La vida exagerada de Martín Romaña (37 page)

Read La vida exagerada de Martín Romaña Online

Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
13.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

Además, muy a menudo era Lagrimón quien hablaba. Hablaba hasta por los codos y siempre antes de empezar colgaba a su padre, ponía la bomba en la comisaría, y me anunciaba que a Francia habla llegado huyendo, es verdad, pero también para organizar dentro del Grupo tareas subversivas de amplio espectro internacional. Hablaba de los verdaderos cuadros revolucionarios, de las traiciones, del partido dentro del partido que hacía estallar a un partido, y de ahí pasaba de golpe a preguntarme si yo bebía mucho, por ejemplo.

—Muchísimo —le decía yo, por temor a que se fuera, ahora que ya me había jodido la mitad de la tarde.

—¿Y drogas?

—No se lo vayas a decir a Inés, por favor.

Se quedaba hecho mierda, a veces hasta se le derramaba el lagrimón, por lo cual yo le pedía mil consejos para evitar el trago y la droga, para evitar los problemas con Inés, para evitar el complejo de Edipo, para evitar que el Grupo dudara de la buena fe de un escéptico. No paraba de pedirle consejos hasta no ver el lagrimón nuevamente bien redondo y asomado en el ojo izquierdo.

—Vamos por partes, Martín. El trago, primero. Lo peor del trago es el vaso.

—Yo bebo en copa, Roberto. —A veces me olvidaba de su nombre y estaba a punto de decirle Lagrimón.

—Es igual. Uno se acostumbra a tener el vaso o la copa en la mano, y eso es parte de la adicción. Es una costumbre maldita, muy difícil de erradicar. ¿Tu madre bebe?

—Tiene la mano acostumbrada a la copa antes de las comidas.

—¿Del desayuno también?

—No. A esa hora reza.

—Es una mezcla extraña, Martín. Una mujer que bebe y que reza ha tenido que ser algo nefasto para tu infancia.

—Yo más bien pienso que se trata de una católica de manga ancha. Mi madre es muy liberal y muy coqueta.

—Pero a ti te ha hecho mucho daño, Martín.

—¿Cómo, Roberto? Por favor explícame cómo.

—Con dinero es muy fácil ser liberal y coqueta.

—Te olvidas de mi padre, viejo. Era el elemento catalizador más bueno que he visto en mi vida. En realidad, a veces no entiendo por qué estoy tan enfermo si lo tengo todo tan asumido en la vida. Mi padre…

—Déjalo en paz que ya está muerto. A mí la que me preocupa es tu madre, Martín.

Y se ponía a hablar, llegando a estados inconcebibles de tristeza. Una señora así, una señora que podía recitar a Proust durante horas y horas.
De memoria&hellip
; Una señora que hablaba un francés así. Noble, buena, fina. Una señora que, en eso tienes razón, Martín, era tan buena y tan liberal. Una señora que no había puesto reparo alguno en conversar amistosamente con él, un hombre marcado por la acción, por la bomba, por la extrema izquierda, por la comisaría, por los proyectos que traía para Francia. Porque yo, Martín, pienso ponerme muy pronto al día culturalmente y entonces van a ver esos engominados intelectuales franceses…

—Mira, Roberto, llámales más bien almidonados o apergaminados. Porque no hay un solo profesor en la Sorbona que use gomina…

—…una señora que puede recitar así no más a Proust,
tan
fácilmente. ¿Tú sabes lo que es Proust, Martín?

—Un genio.

—…Proust es un mundo entero, Francia, una cultura, un dios, algún día yo llegaré a leer a Proust… Una señora que viaja hasta Francia para visitar la casa de Proust, tanta delicadeza, ese señorío, esa educación privilegiada que en el Peni sólo llegará con el socialismo…

—¿Pero entonces por qué me ha hecho tanto daño a mí mi madre, Roberto? Por lo pronto, por el lado de Proust no parece haber sido. ¿Por la copa? Pero si a duras penas se toma un par de tragos antes del almuerzo y de la comida… Aquí bebió… que no nos oiga Inés… porque no se sentía bien.

