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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (22 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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—Claro, cariño. No querrás descuidar tu carrera y tu familia.

Aquello era un golpe bajo asestado con el dedo meñique tieso y una cortesía cargada de malicia. Jody sintió que algo goteaba dentro de ella, como si unos comprimidos de cianuro cayeran en ácido. Su mala conciencia cayó por la trampilla del cadalso y tiró de ella con afán de romperle el cuello. Solo se arrepentía de las diez mil frases que había empezado con «quiero a mi madre, pero...». Lo haces para que la gen te no te considere inhumana y fría, pensó. Pero ahora ya es demasiado tarde.

—Puede que tengas razón, mamá —dijo—. Puede que, si hubiera ido a Stanford, comprendiera por qué no nací sabiendo cocinar, limpiar, criar hijos y llevar bien una carrera y una relación de pareja. Siempre me he preguntado si era falta de formación o defecto genético.

Mamá Stroud no se inmutó.

—No puedo hablar de la carga genética de tu padre, querida.

Tommy se alegraba de que mamá Stroud se hubiera olvidado de él, pero notaba cómo Jody iba entornando los ojos y cómo su expresión había pasado de la pena a la rabia. Quería acudir en su ayuda. Quería templar los ánimos. Quería esconderse en un rincón. Quería meterse en la conversación y patearle el culo. Puso a un lado de la balanza su buena educación y al otro a los iconoclastas, a los anarquistas, a los rebeldes que eran sus héroes. Podía comerse viva a aquella mujer. Era escritor y la palabra era su arma. Ella no tendría nada que hacer. La destruiría.

Y lo habría hecho. Estaba tomando aire, dispuesto a arremeter contra ella, cuando vio que un trozo de tela vaquera desaparecía lentamente bajo el futón: era la manga de su camisa mutilada. Contuvo el aliento y miró a Jody. Ella sonreía sin decir nada.

Mamá Stroud dijo:

—Tu padre fue a Stanford con una beca de atletismo, ¿sabes? Si no, no lo habrían aceptado.

—Seguro que tienes razón, mamá —respondió Jody. Sonreía educadamente, pero no escuchaba a su madre, sino el melódico rasgueo de las uñas de una tortuga sobre la moqueta. Se concentró en aquel sonido y oyó el lento y frío pálpito del corazón de Scott.

Mamá Stroud bebió un sorbito de descafeinado. Tommy esperó. Jody dijo:

—Entonces, ¿cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?

—Solo he venido a hacer unas compras. Estoy patrocinando una función benéfica para la Sinfónica de Monterey y quería comprarme un vestido nuevo. Podría haber encontrado alguno en Carmel, claro, pero todo el mundo lo habría visto ya. Eso es lo malo de vivir en un sitio pequeño.

Jody asintió con la cabeza como si lo entendiera. No tenía ya ningún vínculo con aquella mujer. Francés Evelyn Stroud era una desconocida, una desconocida que le resultaba antipática. Jody se sentía más unida a la tortuga de debajo del futón.

Debajo del futón, Scott vio un dibujo de escamas en los zapatos de mamá Stroud. Nunca había visto unos zapatos italianos de imitación de piel de cocodrilo, pero de escamas sabía un rato. Cuando vives apaciblemente enterrado en el fango de un estanque y ves escamas, significa que allí hay comida. Y tú muerdes.

Francés Stroud chilló y se levantó de un brinco, sacando el pie derecho del zapato al tiempo que caía sobre la mesa de mimbre. Jody la agarró por los hombros y la puso de pie. Francés la apartó de un empujón y retrocedió con los ojos fijos en la tortuga que salía de debajo del futón mascando alegremente su zapato.

—¿Qué es eso? ¿Qué es ese bicho? Se está comiendo mi zapato. ¡Paradlo! ¡Matadlo!

Tommy apartó el futón y se abalanzó sobre la tortuga. Consiguió agarrar el talón del zapato antes de que desapareciera por completo. Scott clavó las uñas en la moqueta y retrocedió. Tommy acabó con el talón en la mano.

