Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Algo así. Creo que me dejo entender, y que en todo caso no se me acuse de andar deseando cojudeces. Quién no desea, al cabo de tres copas, que su hijo nazca en cuna de oro. Todos deseamos lo mismo, hasta el célebre matón Rakovich deseaba lo mismo. Rakovich era lo más malo que había al norte de Lima, allá por Chancay, Huacho y Huaral. Quemaba billetes gordos en los burdeles y todo eso, pero yo una noche me lo crucé en plena carretera, en pleno desierto. Un carro se me venía encima haciéndome todo tipo de señales con los faros, parecía una emergencia y tuve que detenerme. Fue inmenso mi terror en ese descampado al ver que Rakovich bajaba de su auto y se me acercaba con los brazos abiertos entre la neblina, qué quería, qué le pasaba, iba a matarme o qué. No, nada de eso. Resultó que al pobre lo había agarrado el amor paterno en pleno desierto y a gritos andaba necesitando comunicarlo. Lo tuve abrazado horas y horas contándome su problema. Iba a tener un hijo y le era absolutamente imprescindible que naciera en cuna de oro. Jamás volvería a quemar un billete en un burdel, en ninguna parte. Siempre pensaba en Rakovich al comprobar que en mi departamento de recién casado no había sitio ni para la cuna de la muñeca del bebe nacido en cuna de oro. Y pensaba también en el odio tan enorme que Inés sentía por los perros, odiaba hasta a los perros chinos sin posibilidad alguna de trampolín.
El poder delicioso y acaparador de nuestra hondonada realmente hizo durar nuestro matrimonio. Debimos quedarnos metidos ahí para siempre. Ahí conocí a Inés, a la verdadera Inés, a la que yo había intuido una lejana noche limeña en una feria de automóviles. No bien caía en la hondonada, cambiaba por completo, volvía a ser la misma, me amaba, me amaba, me amaba tras haberme perdonado todo lo del día, claro, pero me amaba olvidándose de que me había perdonado. Era el verdadero encuentro, el deseado, yo realmente fui un cojudo de no ser más loco y llevar conmigo esa cama hasta las reuniones del Grupo. Yo que decido tantas veces volverme loco, debí decidirlo en aquellas oportunidades y no lo hice, una falla, fue culpa mía, qué me costaba llevar enamoradísimo mi colchón y mi somier por todas partes, creo que para ello habría podido contar incluso con el precario sentido del humor de Inés. Debí captarlo desde la primera noche, desde que ella me mandó donde la vieja, que me mandó a la mierda por venir a molestarla de noche, rebotando yo donde Inés, que me mandó también a la mierda por no tener pantalones. Lo recuerdo clarito: estábamos cansados del viaje pero se notaba que, en medio del pleito y de todo, nos estábamos deseando. Con un poco de suerte lograríamos intimar aquella noche en ese somier de miércoles. Tomé la iniciativa, y procedí a quitarme los pantalones que tanta falta me estaban haciendo. Inés, que casi siempre usaba pantalones y que era quien los llevaba en la familia, a decir del Grupo y de mí mismo, cosa que era comodísima y bella además, porque los lucía muchísimo mejor que yo, siguió mi ejemplo, y terminó calatita en menos de lo que cantaba un gallo. Se echó como se echaba, lo cual quiere decir que se echaba siempre más rico que la vez anterior, más la ayuda de la lenta hundida, aquella noche, que la hizo quedar mejor que todas las veces anteriores juntas, obligándome a la alegría, a la felicidad, y a dar de brincos en torno a la cama, anunciándole que no tardaba en llegar del tamaño que ella quisiera, que tan sólo me concediera un instante para volverme a poner los pantalones que no llevaba puestos, deseo estar a la altura, Inés.
—Ya, Martín, ven y no hagas tanta locura. Esa vieja de mierda no te ha quitado ningún pantalón. Aquí la única que te puede quitar los pantalones soy yo, y con todo respeto.
