Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Es un necio, Inés. A mala hora se me ocurrió llevarlo conmigo hasta el Perú. Me va a arruinar el viaje.
—Proust es lectura para largas convalecencias, señora —le dijo José Antonio, riéndose a carcajadas—. Y no crea usted que no lo respeto y admiro, pero con este día tan claro, con ese cielo tan azul que se ve allá afuera, qué mejor que una prosa eficaz, optimista, demoledora.
—Es un necio —repitió mi madre—. Este hombre me arruina el viaje. Vamos a almorzar y a dar un buen paseo por la Costa en auto. Por lo menos que no me arruine mi último día en Francia.
—¡Invito yo! —gritó José Antonio.
—Bueno, pero con la condición de que no traiga usted ese libro tan pesado.
Tuve que prestarle a José Antonio todo el dinero que tenía, para que pagara el alquiler del automóvil con el que pasamos nuestro último día en la Costa. Una vez más, mi madre se quejaba del frío, mientras él iba sudando a chorros y diciendo que los escritores peruanos eran todos unos incultos en materia de botánica. Ignoraban los nombres de los árboles, de las flores, de las plantas. Y no sólo los escritores, agregaba, apostando que ahí ninguno de nosotros era capaz de decir cómo se llamaba aquel árbol, aquella enredadera, aquella flor maravillosa. Y en efecto, Inés y yo casi nunca acertábamos. La única que logró salir más o menos airosa fue mi madre. Para algo me he ocupado siempre del jardín de la casa, me decía, pero en tu caso, Martín, es una verdadera vergüenza que te las des de escritor y no sepas ni lo que es una buganvilla.
—Sindicatos… Qué horror… La fortuna que se gastó tu papacito en educarte, para que luego termines escribiendo sobre sindicatos.
Me repitió la misma frase en el momento de embarcarse, mientras yo trataba de besarla, de abrazarla con todo el cariño del mundo. José Antonio se había despedido antes, diciéndonos que quería dejarnos disfrutar en paz de la última media hora con esa mujer ma-ra-vi-llo-sa. Le rogué que la cuidara, que no la dejara sola un solo instante hasta que llegaran a Lima. Le pedí incluso que la hiciera examinar por el médico del barco. Lo prometido es deuda, me dijo, dándome un fuerte abrazo, y precipitándose luego sobre Inés con lágrimas en los ojos.
—Mujer, deja escribir en paz a este muchacho.
—No seas idiota, José Antonio, por favor.
—Bueno, mujer, bueno. Entonces enséñale el nombre de algunos árboles, por lo menos.
—Deja que los aprenda él solo.
—¡Oh, fierecilla indomable! —le dijo José Antonio, y empezó a subir lentamente al barco.
En el tren de regreso a París, Inés me acusó de cosas que jamás habían pasado por mi mente. Había tratado a mi madre como a una vieja, haciéndola sentirse inútil, haciéndola sentirse vieja, cuando ella luchaba por mantenerse joven y era lo más coqueta del mundo. No había podido soportar el paso del tiempo sobre el rostro de mi madre. Todas mis obsesiones y fantasmas se habían manifestado en la necesidad de verla enferma, de quererla proteger como a una inválida. Y por último había llorado como un imbécil en el puerto.
Pasaron días de muchos silencios y evitamientos entre Inés y yo, aunque ella a cada rato volvía a repetirme que la tristeza que se reflejaba en mi rostro era enfermiza.
—El único verdadero demacrado en toda esta historia eres tú, Martín.
Lo mismo opinaba Lagrimón López, quien con toda concha inició sus estudios y prácticas psicoanalíticas, al mismo tiempo, psicoanalizándome a mí. Bueno, eso era lo que él creía, por lo menos, sin darse cuenta de que era yo en cambio quien estaba aprendiendo muchísimo sobre sus fantasmas, si es que se le puede llamar fantasmas a algo tan palpable y evidente. Cada tarde, a eso de las tres, Lagrimón echaba la puerta abajo, entraba al departamento como si acabara de poner una bomba en la esquina, se sentaba aparatosamente a mirarme como si estuviese mirando a mi mamá, y tras haber irrigado el ojo izquierdo lo suficiente como para que el lagrimón empezara a colgar enorme, me declaraba enfermo de tristeza. A mí eso me servía para no tener que trabajar en la novela; en efecto, qué mejor pretexto que el diálogo con un cuadro político para no enfrentarme al estancamiento político-literario, y ahora también freudiano, en el que me hallaba. Lo único malo, lo único realmente fatal en esta historia de fantasmas van y fantasmas vienen, era que cada tarde, al despedirse, Lagrimón me dejaba de verdad enfermo de tristeza. Pero él insistía en venir y continuaba echando la puerta abajo. No podía prescindir de mi enfermedad, aunque él estaba convencido de que era yo quien no podía prescindir de su tratamiento. Y ni siquiera el día en que llegó la carta de José Antonio, anunciándonos que mi madre había llegado a Lima con fiebre de Malta, y que sin duda alguna la había tenido ya, o la había estado incubando durante su estadía con nosotros, ni siquiera ese día desistió Lagrimón.
Traté de darle la noticia a Inés de la manera en que menos afectara nuestras relaciones conyugales.
—Amor, mamá ha llegado a Lima con fiebre de Malta y a José Antonio le sacan un riñón, pero el tío Fortunatito ha asegurado que en un mes más los dos estarían como nuevos.
