La vida exagerada de Martín Romaña (35 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—No puede ser, mamá —le dije, preocupado—, simplemente no puede ser. Mira, hay un sol esplendoroso.

—Todo el sol que tú quieras, Martín, pero a mí no me calienta. Y no te olvides de que soy una mujer que ha viajado mucho en la vida.

—Prueba quitarte los anteojos negros, mamá; tal vez viendo el sol logres calentarte un poco.

—No me atrevo; son unos anteojos muy grandes y en algo me protegen la cara del frío.

—Mamá —le dije, mientras comprobaba que José Antonio no aparecía por ninguna parte—, por favor
haz
un esfuerzo por sentir calor…
Siente
calor hasta que lleguemos al hotel, por lo menos.

—Es inútil, hijito, no puedo.

—Pero si todo el mundo está sintiendo calor en Cannes, mamá.

Inés nos estaba mirando como a dos casos perdidos, y yo seguía pensando dónde demonios andará José Antonio, cuando escuchamos una voz jadeante.

—¡Aquí, aquí, aquí, aquí!

Miré hacia el punto más oscuro de la estación: tenía que ser El último dandy, porque lo único que se veía eran dos enormes ramos de flores que lo tapaban por completo, y una pieza de cerámica a su lado, en el suelo.

—¡Aquí, aquí! —volvió a gritar.

—¡Sí, ya te vimos, José Antonio! ¡Pero qué haces ahí! ¡Por qué no te acercas!

—¡No puedo! ¡Tengo que permanecer en la sombra! ¡Acérquense ustedes! ¡No puedo soportar el sol! ¡Me lo han prohibido, además!

El «además» lo terminó con las justas.

—Dile que soy una señora mayor —intervino mi madre.

—¡Mi mamá se muere de frío, José Antonio!

—¡Qué le pasa! ¿Se siente mal?

—¡Tiene frío! —le respondió Inés—. ¡Debe ser porque no ha dormido bien anoche!

—Inés, ¿y a ti quién te ha dicho que yo no he dormido bien? He pasado una noche espléndida. Como cuando viajaba con mi papacito.

—¡Es que no se siente muy bien, José Antonio! —chillé, a punto de perder los estribos.

—¡Entonces vayan ustedes avanzando por el sol y yo voy saliendo por la sombra! ¡Afuera de la estación, a mano derecha, hay un árbol! ¡Nos encontramos ahí en la sombra!

—No me parece muy dandy que digamos —comentó mi madre.

—Mamá, piensa que está enfermo.

—Entonces para qué ha venido.

—Señora —intervino Inés, con la voz serenísima que usaba cuando realmente estaba harta de algo—, José Antonio tiene una enfermedad grave y extraña.

—Estoy segura que en Lima mi primo Fortunatito lo cura en un dos por tres. Fortunatito es un sabio; lo que pasa es que dicen que toma drogas y por eso la gente le tiene miedo. Pero recuerden ustedes que al presidente Benavides le quitó una tos que ni en Boston se la lograban calmar…

—Mamá, nosotros no habíamos nacido cuando al presidente Benavides le quitaron la tos y José Antonio ya debe estar llegando al árbol.

—¿Quién estará atendiendo a ese pobre muchacho? Los médicos franceses tienen fama de ser muy fríos. Mi papacito decía siempre…

—Mamá, a José Antonio ya se le deben estar marchitando las flores. Piensa además que está muy enfermo.

—Y quién le ha pedido que venga.

—Ay, señora —volvió a intervenir Inés, con envidiable serenidad y enorme realismo—: espérese no más a que le entregue su ramo de flores.

—Bueno, eso ya es otra cosa, Inés. Vamos; vamos a buscar a alguien que nos cargue las maletas. Una mujer es antes que nada una mujer y por consiguiente debe…

Del árbol fuimos a dar al bar del Carlton, saltándonos el desayuno, y adelantando peligrosamente la hora del aperitivo. Mi madre estaba realmente conmovida con el gesto de José Antonio.

—No ha debido usted molestarse en venir a la estación, señor, pero la verdad es que sus flores están tan lindas; a mí, por lo pronto, las mías me gustan más que las de Inés.

—Señora —intervino la esposa de Edipo—, yo creo que basta con que cada una esté contenta con su ramo.

Pobre José Antonio. Se había despertado al alba, se había fugado de la clínica de Vallauris, y se nos había presentado en la estación con un regalo para cada una. A mí me había traído una hermosa pieza de cerámica de la región, y ahora estaba dispuesto a alojarse en un hotelucho de los de las calles de atrás, para acompañarnos hasta que mi madre tomara el barco. Había tanto que ver y que pasear en Cannes, aseguraba, aunque claro, lo único malo era que mi madre tenía que ir siempre por el sol y él siempre por la sombra, lo absurda que podía resultar la vida por una simple cuestión de temperaturas.

—¡Oiga usted, José Antonio! —le gritó mi madre, durante nuestro primer paseo—. ¿Por qué no toma usted el barco conmigo?

—¡No le oigo, señora! —le respondió José Antonio, que nos estaba esperando bajo la sombra de un árbol.

