Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
En cambio, le conté una historia muy triste del Grupo, una historia que ella ya conocía y que yo hubiera querido convertir en cuento, entonces. No me había atrevido, y ahora la escribo tal como se la conté aquella noche porque no la afectó ni la hizo reaccionar ni logré que sacara algo en limpio de tenerme ahí sentado, hablando y hablando del camarada Pies Planos, en medio de tanta tristeza, a ver si comprendía ese último mensaje tan extraño y tan oscuro que le trataba de comunicar.
Acuérdate, Inés, del camarada Pies Planos. Nunca leí nada de él, pero se sabe que rompió unos versos muy líricos que había escrito en Lima, en la época en que estudiaba Letras en San Marcos. Fue amigo de otros muchachos que se comprometieron mucho en las guerrillas peruanas y que también merodeaban por el patio de Letras y el café ese que había a un lado de la universidad. El Salón Blanco, sí, se llamaba El Salón Blanco y alguna vez caí yo también por ahí buscando ver cómo eran los escritores peruanos de mi generación. Como no escribía nada, nunca me senté a la mesa con nadie y sólo anduve curioseando. Pero ahí debía andar ya Pies Planos, lo que pasa es que yo entonces no lo conocía ni de vista. Ahí debía andar leyendo sus poemas y dicen que fue también amigo de Javier Heraud, a quien sí conocí de vista. Tenía la bondad en la cara y me habría gustado acercármele pero ya te digo que yo no escribía nada y aunque andaba curioseando nunca me atreví a acercármele. Por eso sólo puedo hablar de la bondad que había en su cara y de que llevaba unos zapatones enormes y como profundamente distintos a los de Vladimir Ilich…
Escucha, Inés, no sé, no he querido decir nada con esto, o mejor dicho, no sé lo que he querido decir con esto. Pero para el caso no importa porque estábamos hablando de Pies Planos. Mira la coincidencia: otro que tenía los zapatones enormes. Y el pobre Pies Planos se olvidaba además de amarrárselos y un día cuando le pregunté por sus poemas me respondió que la militancia lo había obligado a romperlos, tras una larga reflexión, él no estaba para lirismos ni para esas cosas. Pero fíjate, Inés, que más lírico no podía ser el pobre. Se olvidaba de todo, se olvidaba de amarrarse los zapatos, y acuérdate cómo todas las mañanas cuando iba con otros amigos a limpiar oficinas salía agotado y nadie se explicaba por qué… ¿Te acuerdas?
¿Te acuerdas, Inés?… Nadie se explicaba por qué tanto cansancio hasta que un día alguien se dio cuenta de que se olvidaba de enchufar la enorme aspiradora con que se tenía que limpiar kilómetros de moquetas. ¿En qué andaría pensando el pobre? Acuérdate que todo el mundo se mató de risa con el asunto y que a cada rato se le descubría uno nuevo por el estilo pero él permanecía inmutable, serísimo siempre, y se iba a caminar a trancadas por las calles con sus zapatones, hasta que los amigos que más lo querían lo bautizaron Pies Planos, el camarada Pies Planos, el hombre que andaba aplanando calles de París en sus interminables caminatas pensando sabe Dios en qué…
Fue él, Inés, quien me pidió que escribiera el libro sobre los sindicatos pesqueros. Yo a él lo mandé al diablo porque más equivocado no podía estar, a mi juicio, pero resulta que después el Grupo entero se me vino en cargamontón a pedirme que cumpliera con mi deber de escribir ese libro. Pero si te acuerdas bien, Inés, ese día el camarada Pies Planos no chistó, no intervino para nada en el asunto y yo me acuerdo de que en algún momento pensé que podría estar extrañando sus poemas líricos porque el tipo era lírico, Inés, si no por qué nos enternecía a todos tanto… Y sobre todo a ti, Inés, que siempre andabas diciendo que era tan buenmozo y que caminaba tan solitario y que era divertido pero al mismo tiempo era algo más… Querías decir enternecedor, Inés, y en qué andaría pensando cuando aplanaba calles horas y horas y de los automóviles le gritaban: ¡Fíjese en el semáforo, imbécil!, ¡Quiere que lo atropelle, huevón!…
Y por eso a todos nos dio una alegría enorme cuando lo vimos aparecer una tarde con la tunecina esa tan linda en el restaurant universitario. Le habían amarrado bien los zapatos, se los habían limpiado, y estaba peinadito y bañadísimo. Nunca nos ha dado tanta alegría ver que uno de los amigos que vive solo en un cuartucho de hotel se consiga una chica. Nunca… Acuérdate, Inés, de lo bonita y simpática que era ella, de lo inteligente, de la mirada tan viva que tenía y de lo bien que le quedaban los anteojos. Era agradable, alegre, conversadora. El camarada Pies Planos se había sacado la lotería y yo andaba pensando que era como el Premio Nobel para un lírico aquella muchacha tan natural y tan espontánea. Se deben haber amado como bestias, Inés, en el cuartito que tenía ella aquí no más a la vuelta de la esquina.