—…una señora que se toma sus copitas antes de cada comida no revela más que ese refinamiento de tu señora madre, esa ternura, ese conocimiento de Proust, ese dominio de la cultura francesa.

—También habla y lee correctamente inglés…

—…una señora… Ya ves cómo también domina la cultura anglosajona. Yo tengo que ponerme al día, Martín. ¡Conchesumadre! El tiempo perdido. La puta acción y la puta bomba que no le deja tiempo a uno para… ¡La puta que lo parió! —Aquí Lagrimón pegó un porrazo con el puño sobre la mesita. La mesita no estaba pero igual el puño quedó satisfecho—. Una señora que ha podido perder todo el tiempo que se le antojaba y que sin embargo ha luchado por dominar íntegras las culturas francesa y la anglosajona. Y que a ti te ha transmitido todo eso. Tu madre es una santa, Martín. De ahí te vienen a ti el complejo de Edipo y el del vaso…

—Copa, Roberto.

—…que es el más difícil de erradicar. Más difícil aún que la desintoxicación del alcohol. Más la droga. Martín, puedes llegar a convertirte en un
drogadito
.

—No te preocupes, Roberto; jamás llegaré a ser un
drogadito
. —Gocé no corrigiéndolo.

—…una señora que te ha hecho leer a Proust… ¿A quién más has leído, Martín?

—Pascal, Racine, Moliere, Corneille, Malraux, La Fontaine, Proust, cinco veces, Hemingway en versión original, Miller, Cicerón, Plutarco, Freud, Marx, Engels, Mao, Trotski —noté que Lagrimón empezaba a perder interés, o sea que volví a la cultura de mi mamá—, Maupassant, Maeterlinck, Anatole France, Madame Bovary, Stendhal y
El principito
de Saint-Exupéry. —Le dije La Gioconda, para probar, y también me lo aceptó.

Fue una de las sesiones más desgarradoras de mi vida. Roberto Lagrimón López estaba deshecho. Había literalmente enterrado la cabeza en su enorme pecho oprimido, y se le habían venido abajo, entre otras cosas, largas mechas de pelo muy negro y brillantes. Y ni que decir de su estado de ánimo, todo lo contrario de brillante.

—Cultura —dijo— psicoanálisis —dijo— filosofía —dijo. Nunca había escuchado pronunciar estas tres palabras en el fondo de un pozo muy hondo y sin soga—. Filosofía —repitió.

Como que revivió con la palabra filosofía. Levantó la cabeza, y de un sacudón logró que todas las mechas negras volvieran perfectas a su lugar. Quedó prácticamente listo para una fiesta.

—¿Has oído hablar de un compatriota que se llama Salaverry, Martín?

—¿Carlos Salaverry? Es un gran amigo. Estudia Filosofía.

—Dicen que ése sí que sabe mucho. Dicen que hay que pedir cita para verlo. A esa gente hay que ganarla para la revolución. Dicen que es el discípulo predilecto de Heidegger y que hay que pedir cita para verlo. Dicen que es muy serio. Dicen que hay que pedir cita para verlo. Yo no me atrevo porque dicen que es muy serio.

—Cuando bromea, sobre todo. Por ejemplo, él dice que Heidegger es uno de los tipos más aburridos que ha conocido en su vida, y que en cambio el hermano, que es empleado bancario y juega fútbol, es un tipo realmente cojonudo.

Nunca vi a Lagrimón tan desconcertado en mi vida. Salaverry contra Heidegger, qué era eso, qué pasaba. Y lo peor del asunto es que yo ya no daba más de tristeza, de abatimiento. A veces quería tanto a ese imbécil que tarde tras tarde me estaba jodiendo la vida. Había llegado a mí, a mi madre, por mí, y ahora quería llegar a Salaverry. Había puesto bombas y era valiente y estaba cagado por un lagrimón, y la muy tonta de Inés, otra imbécil mi adorada Inés, creía que yo necesitaba que ese experto en desgarramiento dialogara conmigo y me ayudara a salir adelante. Yo también hubiera querido gritar la puta que lo parió y pegar un puñetazo en la mesa, pero pertenezco más bien del todo al tipo no agresivo y a eje tipo todavía peor que aun cuando decide volverse loco un rato sabe que la mesita no está ahí.

