Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Sí, pero basta con uno para escribir —dijo Teresa—. Lo que pasa es que éste cada día adquiere una manía nueva.
—Faltas a la verdad, Teresa —dijo Carlos—; cada día adquiero tres manías nuevas. Y la primera víctima de ellas soy yo.
—No, hijito, la primera víctima soy yo que tengo que andarte tajando los lápices.
—Es que debe subrayar mucho cuando lee, señora —soltó Lagrimón, en defensa de la filosofía.
—Oye —le dije—, ¿por qué no le cuentas a Carlos tus proyectos en Europa?
—Bueno, señor Sala… Bueno, Carlos… ¡Carajo!, hay que ser amigos, ¿no es cierto, Salaverry?
—Claro, Roberto. Me contaba Martín que piensas trabajar mucho políticamente.
—Bueno, ésas son cosas que la gente ha venido exagerando demasiado, últimamente. Claro, aquí somos todos hombres de izquierda, incluso la señora, y yo quería felicitarlo por la firma que usted tan generosamente
diste
en apoyo de la guerrilla en el 64, pero yo ahora estoy ya bastante consagrado a este asunto tan contemporáneo desde Freud del psicoanálisis. Y he hecho mis lecturitas. Humildemente, Carlos, he hecho mis lecturitas en Lima con otros muchachos inquietos. Y alguna práctica ya la estoy llevando a cabo en París. Bueno, aquí ya Martín le
te
habrá contado cómo lo estoy tratando a él, humildemente.
—Sí, las cosas hay que hacerlas siempre con humildad —soltó, lapidario, Carlos, pero ya Lagrimón había empezado su carrera y quién lo paraba, que entendiera o no entendiera qué importa, nada lo pararía ya. Recordé cómo había olvidado a su padre el día anterior, al terminar la
sección
de psicoanálisis, y deduje que el pobre señor López se había quedado colgando para siempre en mi departamento, junto a las bombas de Lagrimón. Pero Carlos era bastante más agresivo que yo y decidió mostrarle su indignación no volviendo a dirigirle la palabra en toda la tarde, y hablando en cambio de Paredón, aquel gran cronopio de nuestra izquierda que tanto queríamos y admirábamos. Era muy pro castrista y tenía un tórax tan enorme y tan sólido que nosotros lo llamábamos Paredón. Lo habíamos conocido de niños, en el colegio, pero era un poco mayor que nosotros y la verdadera amistad había empezado un par de años antes, cuando llegó deportado a París. Paredón explicaba las cosas hasta el cansancio, no se molestaba con nuestras dudas ni con nuestras bromas, y tenía esa esposa tan bella que él quería con toda el alma. Carlos y yo nos pusimos tristes pensando que sabe Dios cuándo y cómo regresaría a París. Meses atrás, una amnistía le había permitido volver al Perú y seguir en lo suyo, en lo de siempre. Y ahora nos quedaba la impresión, casi ese sentimiento de culpa, de no haberlo frecuentado más. Pero la culpa era de él, en realidad, que siempre andaba por el mundo buscando gente a la cual explicarle las cosas hasta el cansancio.
Recuerdo siempre la naturalidad con que me explicó por qué, de sorpresa, lo habían llamado del Servicio cultural para extranjeros, y le habían propuesto una de las mejores becas que se daba a los latinoamericanos en Francia.
—Evidente —dijo—. ¡No siendo crítica la situación, el Gobierno se luce dándote becas (nunca se sabe, además, y De Gaulle es siempre De Gaulle), mientras que la policía te obliga a cambiarte de hotel cada dos días! En fin, hay que aprovechar la coyuntura, y no creerle nada al Gobierno tampoco.