—He cogido parte.

Jody se acercó a su madre.

—Tenía pensado llamar al exterminador, mamá. Si me hubieras avisado con más tiempo...

Mamá Stroud respiraba con hipidos de indignación.

—¿Cómo puedes vivir así?

Tommy le tendió el talón del zapato.

—No lo quiero. Llámeme a un taxi.

Tommy se quedó parado un momento, sopesó la ocasión, luego la dejó pasar y se acercó al teléfono.

—No puedes irte sin zapatos, mamá. Voy a traerte unos para que te los pongas. —Jody entró en el dormitorio y volvió con su par de zapatillas más astrosas—. Toma, mamá, así podrás volver al hotel.

Temiendo sentarse en cualquier parte, Mamá Stroud se apoyó contra la puerta y se puso las zapatillas. Jody se las ató y metió lo que quedaba del zapato en el bolso de su madre.

—Ya está. —Retrocedió—. Bueno, ¿y qué vas a hacer en navidades?

Mamá Stroud, que no le quitaba ojo a Scott, se limitó a sacudir la cabeza de un lado a otro. La tortuga se había atascado entre las patas de la mesa baja e iba arrastrándola por el loft.

Un taxi paró fuera y tocó el claxon. Mamá Stroud apartó la mirada de la tortuga y la fijó en su hija.

—En Navidades estaré en Europa. Tengo que irme ya. —Abrió la puerta y la cruzó marcha atrás.

—Adiós, mamá —dijo Jody.

—Encantado de conocerla, señora Stroud —gritó Tommy.

Cuando el taxi se alejó, Tommy se volvió hacia Jody y dijo:

—Bueno, ha ido bastante bien, ¿no crees? Me parece que le gusto.

Jody estaba apoyada contra la puerta, mirando el suelo. Levantó los ojos y empezó a reírse en silencio. Un momento después estaba doblada, partiéndose de risa.

—¿Qué pasa?—preguntó Tommy.

Jody lo miró. Las lágrimas le corrían por la cara.

—¿Sabes?, creo que estoy lista para conocer a tus padres.

—No sé. A lo mejor se llevan un disgusto cuando sepan que no eres metodista.

El retorno del desayuno

Despatarrado al final del muelle del club de yates Saint Francis, el Emperador miraba pasar las nubes sobre la bahía. Holgazán y Lazarus dormitaban a su lado, patas arriba. Podrían haber estado los tres crucificados, si no fuera porque los perros sonreían.

—Soldados —dijo el Emperador—, me parece que esa canción de Otis Redding que habla de sentarse en el muelle de la bahía tiene su punto de razón. Después de una larga noche cazando vampiros, esta es una forma sumamente agradable de pasar el día. Holgazán, creo que debo felicitarte. Cuando nos trajiste aquí, pensé que era una pérdida de tiempo.

Holgazán no respondió. Estaba soñando con un parque lleno de grandes árboles y carteros del tamaño de un tentempié. Le temblaban las piernas y dejaba escapar un bufido soñoliento cada vez que aplastaba entre los dientes una de sus minúsculas cabecitas. En sueños, los carteros sabían a pollo.

El Emperador dijo:

—Pero por agradable que sea, tengo mala conciencia. Dos meses buscando a ese demonio y no hemos adelantado nada. Y sin embargo aquí estamos, tumbados, disfrutando del día. Veo las caras de las víctimas en esas nubes.

Lazarus se dio la vuelta y le lamió la mano.

—Tienes razón, Lazarus, si no dormimos no estaremos preparados para la batalla. Puede que Holgazán haya hecho mejor de lo que pensábamos trayéndonos aquí.

Cerró los ojos y se dejó adormecer por el sonido de las olas lamiendo los muelles.