Terminado tan lindo discurso, soltó un diminutivísimo increíble, uno jamás oído de sus labios, haciéndome comprender que había descubierto algún secreto en aquel colchón, algo que abría maravillosas posibilidades de encuentros dormidos y despiertos. Me hundí lo más pronto que pude, muerto de amor, que es como siempre empiezo a revivir. Y así empezó la búsqueda colmada de hallazgos de las mil y una posibilidades de nuestra hondonada. Fue como vivir, trabajar y luchar en París cada día, y luego, al llegar la noche, como irse a descansar, a amarse y a dormir en Perugia, aunque a estas alturas creo que ya es tiempo de decir que, si tipos como Hemingway me inventaron París, yo le debo estar inventando Perugia a algún otro pobre pelotudo. En fin, que cada uno escoja su feria. O que se la invente, según como le vaya en ella.
Fue macanudo lograr por fin, gracias a Perugia, ser pobres y felices en París. Resulta un poquito absurdo el asunto, pero de ninguna manera se podía dejar pasar una oportunidad de ese tamaño. Estaba consciente, muy consciente de ello, consciente también de todo el partido que se le podía sacar a ese somier que tanto nos unía por las noches, dejándonos listos para mañanas, para tardes y días enteros que podrían marchar bien si continuábamos conservando durante ellos lo obtenido a lo largo de cada noche. Nuestro ritmo se había convertido en una delicia, en una calurosa maravilla que empezaba cuando empezábamos a resbalar en la hondonada, único lugar en el mundo en el que nuestro matrimonio era entre Inés y yo. Se inquietaba uno de noche con el deseo de darse media vuelta y el otro cuerpo sentía el anuncio de cambios en el sueño, buscaba las diferencias, las hallaba, e imitando al otro cuerpo encontraba una nueva postura que reordenaba la noche en la hondonada. Un cuerpo seguía al otro, lo perseguía, casi, y lo encontraba siempre, cayendo ambos cuerpos en una nueva posibilidad de caricias y de ternura. Y aun eso mejoró con el tiempo, pues dormidos Inés y yo fuimos tomando conciencia de las posibilidades de diálogo en el sueño, y a menudo acompañábamos nuestras vueltas en la hondonada de palabras sin sentido con las que manifestábamos un total acuerdo, un estar ahí total, mientras enlazábamos nuestras piernas o una mano suya encontraba la mía y se la llevaba a tientas hacia aquel seno que al encontrar su reposo la iba a llenar a su vez de calor y perfecto reposo.
Esa vieja malvada no sabía el bien que nos había hecho. Jamás Inés me había vuelto a hablar del prometido somier nuevo, jamás había bizqueado un amanecer, tampoco una mañana, y ya por la tarde yo era capaz de cualquier cosa con tal de evitar aquella bizquerita, sólo recordarla me causaba pavor. Y de ahí, de todo eso, saqué las fuerzas para quedarme sentado y no abrir la puerta las tres veces que Enrique vino de visita. Sería inútil ponerme ahora a considerar cómo el mal puede ser el resultado directo del bien y cómo a veces dos afectos se tornan incompatibles por elementos totalmente extraños al afecto en sí. Baste con decir que yo me quedé sentado las tres veces que Enrique vino a visitarme, a la hora convenida. Y baste con decir también que no soporté mucho con esa determinación adentro. Dos semanas más tarde subí corriendo a nuestro antiguo techo. Toqué y toqué, antes de bajar profundamente entristecido. Uno se entera de todo por las porteras: Enrique había desaparecido misteriosamente, no se había despedido de nadie, no le había indicado a qué dirección le podía reexpedir su correo. Se había largado sin avisar, a pocos, además, pues fue sacando sus cosas una tras otra, a lo largo de varios días, cada noche se llevaba una maletita más, ella creía que se había conseguido algún trabajo nocturno o algo así, pero justo cuando se disponía a preguntarle por aquellas andadas, a pedirle una explicación por tanto sube y baja nocturno, el señor Álvarez de Manzaneda desapareció, ya usted sabe, señor Romaña, este techo está plagado de gentuza, imposible controlarla, por más que uno trate de cumplir con su deber, que ni se sueñe el señor Álvarez de Manzaneda que le voy a guardar su correo, yo no estoy aquí para trabajarle gratis a nadie, y ya va a ver el portugués sordo ese, algún día tendrá que dejar de hacerse el sordo, algún día le llegará algún envío importante y ya va usted a ver qué bien oye y qué bien paga sus cinco francos… Le estuve diciendo sí, sí, sí, todo el tiempo, para poder seguir pensando en otra cosa mientras ella hablaba.
