—Sí, por eso tenemos un muerto en el congelador. No, no lo intuyo.
Tommy levantó el libro.
—Aquí dentro está la historia completa de la raza de los vampiros. Creo que la tal Anne Rice conoce a un vampiro de verdad o algo así.
—Lo mismo pensaste de Bram Stoker. Y me pasé una hora de pie encima de una silla intentando convertirme en murciélago.
—No, esto es distinto. Lestat no es malo. Le gustan los humanos. Solo mata a asesinos sin remordimientos. Nota cuando hay otros vampiros cerca. Y sabe volar.
Jody se levantó de un salto y le arrancó el libro de la mano.
—Y Anne Rice sabe escribir, Tommy, y yo no te lo echo en cara.
—No hay por qué ofender.
—Mira, Tommy, puede que haya algo de verdad en esos libros que estás leyendo, pero ¿cómo sabremos en cuál de ellos? ¿Eh? A mí nadie me dio un puto manual de instrucciones cuando me salieron los colmillos. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo.
Tommy apartó los ojos y se puso a mirarse los zapatos.
—Tienes razón, perdona. Estoy confuso y un poco asustado. Y tampoco sé qué estoy haciendo. Dios mío, Jody, puede que ahora tengas sida. No lo sabemos.
—No tengo sida. Lo sé.
—¿Cómo lo sabes? No podemos mandarte a una clínica a que te hagan análisis.
—Lo sé, Tommy. Lo sentiría, si lo tuviera. Excepto a la luz del sol y a la comida, ya no soy alérgica a nada. Las cremas de manos y los jabones a los que antes no podía acercarme sin que me saliera un sarpullido ahora no me afectan. Yo también he hecho un par de experimentos. Mi cuerpo no deja que nada me haga daño. Estoy a salvo. Y además... —Hizo una pausa y sonrió, esperando a que él preguntara.
—¿Y además qué?
—El llevaba condón.
Tommy volvió a mirarse los zapatos, no dijo nada, luego volvió a levantar la vista y se rió.
—Eso es de pésimo gusto, Jody.
Ella asintió con la cabeza y se echó a reír.
—Te quiero—dijo él, y la tomó entre sus brazos.
—Yo también a ti —contestó ella, devolviéndole el abrazo.
—Estás loca, ¿lo sabías?
—Sí—dijo ella—. Tommy, no quiero romper este bello momento, pero tengo que ducharme. —Le dio un beso, lo apartó suavemente y se fue al cuarto de baño.
—Eh, Jody —dijo Tommy tras ella levantando la voz—. Hoy te he comprado un regalito en el barrio chino.
Esto tiene una explicación, se dijo Jody en el cuarto de baño, mirando a las tortugas. Tiene que haber una razón perfectamente lógica para que haya dos enormes tortugas vivas en mi bañera.
—¿Te gustan? —Tommy estaba en la puerta, a su espalda.
—Entonces ¿son para mí? —Intentó sonreír. De veras que lo intentó.
—Sí, Simón me ayudó a traerlas. Me pareció que no podría traerlas en el autobús. ¿A que son fantásticas?
Jody volvió a mirar la bañera. Las tortugas intentaban subirse la una encima de la otra. Al moverse arañaban la porcelana con las garras.
—No sé qué decir —dijo Jody.
—He pensado que podíamos darles de comer pescado y cosas así, y que así tendrías reservas de sangre en casa. Además de la mía, quiero decir.
Ella se volvió y lo miró. Sí, hablaba en serio. Hablaba muy en serio.
—¿No habrás...?
—Se llaman Scotty Zelda. A Zelda le falta un dedo de la pata trasera. Por eso se las distingue. ¿Te gustan? Pareces un poco reticente.
Un poco, pensó ella. ¿No podías haberme traído flores o joyas, como la mayoría de los chicos? Tenías que decírmelo con reptiles.
—Supongo que no habrás guardado el recibo, por casualidad.