Y recuerdo muchas de las cosas que evocamos con Carlos aquella tarde, mientras Lagrimón iba programando su carrera, muy probablemente. Nos matamos de risa al recordar ese enorme número 2 rojo que habíamos descubierto una noche, colgando de la pared, en la habitación de Paredón. Carlos y yo nos mirábamos como diciendo le preguntamos o no. Le preguntamos, por fin, y nos dejó cojudos. Era para no olvidarse que, escribiendo dos páginas al día, habría escrito más de setecientas páginas al año, en nombre del pueblo peruano. Le soltamos, casi en coro, la siguiente pregunta: ¿Y no piensas que, en vez de obligarte a escribir dos páginas por la fuerza, cada día, puedes conseguir más cantidad, e incluso calidad, escribiendo cuando realmente tienes tiempo y te provoca? Lo dejamos boquiabierto, y logramos que descolgase el número dos de la pared. Dos minutos más tarde, los turulatos éramos Carlos y yo, otra vez. Tras una breve y silenciosa reflexión, que nosotros seguimos también en silencio, Paredón abrió el ropero y sacó un enorme paquete de terrones de azúcar. Se tragó como diez, de un solo tirón. Le preguntamos por qué. Resulta que esa noche había comido en el restaurant universitario, y que ahora, tras haber hecho el cálculo de las proteínas contenidas en la comida, había notado que el total no alcanzaba al número necesario para un hombre como él. Solución: diez terrones de azúcar. Por la revolución, pensamos Carlos y yo, pero esperamos hasta llegar a la calle para soltar las carcajadas y decir lo que habíamos pensado y quererlo más que nunca.
Un último recuerdo de estos seres tan queridos. Hace algún tiempo, durante mi último viaje al Perú, uno de esos viajes que me hizo ganar mucho y perder muchísimo, Paredón y yo nos reuníamos una vez por semana en casa de Carlos, que había regresado a Lima por el 74. Una noche nos emborrachamos mientras esperábamos que llegara Paredón. Llegó tardísimo y agotado. Estaba metido hasta el cogote en la organización de un paro nacional. Nos impresionó, como siempre, su fe, su voluntad inquebrantable. Y nos impresionó, hasta no saber qué hacer por ayudarlo, el estado de agotamiento en que se hallaba. Pero había venido a ver a ese par de huevones que lo esperaban siempre.
—¡Qué bestia —exclamó, de pronto—, estoy tan cansado que ya no sé si estoy llegando o me estoy yendo de las reuniones!
Carlos lo abrazó, borrachísimo, y soltó una de las frases más inmortales que he escuchado en mi vida. Quería ayudarlo, quería colaborar, nosotros éramos un par de borrachínes, un par de neuróticos de mierda, probablemente nos habían cagado en la infancia pero nunca era tarde para empezar de nuevo. Y ahí vino la frase.
—Hermano, dame la dirección del paro nacional y mañana te caigo a primera hora.
Lo más increíble fue que Paredón sacó lápiz y papel y empezó a anotar, mientras Carlos repetía y repetía que nos habían cagado en la infancia. No lo quise contradecir, ni siquiera ahora que escribo lo quiero contradecir, pero yo más bien pienso que a mí me fueron golpeando por todas las edades estas situaciones exageradas, bellas a veces, atroces a veces, increíbles siempre, esta navegación dificultosa que muy pronto me iba a llevar por las aguas turbias del enfrentamiento con Inés y con el Grupo (en ese orden, hasta hoy, en mis sentimientos), y que aquella soleada tarde, previa al ya lejano mayo del 68, me hizo contemplar a un Lagrimón enloquecido tras haber abandonado el departamento de Carlos Salaverry. Íbamos caminando rumbo al metro, por el Boulevard Voltaire…
—Salaverry es el hombre —dijo, de pronto, Lagrimón. Y partió la carrera gritando—: Avanza el equipo peruano… para la pelota Joe Calderón, Calderón pasa a Alberto Terry, Terry a Barbadillo, Barbadillo driblea a uno, dos hombres, parte la carrera velozmente por el lado derecho del campo, se filtra peligrosamente, driblea a uno, dos, tres hombres más, se dispone a centrar, centra, viene la pelota, surge como una tromba Valeriano López… cabecea… y… ¡Gooooooooooool peruaaaaaano goooooooool pe!…
No pudo contener la emoción que le causó nuestro gol, y dio un gran salto para pegarle un sensacional porrazo a un aviso luminoso. La gente contemplaba el mundial despavorida. Yo, por supuesto, no lo conocía, en mi vida había visto a Lagrimón López.