—El Grupo —me dije, mientras emprendía el retorno hacia el departamento—, el pobre Grupo se ha quedado sin su policía.
Y así fueron las cosas, en efecto. Los pobres camaradas se pegaron la desconcertada padre cuando esa noche entré yo disciplinadísimo a la reunión y les anuncié que Enrique Álvarez de Manzaneda había desaparecido de París. Se miraban sin saber qué hacer, no lo podían creer, se les había roto un juguete nuevecito, no, no era verdad, ya no tardaría en reaparecer ese hijo de puta. Pero yo les dije, siempre disciplinadísimo, y además muy bien informado en nombre de nuestra causa común, que era tan verdad que la portera me había dicho que su cuarto lo estaban alquilando, cobraba cien francos por lo bajo la mierda esa a quien quisiera el cuarto, el propietario le había dicho que pasara la voz. Un poco por seguir jodiendo, pregunté si nadie lo deseaba, señalando que estaba bien situado y que era muy barato.
—No hay que olvidar —agregué— que Enrique ha dejado las paredes inmaculadamente empapeladas, y que el cuartucho rojiblanco hasta alegre no para. En fin, si alguien lo quiere, puede ir de mi parte donde la portera. Basta con preguntar por la habitación que acaba de abandonar el señor Enrique Álvarez de Manzaneda.
Se plagó la reunión de juguetes nuevecitos y rotos. Pobres camaradas, la falta que les iba a hacer Enrique, quién se iba a encargar del peligro, ahora, quién de las tensiones y de las dudas, quién iba a poner en peligro la seguridad del Grupo captándose la confianza del vulnerable camarada Víctor Hugo. Mierda, sí que daban pena los muchachos mirándose los unos a los otros entre juguetes hechos trizas. Pero hubo algo ahí que me causó muchísima más pena: a Inés no se le había roto nada, la bizquerita con la que no sé si me vio o no me vio fue suficiente para saberlo, fue la primera desde España y la peor hasta entonces, eso era lo peor. Terca de mierda, te diría que eres bruta si no supieras que eres una mula de terca, llevábamos la mejor temporada del mundo últimamente. Tuve ganas de soltarle todo eso, pero preferí seguir disciplinadísimo y esperar a que la reunión terminara, ya por aquella época empezaba yo a agarrarles una fe increíble a los milagros y podía imaginar el resto.
O sea que podía vernos caminando silenciosos de regreso a nuestro departamento, tomando un café y fumando un cigarrillo juntos, más silenciosos todavía, y yéndonos de a poquitos, como quien no quiere la cosa, como quien además de todo es orgulloso, rumbo a la amplia cama matrimonial. Inés se acostaba al lado derecho, yo al izquierdo, leíamos un rato para prolongar el silencio, cada uno tenía su lamparita a su lado. Y en silencio nos mirábamos y eso quería decir que ya íbamos a apagar las lamparitas y a jugar en la oscuridad a cuál de los dos se quedaba más rato en su lado derecho o izquierdo de la cama, después hacía frío y entre la soledad y Enrique y Marx y el Grupo nos iban empujando hacia la hondonada donde sólo cabíamos ella y yo. Se había ido el día y se había ido todo lo del día y nuestra hondonada siempre nos volvía a funcionar, pero Inés no se daba cuenta de que estábamos dependiendo mucho de algo que habíamos encontrado por casualidad, de algo que el sueño y nuestros cuerpos habían ido perfeccionando hasta la más profunda compañía. Y la más tierna. E Inés no se daba cuenta de que yo a veces, al seguirla a lo largo de la noche, a lo largo de su sueño y de sus cambios de posturas, estaba despierto, fingía dormir pero continuaba despierto imitando la comunicación y el movimiento de las noches perfectas, las noches que ambos dormíamos, las noches en las que no tenía que preguntarme qué secreto, aparte de la terquedad, le había impedido ver un juguete roto. Y así, a menudo, me tocaba quedarme despierto, para cuidarle su secreto. Habíamos hecho el amor, se había quedado dormida, y yo ahí, atento a su secreto, lo protegía y lo protegía pensando en lo difícil que iba a ser que de pronto fuese yo el encargado de la madurez, de la edad adulta, de perdonarle tonterías. De noche era posible, la prueba eran las caricias con que la acompañaba a dormir profundamente, haciéndole creer, sentir, que también yo dormía. Pero de día iba a ser muy difícil, prácticamente imposible, y por eso sólo me quedaba insistir en ser el Martín Romaña que ella había definido ya. Fue duro comprobar nuevamente que iba a tener que seguir siendo el mismo personaje insoportable que ella amaba tanto. Durar así era aferrarse a la hondonada, depender enteramente de algo que habíamos encontrado de casualidad. Y gracias a una vieja malvada, además.