Anclado a cien metros de allí había un yate de treinta metros de eslora con bandera holandesa. Bajo cubierta, en una cámara de acero hermética, dormía el vampiro.

Tommy llevaba una hora dormido cuando los golpes en la puerta de abajo lo despertaron. En la oscuridad de la habitación le dio un codazo a Jody, pero ella estaba inconsciente. Miró su reloj: eran las siete y media de la mañana.

Los golpes hacían temblar el loft. Tommy salió de la cama y se acercó a la puerta dando trompicones en ropa interior. La luz de la mañana que entraba a raudales por las ventanas lo cegó un momento y al pasar por la cocina se dio un golpe en la espinilla con la esquina del congelador.

—¡Ya voy! —gritó. Parecía que estaban golpeando la puerta con un martillo.

Bajó las escaleras a la pata coja, sujetándose la espinilla con una mano, y abrió la puerta el ancho de una rendija. Simón se asomó a la abertura. Tommy vio que llevaba en la mano un martillo de bola y que se disponía a dar otro golpe.

—Compañero —dijo Simón—, tenemos que hablar.

—Estoy durmiendo, Sime. Y Jody también.

—Pues ya estás de pie. Despierta a tu mujercita. Necesitamos desayunar.

Tommy abrió la puerta un poco más y vio a Drew detrás de Simón, con una sonrisa bobalicona y emporrada.

—¡Líder temerario!

Todos los Animales estaban allí. Llevaban bolsas de la compra y esperaban.

Tommy pensó: Así se sintió Anna Frank cuando la Gestapo llamó a su puerta.

Simón entró empujando y Tommy tuvo que dar un salto hacia atrás para que no le tronchara los dedos de los pies.

—¡Eh!

Simón miró los calzoncillos de Tommy, estirados por una erección.

—¿Te acabas de despertar o estabas en plena faena?

—Ya te lo he dicho, estaba durmiendo.

—Eres joven, todavía podría crecerte un poco. No te acomplejes.

Ofendido, Tommy se miró el miembro mientras Simón subía las escaleras como una exhalación, seguido por los demás Animales. Clint y Lash se pararon y lo ayudaron a levantarse.

—Estaba durmiendo —dijo Tommy patéticamente—. Es mi día libre.

Lash le dio unas palmaditas en el hombro.

—Yo hoy me he saltado las clases. Hemos pensado que necesitabas apoyo moral.

—¿Por qué? Estoy bien.

—Anoche vino la policía a buscarte a la tienda. No les dimos tu dirección ni nada.

—¿La policía? —Tommy ya se había espabilado. Oyó que en el loft empezaban a abrirse cervezas—. ¿Para qué me buscaban?

—Pidieron ver tu ficha de entrada y salida. Querían ver si habías estado trabajando unas cuantas noches. No dijeron por qué. Simón intentó despistarlos acusándome de ser el jefe de un grupo terrorista negro.

—Qué amable por su parte.

—Sí, es un encanto. Le ha dicho a Mará, la cajera nueva, que estás enamorado de ella, pero que no te atreves a decírselo.

—Perdónalo —dijo Clint piadosamente—. No sabe lo que hace.

Simón apareció en el descansillo.

—Flood, ¿has drogado a esa zorra? No se despierta.

—¡Salid de la habitación! —Tommy se zafó de Clint y Lash y subió corriendo las escaleras.

Cavuto mordisqueaba un cigarrillo sin encender.

—Opino que deberíamos ir a casa del chico y apretarle las tuercas.

Rivera levantó la vista de un montón de hojas impresas con rayas verdes.

—¿Por qué? Estaba trabajando cuando se cometieron los asesinatos.

—Porque es lo único que tenemos. ¿Qué hay de las huellas del libro? ¿Nada?

—En la tapa había media docena de huellas en buen estado. Pero el ordenador no ha encontrado ninguna coincidencia. Lo interesante es que ninguna de las huellas era de la víctima. No tocó el libro.

—¿Y el chico? ¿Coinciden con las suyas?