—Lagrimón —le dije, con el alma, porque llamarlo por su apodo podía incluso rejuvenecerme. Para mi asombro, no le importó un repepino que le dijera Lagrimón, o sea que arranqué de nuevo—: Mira, Lagrimón, Salaverry es íntimo amigo mío y tan buen humorista y filósofo como para dejar que corra por ahí la bola de que se necesita cita para irlo a ver. Como no faltan pelotudos que se la creen y le piden cita, él se la niega porque para qué le vas a dar cita a pelotudos, ¿no? Esta noche lo llamo y mañana vamos a verlo a las tres.

Han pasado más de diez años de aquello y todavía no logro explicar cómo me miró Lagrimón. Sólo sé que aquella tarde se olvidó de descolgar a su padre y de llevarse su bomba y su soga. Pero antes de partir, y como quien agradece, porque en su mirada había habido mucho de agradecimiento, eso sí, tuvo la increíble concha de decirme:

—¿Y la
sección
de mañana?

—La
se
sión de mañana la dejamos para la
se
sión de pasado mañana.

—Pero tu tristeza se está agravando, Martín. No veo aún resultados positivos.

—Mañana contagiamos a Salaverry y así nos vengamos un poco del mundo, Lagrimón.

ROBERTO LÓPEZ, SEÑOR SALAVERRY, A SUS ÓRDENES

Nunca sentí tanta ternura por Lagrimón, como al verlo entrar al departamento de Carlos Salaverry. No sé, pero lo cierto es que de golpe sentí incluso aquel atroz remordimiento que lo agarra a uno a veces al darse cuenta de que una broma ha ido demasiado lejos, que ya no es broma, que la hemos convertido en burla, en escarnio. Es un recuerdo infantil el culpable de estas angustias. ¡Qué recuerdo ni qué ocho cuartos!, es un verdadero trauma infantil el culpable de estos insoportables malestares que me sorprenden así, en lo mejor del buen humor. Una tía vieja y buenísima era la encargada de bañarme cada noche. Al agua patos, me decía siempre, al cogerme por los brazos para que no me fuera a resbalar mientras entraba a la enorme tina. Total que a mí eso se me grabó y los patos eran unos animales que debían estar siempre en el agua. Y no sé a quién se le ocurrió, para mi desgracia, traerme unos patitos de regalo. Un atardecer me dejaron solo en el patio con los patitos y yo dale y dale con que no se salieran de su batea, mientras los pobrecitos insistían en salirse muertos de frío y con sus plumitas hechas un desastre de color amarillito tembleque, qué sé yo si de nervios o porque los estaba matando de tanto estarlos metiendo de nuevo al agua. Ya era de noche cuando apareció la cocinera en el patio donde yo seguía poniendo en práctica el refrán de mi tía, que era muy muy piadosa. Horror. Nunca me han llovido más gritos en toda mi vida, y de instancia en instancia, además, porque la cocinera me pasó donde el ama de llaves y ésta donde la culpable del refrán y mi tía con su rosario donde mi madre y de ahí todavía donde mi padre que llegaba tan cansado del trabajo. Debo haber tratado de balbucear varias veces algo tan lógico como mi profundo amor por unos patitos que no estaban cumpliendo con las indicaciones de mi tía y que por lo tanto estaban en peligro de morirse o algo así, pero al fin de las abrumadoras instancias no me quedó más remedio que salir de nuevo al patio llorando por unos patitos que mi maldad, no hay otro nombre para lo que ha hecho este niño, probablemente había matado. Tres bultitos amarillos acostados muertos junto a la batea. Basta y sobra.