Hubo muchos ademases en nuestra vida matrimonial, pero creo que lo más indicado es empezar por madame Labru(ja), por todo lo que ella significó en nuestra vida, en la mía sobre todo, y por lo mucho que a través de ella aprendimos de París. Nadie nos ha cantado a los latinoamericanos a madame Labru, no conozco una sola canción que lleve su nombre o que al menos aluda vagamente a ella. Y no sé cómo será este asunto en el resto del mundo, pero en todo caso a ciudades como Lima llegaron las voces de la Piaf, de Maurice Chevalier, de Yves Montand, de Juliette Greco, y de tantas otras glorias que jamás se ocuparon de las glorias de madame Labru. El mismo Jean-Paul Sartre era buenísimo para los limeños, y a lo más que llegaba era a pasearse por Saint-Germain-des-Prés con un pullóver hasta las rodillas, que probablemente Juliette Greco le prestó a Simone de Beauvoir, y que el sabio, de puro distraído, se colocó existencialistamente para salir a redactar un libro importantísimo en un café, mientras saboreaba su express con veintisiete cigarrillos. Y desde la eterna primavera parisina, que la Metro Goldwyn Mayer se encargó también de eternizar, el general De Gaulle, cual sonriente arcangelote, bendecía este mundo
made in France
que llegaba hasta nosotros en paquetitos enviados a las Alianzas Francesas, conteniendo películas, diapositivas, profesores bien pintones, y alguna que otra alusión a la libertad de todos los pueblos, porque De Gaulle no sólo era el general más narigón, era bastante bocón además, y con ello creaba pasajera confusión entre las damas asistentes a la Alianza, que lo habían convertido en líder espiritual de todo lo que fuese espiritual y ensoñador y condensadamente proustiano, porque siete tomos de búsqueda del tiempo perdido es mucho para nosotras, y con ello también creaba una profunda ilusión entre nuestras izquierdas, que lo habían convertido en líder espiritual de todo lo que fuera de izquierda en América latina.
Yo, por ejemplo, conocía tan bien París a través de los documentales sobre Notre-Dame, Tour Eiffel, l'Opéra (me obligaban a pronunciar así), Maurice Chevalier, Le Louvre, etc., vistos boquiabierto y por toneladas durante mi adolescencia de limeño cinemero, que una vez que en un cine de bulevar parisino nos encajaron un corto de esos que ningún francés soporta, por falso y por cojudo, casi me mata la nostalgia que me agarró de Lima. Francia era puro espíritu para nosotros los latinoamericanos, tan amantes del espíritu puro francés. Así se lo hicieron saber incluso al pobre general De Gaulle, cuando visitó Lima hace tantos años. Me contaron la anécdota cuando yo vivía ya en París, y andaba por calles y plazas repitiendo que a la Ciudad Luz se le habían quemado los plomos. «Excelentísimo Señor Presidente de la República de Francia», le soltó el discurseante nativo, «el Perú es un país que ha vivido eternamente desgarrado por dos amores: uno, espiritual, por Francia y otro, material, por los Estados Unidos de Norteamérica». De Gaulle en Lima, y yo en París, desde luego no sé cuál de los dos andaba dándose peores tropezones con la realidad.