—No lo sabemos, nunca le han fichado. Déjalo, Nick. Ese chico no ha matado a nadie.

Cavuto se pasó la mano por la calva como si buscara un chichón que tuviera la solución al enigma.

—Vamos a detenerlo y a tomarle las huellas.

—¿Con qué cargos?

—Se lo preguntaremos a él. Ya sabes lo que dicen los chinos: «Pega a un crío todos los días; si no sabes por qué, él sí lo sabrá».

—¿Nunca has pensado en adoptar, Nick? —Rivera pasó la última hoja y tiró el montón a la papelera que había junto a su mesa—. En los archivos no hay una mierda. Todos los asesinatos sin resolver con pérdida masiva de sangre incluyen mutilaciones. Aquí no hay vampiros.

Durante dos meses habían evitado usar aquella palabra. Allí estaba ahora. Cavuto sacó una cerilla de madera, se la pasó por la suela del zapato y la movió alrededor de la punta del cigarrillo.

—Rivera, no vamos a referirnos a ese tío con esa palabra que empieza por uve. Tú no te acuerdas del Merodeador Nocturno. Bastante tenemos ya con ese rollo del Asesino del látigo que se ha inventado la prensa.

—No deberías fumar aquí dentro —dijo Rivera—. Los comebrotes presentarán una queja.

—Que les den por culo a los comebrotes. No puedo pensar si no fumo. Vamos a echar un vistazo a los violadores. A buscar antecedentes de violación y abuso sexual con extracción de sangre. Puede que ese tipo acabe de licenciarse en asesinato. Luego lo compararemos con las fichas de travestís.

—¿De travestís?

—Sí, quiero descartar ese asunto de la pelirroja. Lo de tener una pista está arruinando nuestro historial impecable.

Cuando se despertó, un olor repugnante le dio en la cara como un calcetín lleno de arena: olía a huevos quemados, a grasa de tocino, a cerveza, a sirope de arce, a humo de marihuana rancio, a güisqui, a vómito y a sudor de hombre. Aquellos olores le trajeron recuerdos de antes del cambio: recuerdos de fiestas de instituto y surfistas borrachos tendidos de bruces en charcos de vómito. Recuerdos de resaca. Así llegados, justo después de una visita de su madre, le dieron vergüenza y asco, y tuvo ganas de dejarse caer en la cama y esconderse bajo las mantas.

Pensó: Creo que hay un par de cosas del hecho de ser humano que no echo de menos.

Se puso unos pantalones de chándal y una camiseta de Tommy y abrió la puerta del dormitorio. En la cocina parecía haber encallado el trasatlántico Gran Tortita. Todas las superficies horizontales estaban cubiertas de pecios de desayuno. Jody pasó entre los desperdicios con cuidado de no dar una patada a ningún plato, sartén, taza o bote de cerveza de los muchos que cubrían el suelo de la cocina. Más allá del congelador y la encimera divisó al único superviviente del naufragio.

Tommy yacía despatarrado sobre el futón, con una botella de güisqui vacía junto a la cabeza. Estaba roncando.

Jody se quedó allí un momento, repasando sus opciones. Por un lado, quería montar en cólera; despertar a Tommy y gritarle por violar la santidad de su hogar. Un ataque de ira justificado resultaba muy tentador. Por otro lado, Tommy siempre había sido considerado. Y además lo limpiaría todo. Y a ella no se le ocurriría mejor castigo que la resaca que iba a tener ni aunque estuviera una semana pensándolo. Además, no estaba tan enfadada. No parecía importarle. Era solo un poco de desorden. Una decisión difícil.

Pensó: ¡Qué caramba!, si no hay ofensa, no hay castigo. Le haré café y lo miraré como diciendo «estoy muy decepcionada contigo».

—Tommy —dijo. Se sentó al borde del futón y lo zarandeó suavemente—. Cariño, despierta. Has destrozado la casa y necesito que sufras por ello.

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