Tommy puso cara de desilusión.
—No te gustan.
—No, están bien. Pero me apetecía darme una ducha. Y no sé si quiero desnudarme delante de ellas.
—Ah —dijo Tommy, animándose—. Entonces me las llevo al cuarto de estar.
Sacó una toalla y empezó a maniobrar en la bañera, intentando coger a Zelda.
—Hay que tener cuidado. Te pueden arrancar un dedo con las garras.
—Ya veo —dijo Jody. Pero no veía nada. La idea de morder a uno de aquellos bichos escamosos le daba muchísimo asco.
Tommy se lanzó hacia delante y levantó a Zelda que, envuelta en la toalla, le lanzaba mordiscos.
—Odia que la cojan.
Zelda rasgó la toalla y la camisa de Tommy al intentar nadar en el aire. El la dejó en el suelo y preparó la toalla para abalanzarse sobre Scott.
—Lestat puede atraer a los animales cuando tiene hambre. A lo mejor puedes adiestrarlas.
—Deja ya a Lestat, Tommy. No pienso chupar tortugas.
Tommy se volvió hacia ella, resbaló y se cayó en la bañera. Scott le tiró un bocado y estuvo a punto de darle en el brazo, pero solo agarró la manga de su camisa vaquera.
—Estoy bien. Estoy bien. No me ha dado.
Jody lo sacó de la bañera. Scott seguía prendido a su manga y no parecía tener ganas de soltarla.
Las tortugas odian las alturas. Ni siquiera les gusta estar a medio metro del suelo. Esa es la razón principal por la que se han resistido tanto tiempo a la evolución: el miedo a las alturas. Las tortugas se dicen: Sí, ya, primero las escamas se te vuelven plumas y en cuanto te descuidas estás volando y piando y posándote en los árboles. Ya lo hemos visto. Gracias, pero nos quedamos aquí, en el fango, en nuestro sitio. A nosotras no nos veréis estrellarnos de cabeza contra una puerta de cristal.
Scott no soltaría la manga mientras Tommy siguiera de pie.
—Ayúdame —dijo Tommy—. Quítamelo.
Jody buscó un sitio por donde agarrar la tortuga. Alargó el brazo y lo apartó varias veces.
—No quiero tocarla.
Sonó el teléfono.
—Yo lo cojo —dijo, y salió corriendo del cuarto de baño.
Tommy arrastró a Scott hasta la puerta sin acercar los pies a las fauces de Zelda.
—Se me ha olvidado decirte que...
—¿Diga? —dijo Jody al teléfono—. ¡Ah! Hola, mamá.
—Está en San Francisco —dijo Jody—. Vendrá dentro de unos minutos. —Colgó el teléfono.
Tommy apareció en la puerta del cuarto de baño con Scott todavía colgado de la manga.
—¿Es broma?
—Has perdido un gemelo —dijo Jody.
—Creo que no va a soltarme. ¿Tienes unas tijeras?
Jody cogió la manga de su camisa unos centímetros por encima de la boca de Scott.
—¿Preparado?
Tommy asintió y ella le arrancó la manga. Scott se escondió en el dormitorio con la manga todavía entre las mandíbulas.
—Esa era mi mejor camisa —dijo Tommy mirándose el brazo desnudo.
—Lo siento, pero tenemos que limpiar esto e inventarnos algo.
—¿Para qué ha llamado?
—Estaba en el hotel Fairmont. Tenemos unos diez minutos.
—Así que no va a quedarse con nosotros.
—¿Bromeas? ¿Mi madre viviendo bajo el mismo techo que dos personas que viven en pecado? Ni loca, tortuguero mío.
Tommy pasó por alto lo de «tortuguero». Aquello era una emergencia y no había tiempo para ofenderse.
—¿Tu madre utiliza expresiones como «vivir en pecado»?
—Creo que la tiene bordada en un paño encima del teléfono para que no se le olvide decírmela todos los meses cuando la llamo.