Como siempre, una tarde a las tres, Lagrimón empezó a echar abajo la puerta. Pensé que venía para nuestra acostumbrada
sección
de psicoanálisis, y bajé corriendo a abrir, antes de que se me anticipara el monstruo por su puerta. Pero, para mi sorpresa, Lagrimón llegó acompañado por varios miembros del Grupo. Yo no entendía nada, al comienzo, pues en vez de llamarme Martín, como solían hacerlo cuando nos encontrábamos fuera de las reuniones, o Víctor Hugo, que era mi nombre de simpatizante, dudaban entre uno y otro nombre y nadie se decidía a explicarme claramente las razones de tan imprevista visita. Por fin, el Director de Lecturas asumió la responsabilidad, me dijo que se trataba de una reunión improvisada, y que en realidad lo que deseaban era echarle un vistazo a la terraza del departamento, porque habían decidido organizar una gran fiesta de primavera.
El asunto me pareció bastante extraño, ya que todos ahí conocían la terraza, sus dimensiones, y la cantidad de gente que se podía invitar. Sin embargo, me pareció absurdo oponerme a la idea, y lo único que les dije fue que la fiesta tendría que ser, eso sí, un fin de semana en que el monstruo se largara al campo. Inés evitó mi mirada y nadie me respondió, por lo cual deduje que eso estaba muy claro, y empecé a imaginarme lo hermosa que iba a quedar la terraza iluminada con velas, una noche despejada de primavera. En realidad, la terraza era el techo del edificio, y uno de los puntos más altos del Barrio Latino. En los días poco nublados se podía divisar todo París desde allá arriba, y ya era hora de sacarle partido y de organizar una buena fiesta nocturna, con toda la ciudad brillando a nuestro alrededor.
Me parece una gran idea, les dije, y les ofrecí acompañarlos, pero me respondieron que prosiguiera mis charlas con Lagrimón, y que ellos se ocuparían de mirarlo todo, de tomar las medidas, y de ver de qué manera se podía instalar la iluminación, para que la fiesta fuera una especie de a media luz bajo un cielo primaveral. Inés se dirigió a la otra habitación, y yo me instalé en el diario sillón de mis traumas y fantasmas, una especie de pequeño precursor de este Voltaire, esperando que mi psicoanalista pusiera en marcha el mecanismo de nuestras diarias e increíbles conversaciones y meditaciones en torno al tema de mi tristeza. Pero Lagrimón no arrancó nunca aquella tarde. Se limitó a decirme que había empezado a leer muchos libros, a la vez, para recuperar el tiempo perdido en el Perú. Él no había tenido la suerte de recibir la misma educación que Carlos Salaverry, que yo, que tantos otros, él había tenido además que trabajar para sobrevivir, y para la causa política, pero ahora estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido y ya vería Carlos Salaverry cómo se iba a poner al día en todo. En todo, repitió con pena infinita, y después cruzó las manos, las colocó entre sus muslos, apretó ferozmente, y ahí se quedó con las manos chancadas, la cabeza caída, y en profundo silencio, tenso, muy tenso. Noté que temblaba, y pensé que era preferible no interrumpirlo. Sin duda estaba esperando impaciente que regresaran los del Grupo a discutir los detalles de la fiesta, para luego empezar con el tratamiento no bien se hubieran ido. Era una situación medio rara, pero la verdad es que a mí no se me ocurría sospechar nada y por qué demonios no iba a tomar yo la cosa como Inés, que se había ido tranquilamente a leer en la otra habitación.
