rojo de Georgia, lo había encontrado.

Había vivido con su novio en un estudio del distrito de Castro. Y en ese estudio, sentado al borde de una cama de hospital alquilada, había llenado una jeringa de morfina y se la había inyectado a su novio, y le había cogido de la mano mientras moría. Después recogió las cuñas, el soporte del suero y la máquina que usaba para extraer el fluido de los pulmones de su amante y lo tiró todo a la basura. El médico dijo que lo guardara: iba a necesitarlo.

Enterraron a su novio por la mañana y cogieron el paño bordado que cubría el ataúd, lo doblaron y se lo entregaron a Philly como la bandera a una viuda de guerra. Podía quedárselo una temporada, hasta que lo añadieran a la colcha de retales que estaban haciendo. Ahora lo llevaba en el bolsillo.

Se le había caído el pelo por la quimioterapia. Le dolían los pulmones y los pies; el sarcoma que salpicaba su cuerpo era peor en los pies y la cara. Le dolían las articulaciones y no lograba retener la comida, pero todavía podía caminar. Así que caminaba.

Caminaba calle Polk arriba, con la cabeza baja, a las cuatro de la mañana, porque podía. Todavía podía caminar.

Cuando llegó al portal del restaurante ruso, Jody apareció delante de él, y Philly se detuvo y la miró.

En alguna parte, muy al fondo, descubrió que aún le quedaba una sonrisa.

—¿Eres el Ángel de la Muerte? —preguntó.

—Sí —respondió ella.

—Me alegro de verte —dijo Philly.

Ella le tendió los brazos.

Polvo de ángel

La parte de atrás de la camioneta de Simón estaba llena de Animales que, empapados de cerveza, disfrutaban de la niebla mañanera mientras especulaban sobre el estado civil de la nueva cajera. Ella había sonreído a Tommy al llegar y un frenesí psicopático sexual se había apoderado de los Animales.

—Parecía que la iban remolcando dos submarinos por la tienda —dijo Simón.

—Vaya melones —dijo Troy Lee—. Unos señores melones.

Tommy dijo:

—¿Es que no veis en las mujeres nada más que tetas y culo, chicos?

—No —respondió Troy.

—No —añadió Simón.

—Eso lo dice porque tiene novia —explicó Lash.

—Sí —dijo Simón—. ¿Y cómo es que nunca te vemos con tu chica?

—¡Gaviota! —gritó Barry.

Simón levantó una escopeta de aire comprimido que tenía escondida debajo de una lona, en la trasera de la camioneta, apuntó a una gaviota que pasaba y disparó.

—¡Otra vez has fallado! —gritó Barry.

—No puedes matarlas a todas, Simón —dijo Tommy, con el estruendo del disparo todavía en los oídos—. ¿Por qué no tapas la camioneta por las noches?

Simón dijo:

—Porque uno no paga para que le pinten el coche a mano con veinte capas de pintura y luego lo tapa por las noches.

La escopeta desapareció bajo la lona y el gerente salió por la puerta delantera de la tienda.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? —Escudriñaba el aparcamiento frenéticamente, como si esperara ver a alguien con una escopeta.

—Un coche —dijo Simón.

El gerente buscó el coche culpable de aquel estruendo.

—Iban hacia el puerto —dijo Tommy.

—Pues avisadme si vuelven —dijo el gerente—. En esta ciudad hay una ordenanza sobre ruidos, ¿sabéis? —Se volvió para regresar a la tienda.

— ¡Eh, jefe! —gritó Simón—. La chica nueva, ¿cómo se llama?

—Mará —dijo el gerente—. Y dejadla en paz. Últimamente lo ha pasado muy mal.

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