Tommy meneó la cabeza.
—Estamos perdidos. ¿Por qué no la has llamado este mes? Me ha dicho que siempre la llamas.
Jody se paseaba de un lado a otro, intentando pensar.
—Porque no he tenido mi recordatorio.
—¿Qué recordatorio?
—El periodo. Siempre la llamo cuando me viene la regla. Para quitarme de encima las cosas desagradables de una sola vez.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste la regla?
Jody se quedó pensando un momento. Fue antes de convertirse.
—No sé, hace ocho o nueve semanas. Lo siento, no puedo creer que se me haya olvidado.
Tommy se acercó al futón, se sentó y apoyó la cabeza en las manos.
—¿Qué hacemos ahora?
Jody se sentó a su lado.
—Supongo que no tenemos tiempo para cambiar la decoración.
Durante los diez minutos siguientes, mientras limpiaban el loft, Jody intentó preparar a Tommy para lo que se le venía encima.
—No le gustan los hombres. Mi padre la dejó por una mujer más joven cuando yo tenía doce años y desde entonces opina que todos los hombres son alimañas. Tampoco le gustan mucho las mujeres, porque una la traicionó. Fue una de las primeras mujeres en graduarse en Stanford, así que es un poco esnob. Dice que le rompí el corazón porque no fui a Stanford. Desde entonces la cosa va de mal en peor. No le gusta que viva en la ciudad y siempre le parecen mal mis trabajos, mis novios y mi forma de vestir.
Tommy dejó de restregar un momento el fregadero de la cocina.
—¿Y de qué hablo con ella?
—Seguramente lo mejor será que te quedes sentado y calladito, y pongas cara de arrepentido.
—Esa es la cara que tengo siempre.
Jody oyó abrirse el portal.
—Ya está aquí. Ve a cambiarte de camisa.
Tommy corrió al dormitorio mientras se quitaba la camisa con una sola manga. No estoy preparado para esto, se dijo. Tendría que arreglarme un poco más antes de que me la presentara.
Jody abrió la puerta y su madre, que estaba a punto de llamar, se quedó con el puño en alto.
—¡Mamá! —exclamó Jody con todo el entusiasmo que pudo—. Estás fantástica.
Francés Evelyn Stroud se quedó en el descansillo mirando a su hija con reproche contenido. Era una mujer baja y recia, cubierta de capas y capas de lana y seda bajo un abrigo de cachemira color marfil. Tenía el pelo de color rubio entretejido de gris, ahuecado y lacado de tal modo que quedaran a la vista dos pendientes de perlas del tamaño aproximado de pelotas de ping-pong. Llevaba las cejas depiladas y pintadas, tenía los pómulos altos y maquillados y los labios perfilados, pintados y apretados. Sus ojos eran del mismo color verde que los de su hija y brillaban llenos de desaprobación. Había sido guapa, pero hacía ya tiempo que había pasado al limbo de las mujeres menopáusicas consideradas «elegantes».
—¿Puedo pasar? —dijo.
Jody, sorprendida cuando se disponía a darle un abrazo, bajó los brazos.
—Claro —contestó, apartándose—. Me alegro de verte —dijo, y cerró la puerta detrás de su madre.
Tommy salió de un salto del dormitorio, entró en la cocina y se quedó parado, en calcetines.
—Hola —dijo.
Jody puso la mano sobre la espalda de su madre. Francés dio un ligero respingo.
—Mamá, este es Thomas Flood. Es escritor. Tommy, esta es mi madre, Francés Stroud.
Tommy se acercó a Francés y le tendió la mano.
—Encantado de conocerte...
Ella agarró con fuerza su bolso Gucci y se obligó a darle la mano.
—Señora Stroud —dijo, intentando evitar la desagradable experiencia de oír su nombre de pila en la boca de Tommy.
Jody interrumpió aquel momento de incomodidad para que pudieran pasar al siguiente.