Y es que así eran de complicadas nuestras caminatas. Él corría de árbol en árbol, o de portal en portal, descansando también a menudo en una banca que estuviese a la sombra, y nosotros llegábamos momentos después al punto fijado para continuar el diálogo.

—Perdone, José Antonio, es que no me acostumbro a que no esté usted a mi lado.

—Disculpe usted, señora, pero mire cómo sudo hasta en la sombra.

—Es cierto. ¡Qué horror! Pero, en fin, de eso quería hablarle precisamente. Le estaba diciendo, mientras llegábamos, que por qué no se viene usted a Buenos Aires conmigo.

—Señora, imposible aceptar una invitación tan generosa. Im-po-si-ble, señora.

—José Antonio —intervino Inés—, ¿por qué no aceptas?

—Claro, José Antonio —insistí yo—. Piensa qué va a ser de ti ahora que te has escapado de la clínica y que estás sin un cobre.

—Bueno, tanto como eso, no. Por lo pronto, les tengo reservada una mesa en el restaurant donde se come el mejor cangrejo de toda la Costa.

—Es usted tan amable, José Antonio. Pero mire, yo insisto en lo de Buenos Aires. Allá podemos descansar o divertirnos, según cómo nos sintamos después del viaje.

—Ya ves, Inés, que mi mamá se siente mal. Se te escapó, mamá. Le he estado diciendo a Inés que te noto muy demacrada desde el día de tu llegada.

—Bueno, confieso que es un frío muy extraño, pero ahora déjenme convencer a este muchacho. Mire, José Antonio, de Buenos Aires nos podemos ir de frente a Lima, donde mi primo Fortunatito.

—¿Fortunatito Romaña, señora? ¿El famoso drogadicto?

—Todo lo que usted quiera, pero al presidente Benavides…

—Mamá, por favor, el tío Fortunatito a lo mejor ya se murió de viejo mientras has estado fuera de Lima.

—No seas necio, Martín. Y usted, José Antonio, vaya pensándolo mientras nos espera en el próximo árbol.

José Antonio salía corriendo hasta el próximo punto sombreado, y nosotros le dábamos el alcance lo más lentamente posible, porque mi madre ya casi no podía caminar de lo demacrada que estaba y del frío que tenía. Total que de árbol en árbol, o de banca en banca, por fin llegamos al restaurant en que se comía el mejor cangrejo de toda la Costa. Pedimos que se nos cambiara la mesa que José Antonio había reservado, y optamos por una de las que había en la terraza, exigiendo, eso sí, que nos la colocaran en un lugar que quedara mitad al sol y mitad a la sombra. Ahí casi se arma la gran pelotera porque el mozo empezó a impacientarse con tanto capricho.

—Monsieur —le explicó El último dandy—, la señora está delicada de salud y necesita sentarse donde caiga todo el sol del mundo.

—Pues entonces ahí tienen esa mesa, señor. ¿Qué más sol desean?

—Oiga usted —le dijo mi mamá—, el señor también está delicado de salud y el médico le ha recomendado sombra. Tenga usted la amabilidad de colocar la mesa en esa esquina y no se meta en lo que no le importa.

—Señora, por favor —intervino Inés—, basta con explicarle y creo que entenderá.

—Hijita, lo poco que conoces a los franceses. La única explicación que aceptan es una propina. Bien lo decía mi papacito: al salir de Londres, uno tiene que estirar la mano para que le reciban la propina; pero no bien llegas a París, todo el mundo te estira la mano a ti.

Lo peor del asunto es que, efectivamente, mi madre arregló el asunto con una buena propina; y ni siquiera con eso, sino con la promesa de una buena propina si el almuerzo transcurría normalmente, ella no estaba dispuesta a que el primer tontonazo le malograra un almuerzo cuando además se estaba sintiendo tan cansada. Y menos éste, que huele mal.

—Mamá, por favor —le dije—, ya puso la mesa donde le pediste, ya basta.

—Qué horror, José Antonio, Martín tampoco parece que hubiera vivido en Francia: hasta ahora no ha descubierto lo cochinos que son los franceses. Cuánta razón tenía mi pobre papacito, él siempre decía que los franceses se bañan sólo cuando salen de viaje. Y viajan muy poco, hijita, me decía.

Nunca vi a dos enfermos beber tanto ni comer con tanto apetito. El cangrejo estaba realmente delicioso y nosotros cuatro felices de hallarnos en Cannes, contemplando ese mar que tanta falta les hace a los limeños en París. Proust, que según dijo mi madre, al cabo de tres botellas de vino, era probablemente uno de los pocos franceses que se bañaba (—Yo más bien diría que se perfumaba, señora— la interrumpió José Antonio), terminó por convertirse en interminable y amenísimo tema de conversación entre los dos, cosa que aproveché para proponerle a Inés un paseo por la orilla del mar.