Para qué mierda tuvieron que vivir a la vuelta de la esquina, Inés. Sólo para que yo me la encontrara llorando sola una tarde en plena calle, buscando a alguno de los amigos peruanos de Pies Planos. Me dijo que no soportaba más, que lo amaba, que lo amaba con locura, pero que ella era tunecina y no peruana y que él la estaba obligando a abandonar sus estudios de literatura y quería que entrara a militar con un grupo de peruanos…
Qué tengo yo que ver con eso, me decía llorando, por qué no podemos vivir tranquilos cada uno como es. Y además, Martín, él es un poeta, si hay algo que él es, es poeta, está todo el tiempo como autocensurándose, autorreprimiéndose, se niega a hablar de la poesía que hizo, se niega a mis amigos porque estudian literatura, se niega a leer cualquier cosa que no tenga que ver con la política peruana. Se niega a sí mismo, Martín, y así también se niega una copa de vino o una película o un cigarrillo. Y cada día se olvida más de las cosas y cada día llora más por las noches y me está volviendo loca, no es vida, no es vida, Martín.
Y hasta que un día ella vino a vernos, Inés, y estaba deshecha y no supimos sino abrazarla y besarla cuando nos dijo que tenía que huir, que iba a desaparecer de París por un tiempo largo y que se iba a casa de una amiga a Bruselas. Y se fue, Inés, nadie pudo criticarle que se fuera, y a él le dio porque le había oído decir que tenía una amiga en Amsterdam y que se iba a buscarla. Respondió a todas las preguntas de los amigos con las respuestas que hoy…
Porque se fue tal como nos lo había explicado. Se fue sin un centavo, sin saber si la amiga de Amsterdam vivía en un departamento o en un hotel. Dijo simplemente que empezaría por los hoteles y que no pararía hasta encontrar a su mujer para leerle unos poemas que había escrito en su ausencia porque ella sólo se había ido por unos días a acompañar a una amiga que estaba algo deprimida y que no bien la amiga estuviese bien ellos volverían a París porque su mujer era indispensable en el Grupo y porque ya estaba convencida de que estudiar literatura le había hecho mucho daño y que él mismo con esos poemas que ahora le llevaba le iba a probar que ella era indispensable en el Grupo y que la literatura no era indispensable en el Grupo. Y así de confundido se fue, Inés… Estábamos todos demasiado ocupados para darnos cuenta de que realmente se iba a ir y se fue, Inés. Bueno, ya sabes el resto… todo lo que se pudo evitar… Nos enteramos por alguien de que se había acercado a la embajada, de que lo habían encontrado caminando desnudo por las calles de Amsterdam…
Miré a Inés.
—Anda y ocúpate en algo, Martín. Con todo el lío que has hecho se nos ha pasado la hora del restaurant universitario. Realmente te has lucido esta noche. Mira, mejor no hablemos del asunto. Anda y ocúpate en algo, por favor, Martín.
Me fui a la terraza a mirar el cielo un rato. No solía hacerlo nunca en París, y sólo entonces recordé que alguien me había dicho que cambiaba constantemente y que lograba momentos de inconmensurable belleza. Es cierto. Pude comprobarlo desde entonces, porque a la madrugada siguiente salí a mirar hacia arriba en busca del globo. Me habían gritado ¡mañana mismo, conch'e tu madre! pero no estuvo en el cielo y pensé que tendría que ser al día siguiente porque ésa había sido la fecha prevista cuando mi terraza fue declarada lugar ideal para una fiesta. Tampoco estuvo. Bueno, pensé, tan grave alteración en los planes puede haberlos obligado a postergar un poco el asunto. Y así, madrugada tras madrugada (mis insomnios eran totales), día tras día y noche tras noche les fui concediendo el beneficio de la duda y extrañando esa parte de mi vida que había terminado y hasta culpabilizándome en mi deseo de que lograsen lanzar el globo prescindiendo de mí. ¿Qué más puedo decir? Hay una película francesa llamada
El globo rojo
, en la que un globo se pasea por el cielo de París y un niño corre tras él. Pero fue el globo del Grupo el que me enseñó a mí que el cielo de París cambia en efecto constantemente y que logra momentos de inconmensurable belleza. Y que puede ser tristísimo también. Hasta hoy, siempre que miro el cielo recuerdo los tiempos del globo.
En fin, de todo este asunto también me río a menudo en París cuando alguno de los muchachos del Grupo regresa, y en Lima, cuando voy en busca de algo. Nos hemos reído mucho con Raúl, Felipe, Juan… Con todos menos con Mocasines y con Inés. Y en medio de aquellas evocaciones, como una gran fiesta, como una gran juerga de la amistad y del desconcierto, surge siempre el recuerdo de mayo del 68, que a mí me sorprendió precisamente en los días en que andaba buscando por el cielo un globo que ya nada tenía que ver conmigo como miembro de ningún Grupo, pero que tanto tuvo que ver con Inés, y a través de ella conmigo, el hombre que la hacía bizquear con su cariño. Mayo del 68 llegó. Había llegado el gran bolondrón.