—Bueno, mamá, ¿me das tu abrigo? ¿Quieres sentarte?
Francés Stroud le entregó su abrigo como si le estuviera entregando sus tarjetas de crédito a un ladrón, como si no quisiera saber dónde iba a ir a parar porque no volvería a verlo.
—¿Ese es tu sillón? —preguntó, señalando el futón con la cabeza.
—Siéntate, mamá. Vamos a traerte algo de beber. Tenemos... —Jody se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué tenían—. ¿Qué tenemos, Tommy?
Tommy no se esperaba que las preguntas empezaran tan pronto.
—Voy a ver —dijo, y corrió a la cocina y abrió un armario—. Tenemos café, normal y descafeinado. —Hurgó detrás del café, el azúcar, la leche en polvo—. Tenemos cacao y... —Abrió el frigorífico—. Cerveza, leche, zumo de arándanos y cerveza, montones de cerveza... Bueno, no tanta, pero sí bastante, y... —Abrió el congelador. Peary lo miró por un hueco entre dos platos precocinados. Tommy cerró la tapa de golpe—. Nada más. Aquí no hay nada.
—Un descafeinado, por favor —dijo Mamá Stroud. Se volvió hacia Jody, que volvía de hacer una bola con el abrigo de cachemira de su madre y arrojarlo a un rincón del armario—. Entonces, has dejado tu trabajo en Transamérica. ¿Estás trabajando, querida?
Jody se sentó en una silla de mimbre al otro lado de la mesa baja de mimbre, frente a su madre. (Tommy había decidido decorar el loft estilo tienda de cachivaches de importación. Como resultado de ello, solo faltaban un ventilador de techo y una cacatúa para que la casa pareciera un burdel tailandés.)
—Ahora trabajo en marketing —contestó Jody. Sonaba respetable. Sonaba profesional. Sonaba a mentira.
—Podrías habérmelo dicho y así me habría ahorrado la vergüenza de llamar a Transamérica para enterarme de que te habían despedido.
—Lo dejé yo, mamá. No me despidieron.
Tommy, que intentaba volverse invisible, se introdujo entre ellas para servir el descafeinado, que había puesto en una bandeja de mimbre junto con la leche y el azúcar.
—¿Y usted, señor Flood? ¿Es escritor? ¿Qué escribe?
Tommy se animó.
—Estoy trabajando en un relato sobre una niña pequeña que crece en el sur. Su padre está preso, haciendo trabajos forzados.
—¿Es usted del sur, entonces?
—No, de Indiana.
—¡Ah! —dijo ella, como si Tommy acabara de confesarle que lo habían criado unas ratas—. ¿Y dónde fue a la universidad?
—Eh, soy más bien autodidacta. Creo que la experiencia es la mejor maestra. —Tommy se dio cuenta de que estaba sudando.
—Entiendo —contestó ella—. ¿Y dónde puedo leer su obra?
—Todavía no he publicado nada. —Hizo una mueca—. Pero estoy en ello —añadió rápidamente.
—Entonces tendrá otro empleo. ¿También se dedica al marketing?
Jody intervino. Veía echar humo a Tommy.
—Es el gerente del Safeway de Marina, mamá. —Era una mentirijilla, pero de poca importancia dentro del tapiz de mentiras que había ido tejiendo para su madre a lo largo de los años.
Mamá Stroud fijó en su hija una mirada de escalpelo.
—¿Sabes, Jody?, todavía no es demasiado tarde para solicitar el ingreso en Stanford. Serías un poco más mayor que los demás alumnos de primer año, pero yo podría mover unos cuantos hilos.
¿Cómo lo hace?, se preguntó Jody. ¿Cómo es posible que entre en mi casa y en unos minutos me haga sentirme como una mierda pinchada en un palo? ¿Por qué lo hace?
—Mamá, creo que no voy a volver a estudiar.
Mamá Stroud cogió su taza como si fuera a beber y luego se detuvo.