Y por aquel paseo, y por lo que vino después en el hotel, siempre recordaré ese viaje al sur como uno de los pocos viajes felices de mi vida. Fue como un milagro: Inés cambió por completo no bien uno de sus pies tocó el mar, cambió hasta el punto de que por momentos parecía que jamás hubiese vivido en París, que jamás hubiese salido de Lima, y que jamás nuestra llegada a Cannes hubiese sido precedida por tensiones en torno al complejo de Edipo y demás fallas que me encontró por haberle contado lo demacrada que había visto a mi madre en el aeropuerto. Claro, después volvieron los problemas, pero aquéllas fueron horas largas y maravillosas en que nos olvidamos de tantas cosas mientras caminábamos con los pies en el mar y mientras corríamos hacia el hotel como escondiéndonos de algo que además nunca había existido. Corríamos por la playa con los zapatos en la mano, atravesábamos el malecón cogidos fuerte de la mano, esquivábamos automóviles y se nos había borrado por completo quiénes éramos, el lugar en que vivíamos, los camaradas del Grupo, mi novela estancándose, mi madre y El último dandy allá en el restaurant, sí, se nos había borrado todo en la habitación del hotel y lográbamos amarnos como dos personas que acababan de conocerse y que también se quieren con ese cariño viejo puesto a prueba por el tiempo y cuando nos volvíamos a acariciar nuestras manos eran así de perfectas y se conocían y nos conocíamos pero al mismo tiempo era esta deliciosa y tan tierna primera vez, nuevamente.

Eran las ocho de la noche cuando empezamos a sentir remordimientos por haber abandonado a mi madre y a José Antonio. Dónde estarán, nos preguntamos, y tras haber averiguado que no habían regresado al hotel, bajamos a buscarlos al malecón. Tampoco estaban.

—En el restaurant —dijo Inés.

—Imposible, no pueden estar ahí todavía.

—Conociéndolos, nada es imposible, Martín.

Estaban en la tercera botella de champán cuando los encontramos, y ya habían decidido que el mejor médico del mundo para El último dandy era el tío Fortunatito. Se embarcaban juntos a Buenos Aires, y de ahí en el primer avión a Lima.

—Dejo constancia de que se trata de un generosísimo préstamo —dijo El último dandy.

—No le hagan caso; es un necio —dijo mi madre, agregando que el maître del restaurant, un hombre bastante fino, felizmente, se había encargado de llamar al hotel para que desde ahí le hicieran las reservaciones. Zarpaban pasado mañana.

Lo difícil fue que zarparan del restaurant esa noche, porque a José Antonio se le había antojado otro cangrejo como el del almuerzo, y porque mi madre encontraba la idea excelente, sobre todo ahora que era ella quien invitaba, en retribución, y con champán, además.

—Siéntense, hijitos —nos dijo—; voy a llamar al mozo para que les traiga dos copas.

—¿Y el frío, mamá? ¿Cómo te sientes?

—La verdad es que el champán es lo único que me quita el frío, Martín. ¿Pero qué hacen parados todavía? Siéntense de una vez. José Antonio y yo somos gente de mundo y aquí nadie les va a preguntar dónde han estado metidos toda la tarde.

Prácticamente tuvimos que cargarlos aquella noche, pero eran los enfermos más felices que había visto en mi vida.

A la mañana siguiente, Inés fue a buscar al Ultimo dandy a su hotelucho, y regresó diciendo que hasta miedo le daba, porque ni siquiera respondía cuando lo llamaban a su habitación. Lo mismo sucede con mi mamá, le dije, aunque para mi tranquilidad los ronquidos se escuchan por todo el segundo piso. Bueno, creo que lo mejor sería dejarles una nota en la recepción y disponer de nuestra mañana mientras ellos se recuperan.

—Buena idea. Déjales dicho que los encontramos en el bar a las doce, y vámonos a dar un paseo por el malecón.

Regresamos al hotel un poco atrasados pero ni cuenta se dieron. Y a duras penas nos saludaron cuando entramos al bar y nos acercamos aterrados al ver que nuevamente estaban ante una botella de champán. Discutían a gritos, entre citas de Proust, dichas por mi madre, y lecturas de
Miseria de la filosofía
, de Marx, que El último dandy realizaba a voz en cuello, para desesperación de medio mundo, y agregando entre párrafo y párrafo que no eran las ideas lo importante, sino la extraordinaria habilidad literaria del autor de
El Capital
.

—¡Un panfletista genial! —exclamaba.

—Baje la voz, José Antonio; estamos en el bar del Carlton.

—¡Qué Carlton ni qué ocho cuartos, señora! ¡Escuche usted este párrafo! ¡Prosa violenta, abrumadora, eficaz! ¡Un panfletista genial, señora!

—¡Cómo puede usted comparar ese adefesio con la delicadeza de Proust! Observe la ternura de este párrafo.

—¡Eficacia, señora, es lo que se necesita!

—¡Pero si usted no me deja ni hablar!

—¡Pobre Proudhon!

—¿Pobre quién?

—Proudhon, señora. ¡Escuche usted este párrafo! ¡Marx lo hace papilla!

Inés trató de intervenir, entusiasmada por el texto de Marx. Quiso decir algo acerca del capítulo segundo, donde según ella se encontraban algunas ideas muy valiosas.

—¡Qué ideas ni qué ocho cuartos! —la interrumpió El último dandy—. ¡Lo importante es el estilo! ¡El es-ti-lo, mujer!

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