Media hora más tarde los del Grupo irrumpieron en el salón del psicoanálisis, donde Lagrimón seguía con las manos chancadísimas entre los muslos, y yo observándolo sin saber muy bien qué hacer. Me incorporé para ofrecerles café o algo, pero me dijeron que tenían que marcharse inmediatamente y que ya estaba decidido: la terraza era el lugar ideal para la fiesta. Inés reapareció, para despedirse, y le dijeron que luego discutirían los detalles, la fecha y la hora. Y yo como un pobre cojudo les repetí que lo de la fecha dependía enteramente del monstruo. Madame Labru me avisaba siempre con anticipación qué fin de semana se iba a ausentar, pues a menudo me dejaba encargado que le cuidara a su perro. No hubo comentario alguno. Ni hubo psicoanálisis tampoco, porque Lagrimón se fue con ellos. Y cinco minutos más tarde, Inés me dijo que tenía que salir. Le pregunté a dónde iba, mientras la besaba al despedirme.
—Soy libre de salir, Martín.
—¿Y qué más prueba quieres que el beso, amor?
—Ay, Martín; ponte a escribir y no molestes, por favor.
Después, como que se arrepintió de tanto malhumor y de tanto misterio, y regresó desde la puerta para darme un beso. Fueron en realidad dos besos de despedida, seguidos por un tercero que más parecía de reencuentro, al cabo de una larguísima separación. Hasta pensé en la hondonada, pero no dije nada porque sentí que también ella estaba pensando lo mismo. Habría sido maravilloso, pero cómo adivinar en ese instante hasta qué punto habría sido maravilloso. Le correspondía a ella elegir entre el camino de la hondonada y el que la llevaba a la calle. Eligió la escalera.
—Vuelvo a las siete, Martín. Ándate al cine o lee un rato. No te preocupes, amorcito, vuelvo a las siete en punto.
Y no me preocupé porque ella me dijo que no me preocupara y porque entonces pensaba que siempre podría volver a nuestra hondonada. Pero Inés sabía mucho más que yo, aquella tarde, y con seguridad estaba viviendo uno de los momentos más difíciles de su vida. En realidad, yo no sabía nada de nada y cómo intuir lo más mínimo si en aquella oportunidad Inés no bizqueó un solo instante.
Volvió a las siete en punto, pero volvió acompañada por casi todo el Grupo, y nuevamente empezaron a no saber si llamarme Víctor Hugo o Martín Romaña. Lagrimón andaba con el ojo izquierdo sumamente irrigado y había caído abrumadoramente abrumado sobre el sillón del psicoanálisis. No lograba explicarme qué demonios podía estar pasando, y pensé que ofreciéndoles un café o una copa de vino conseguiría aliviarlos de tanta tensión. Pero Inés me interrumpió: ella se iba a encargar del café y del vino.
—Siéntate, Martín —agregó—, tenemos que hablar seriamente contigo.
—Sí, Víctor Hugo —dijo el Director de Lecturas—; deja que Inés…
—Dejo que Inés todo lo que quieran —dije, empezando a impacientarme—, pero decidan de una vez si esta noche voy a ser Víctor Hugo o Martín Romaña.
Ahí arrancó un silencio realmente fastidioso. Los camaradas parece que no se habían esperado una reacción tan lógica de mi parte, y no sé, pero recuerdo que de pronto nunca odié tanto en mi vida los mocasines del Director de Lecturas. Siempre había pensado que delataban algo, siempre mi intuición me había proyectado hacia un futuro en el que aquellos mocasines caminaban al lado de los negros y lustrados zapatos de un ilustre ministro de Estado. Mierda, por qué seré así, por qué me habré jugado tanto a veces por una corazonada. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que son apuestas que muy a menudo he ganado y aquel Jefe de Lecturas que tenía ahí parado delante, dispuesto a joderme la vida, dispuesto a romper el indestructible encanto de mi hondonada, por una insultante y más que reveladora mierda política, camina hoy igualmente enmocasinado en las fotografías que me llegan en revistas de Lima. Ha engordado él, ha engordado el ministro, el pueblo peruano ha adelgazadísimo, y a ese hijo de puta que en una visita mía al Perú no se atrevió a mirarme a la cara, le salen mocasines hasta por las orejas.