Un día le conté esta historia al escritor Bryce Echenique y a él le interesó. Se la regalé, en vista de que yo había dejado de escribir, y tiempo después la convirtió en un cuento titulado precisamente
Al agua patos
. Pero a mí me sigue jodiendo todavía. Claro, es absolutamente lógico que me siga muriendo de pena al recordar que maté a los animalitos esos, no hay nada de enfermizo en ello, y está superasumida la natural tristeza del asunto, he matado a mis tres juguetitos vivos y todo eso, pero lo cierto es que ello hace que tenga siempre terror de llevar mis bromas y hasta mis acciones, en general, más allá de su intención inicial. Y por eso no falta incluso quien me habla de Herodes al ver lo indiferente que me dejan los bebes. Pero no me dejan indiferente los bebes, lo que pasa es que me hago el frío, el duro, el seco, cualquier cosa antes que cargar a un bebe y meterle un dedo al ojo o apretarlo demasiado fuerte por andar acariciándolo cariñosísimo y nerviosísimo. Culpa de los tres patitos que siempre parecen querer arrastrarme más allá de mi intención inicial. De puro desesperado.

Lo de Lagrimón no era ni siquiera una broma. Era en realidad darle gusto en su más profundo deseo. Pero ya ven, me agarró esa ternura insoportable al verlo entrar a casa de Carlos Salaverry y no tuve más remedio que buscarme cualquier pretexto para llamar a Carlos a un lado, porque Lagrimón acababa de soltar su Roberto López, señor Salaverry, a sus órdenes, y el muy bestia de mi amigo era capaz de soltarle un Carlos Salaverry, a sus marcas, listos, ya, o algo así.

—No te preocupes, Martín —me dijo—; voy a tratar de ayudarlo en todo lo que pueda. Pero acuérdate de mí, que ya tengo muchos años en Europa: el día que sustente mi tesis me lo encuentro a éste en el jurado. Acuérdate de mí.

La salida tan típica de Carlos me devolvió el buen humor. Pero ahora, en cambio, el que parecía estar sufriendo espantosamente era Lagrimón. Para empezar, la biblioteca, la biblioteca lo hizo mierda de entrada. No sé si empezó a contar los libros pero lo cierto es que se quedó parado de espaldas a nosotros, mirando y mirando de un extremo a otro y realmente como si estuviese contando la enorme cantidad de libros.

—Roberto —le dijo por fin Carlos, como diciéndole está bien que te gusten tanto los libros pero siquiera háblanos.

—Sí, señor Salaverry…

—Tutéame, por favor.

—Cómo no, señor Salaverry.

—Roberto, los libros están a tu disposición.

—Pero me han dicho que tiene usted una primera edición de Descartes.

—Manías de este tonto —dijo la esposa de Carlos, que aparecía en ese instante.

—Señora…

—Hola, Roberto, ¿cómo estás? Te presento a nuestra hijita Marisa.

Marisa besó a todos los presentes, y acto seguido se dirigió a la gran ventana que daba al Boulevard Voltaire. Allí se estuvo parada un rato, contemplando unos altos nubarrones que pasaban por el horizonte, y de regreso pronunció una frase que nos dejó a todos cojudos, a pesar de que ya estábamos acostumbrados a las genialidades de la niña.

—Papá —dijo, señalando la ventana—, mira: el cielo se va.

Iba a decir que claro, que tras la muerte de Dios ya para qué cielo, pero Lagrimón se me anticipó suplicante, hecho mierda por la profundidad de la frase.

—Edad
, señora —imploró.

—Cinco años, Roberto. Pero por favor llámame Teresa.

Claro, al pobre Lagrimón era la primera vez que le tocaba escuchar una de las genialidades de la niña. Creo que fue demasiado para él, tras lo de la primera edición de Descartes. Enterró pico, largas cerdas azabache le cayeron sobre el pecho, y se quedó como muerto de tristeza en el sillón. Aprovechamos para hablar de otras cosas, mientras revivía, pero revivir le estaba resultando bastante difícil porque cada vez que abría los ojos se topaba contra un nuevo obstáculo cultural y volvía a caer abrumado, sin lograr tampoco extraer la cabeza enterrada en el pecho doliente. Pasaron horas antes de que dijera, como aterrado de haberse atrevido por fin a volver a la habitación: ¡Salaverry, cuántos lápices!

Other books

The Last Vampyre Prophecy by Ezell Wilson, April
Risky Business by Melissa Cutler
The Wings of Ruksh by Anne Forbes
Shadows Linger by Cook, Glen
Children of Hope by David Feintuch