Me imagino que, en el fondo, lo que pasó es que tampoco hay fiesta que dure cien años ni cuerpo que la resista. Y mucho menos un cuerpo de policía. Pero lo que no logro comprender hasta hoy, es por qué, terminada la fiesta, la gran borrachera verbal, intuitiva, hermosa y poética, más tirada a lo Rimbaud que a lo Verlaine, eso sí, haya tenido que ser tan larga la perseguidora, tan horrible para muchos. Todavía hay gente que huye, que sufre, que se ha quedado callada para siempre, enferma, neurótica, y no hay nada tan enternecedor ni tan triste como el gochista viejo, ni a nadie en mi vida he visto envejecer tan rápido como al viejo gochista. Esconde barbas, pelambres y atuendos que un día fueron de orgullo, fueron arrogantes, en granjas, en comunidades erótico-yerberas, en charters de incompleta huida, qué sé yo. Es un viejo combatiente sin carné alguno, un viejo lobo de mar pero con seguridad social, y por donde va cae cansado, cansado de buscar y de no encontrar el territorio de la pasión, el único que habría podido recompensarlo por el generosísimo tinglado que armó, increíble tener que decirlo así, allá por el 68, con ayuda de la primavera y de la masa amorfa que lo envolvía incómodamente con el nombre de sociedad de consumo, con el cual ni siquiera ha quedado bien establecido cuáles fueron sus verdaderas relaciones, al nivel más antipático y profundo. Lo cierto es que después llegó el verano y todo el mundo necesitaba partir de vacaciones.
Y después llegó el otoño, que con tanto color tristón no era el mejor momento para empezar de nuevo. Y después el invierno, que sin color mayor, ni menor tampoco, tampoco era el momento más propicio. Y cuando volvió a llegar la primavera, pues se cumplía ya el primer aniversario de aquella célebre primavera rebelde que sacudió Francia, me cago. Y había que ver cómo hablaban y especulaban periódicos y sabios pedagogos, ¿se celebrará o no se celebrará nuevamente la fiesta? Cojones, cuando llega mi cumpleaños, o lo organizo yo todo, o a mí nadie me organiza nada. Y es así como nos fuimos quedando en puros brotes episódicos y de nuevo llegó el verano con su otoño, con su invierno siguientes, y a mí que no me vengan otra vez con cuentos: la juerga de mi cumpleaños no me la organiza nadie más que yo, y los aniversarios organizados por terceros pueden ser parte hasta de eso que se llama la recuperación, pero en ningún caso tienen que ver con la memoria colectiva, la que sí puede empezar con algo nuevamente.
Pero entonces nadie tuvo memoria colectiva de nada, y en todo caso, si de algo tuvo memoria el gochista viejo fue de aquel presente, quería todo completamente distinto ahora mismo y aquí mismo, y se negaba a que le hablaran del futuro, cosa esta demasiado nueva para ser entendida por la portera y el comerciante de la esquina, personajes que, sumados a otros exactos a ellos, de izquierda a derecha, constituyen una parte importante de la población de Francia. Dicen que por eso hay una cierta decadencia cultural en el país. En fin, lo cierto es que la casa de Ramón Montoya tembló pero no cayó, y tal vez no cayó porque tampoco tembló para tanto, qué carajo, y el gochista se bajó del carro de la historia no bien empezó a joderlo el que nada hubiera cambiado al nivel en que él lo deseó, intuyó, gritó, apedreó, presintió, cantó, bebió o fumó. Cualquiera de ésas es la palabra.
Unos llegan a alcanzar la desesperación del terror, otros la burocracia con televisión, pero el pobre gochista viejo decrepitó no bien llegó el terrorista feroz, qué va, sólo con la llegada del punk el pobre ya no sabía qué hacer con tanta barba y tanto pelo. Fue muchacho un cuarto de hora, parecía duro, no era duro, y de él sólo supe que había convertido la lucidez en masoquismo, que no se quedaba ni donde estaba contento, por temor a que lo estuvieran engañando. No era duro, nunca supe bien qué era, y ahora que venga un Proust sin tanta marquesa y sin tanto asma para recuperar todo este tiempo perdido que empezó con gente corriendo a gritos y slogans por las calles y conmigo perdiéndome todo el tiempo entre esa gente, confundidísimo y debatiéndome entre una vida de escritor comprometido pero que se ha quedado sin compromiso, en mi departamento, y la reconstrucción y modernización profunda de mi vida en torno a los nuevos slogans, a ver si lograba hacer algo por estar un poco más al día, para que Inés no se me fuera del todo. Maldita suerte, la mía: justo se me ocurre mandar a la mierda al Partido cuando empieza la revolución.
Vida exagerada, Martín Romaña, pero Inés aún no se te había ido del todo, y recuerda ahora escribiendo cómo entonces soñabas, soñabas con tener cara de slogan, caminada de blue jean, barba y pelambre, mirada de activista, pinta de póster, claro que soñabas más bien despierto que dormido, en el sentido más literal de la palabra, porque con la excusa de que no había tiempo para dormir, pues dormir era burgués, corrías tus insomnios por las calles soñando que te parecías al Che Guevara, cuando barricadeabas, y a Jean-Paul Sartre, cuando escribías. En fin, todo, con tal de que Inés no se fuera del todo.