Inés pegó la bizqueada rotunda de nuestro historial conflictivo, y siguió caminando hacia la cocina porque Lagrimón estaba esperándome en su sillón y porque. Fue la primera vez que se le derramó el lagrimón (lo reemplazó inmediatamente por otro exacto), pero ello en nada alteró la creciente necesidad que tenía yo de que cada tarde, a las tres, me declarara triste. Y por eso hasta ahora pienso que la más contagiosa de las enfermedades puede ser una buena depresión.
Un último dato, ahora, para terminar con esto. Mayo del 68 estaba
ad portas
. Aquella hoy antediluviana temporada rebelde, propiciadora de todo tipo de arreglos, re-arreglos y desarreglos, muchos de ellos anémicos, estaba a la vuelta de la esquina.
A título de información general, y a riesgo de que se me tome por el más grande de los repetidores de palabras, voy a decir lo que tantas veces se ha dicho y escrito en Francia sobre mayo del 68. Es decir, que nunca se han dicho y escrito tantas cosas sobre un acontecimiento social como las que se han dicho y escrito en Francia sobre mayo del 68. Y esto es lo mejor que se ha dicho y escrito sobre mayo del 68. Se mataron constatando, desde sociólogos hasta moralistas, para beneplácito de la industria editorial, que también tradujo libros con elaboraciones previas y hasta definiciones anticipatorias elaboradas por visionarios de otros países, para breve, balbuceante, y por qué no, profunda ilusión de una juventud, no toda, tampoco, no se lo vayan a creer, que habiendo abandonado en la medida de lo posible el caducado hogar, sólo retornaba muy de vez en cuando a él, y más que nada para atacar la agresiva refrigeradora de la abundancia. Pero el pájaro azul había muerto de aburrimiento glacial.
Es mi entristecida opinión, en aquello de la refrigeradora los muchachos no llegaron hasta el fondo de su copa de champán. Son palabras de tango, pero cuando uno manda a la mierda a sus padres no es normal continuar manteniendo relaciones afectivas con su refrigeradora. Genera mucha neurosis. Pero la espada y la pared vienen cuando hasta las revistas de izquierda publicitan con colores que no existen refrigeradoras más dolorosas que las de casa, y ese auto ese estereofónico ese paraíso ese trópico y ese doloroso taparrabos que compraremos o robaremos sin llegar a
ser
esa otra chica (debió ser por eso que Euphemie decidió volverse fea. En todo caso, una noche soñé con una muchacha que necesitaba a gritos en una tienda.
Necesitaba a gritos en una tienda
, insisto, y no el taparrabos que había visto en la publicidad de imposibles formas y colores sino el deseo de
ser
lo que había visto). Se genera mucha infelicidad y violencia.
Aquello de la refrigeradora resultó muy fácilmente incomprensible para los obreros afiliados a los tradicionales partidos de izquierda. Entonces los muchachos se quedaron solos con sus slogans grupusculares mientras que los obreros fueron coherentemente crepusculares porque la verdad es que todos somos pecadores y nadie en tiempos de despelotes ideológicos está dispuesto a caminar con las pantuflas mentales hasta la refrigeradora y a abrirla y a no encontrar el televisor adentro y el automóvil en la calle. Nunca me hagan eso. Se anunciaba que el mundo fue y será una porquería y que uno es poquita cosa y que las palabras dulces serían pronunciadas por corazones sin fe.
Para retomar por algún lado el asunto del pájaro azul surgieron los charters a Katmandu o al Cuzco o a California
here I come
. Habían proliferado también las traducciones a las que me refería anteriormente (Mao, Hô Chi Minh, Henry Miller, Fidel Castro, Che Guevara, Malcolm X, Angela Davis, Wilhelm Reich, etcétera etcétera etcétera y al cuarto etcétera le agrego este etc…), un poco como si otra vez los bárbaros tuvieran algo que decir. Estos libros se vendían acompañados de posters y, si mal no recuerdo, el poster del Che Guevara era el que se vendía más, perdonen la tristeza. Entonces aquellos muchachos coleccionaban esos libros bajo sus posters y yo, terrible curioso de la pena, los leía. Quiero decir que me tomé el trabajo de leer
sus
libros. Me explico: cosas del trabajo que ya contaré algún día me acercaron a ellos y yo leía el libro o los libros que habían sido adquiridos por un joven del año 68 y siguientes. Era como leerlos a ellos porque subrayaban como locos en los primeros dos o tres capítulos, habían hojeado un par más, y el resto del libro sólo lo leía yo.
Pasaba el tiempo y sentía que un velo de tristeza iba cubriendo marginalidades y apagando miradas. Un día regresé de un viaje al Perú. Regresé en pleno invierno y tras haber abandonado un caluroso verano limeño. Pero no fue la oscuridad del frío en aquella callejuela de mi primera salida la que me hizo andar soltando en los meses siguientes que en los ojos de un ancestralmente hambreado y paupérrimo viejo andrajoso peruano había encontrado más-brillo-más-vida que en tantos ojos de veinte años y menos con que me crucé mientras iba comprando algo que traer para mi pequeña refrigeradora fea que basta con que funcione (a veces, cuando me levanto del sillón, me gusta posar ante mí mismo de rebelde nuevo, y me paso un rato contemplando mi refrigeradora, azul, chiquita y funcional. Tal vez sea mi último homenaje a Euphemie). Aquel manto de tristeza había terminado por cubrir a todo un mundo.
Yo había envidiado a aquellos muchachos. Los había envidiado con cariño, con interés, y de una manera muy sana. Entre ellos nunca necesité perder edad ni estatura, aunque a veces tal vez por costumbre me haya ocurrido. Había querido aprender de ellos el secreto de su desenvoltura inicial, porque mucho de lo que me ocurrió durante aquel famoso mayo y después me obligaba a buscar en ellos algo que a mí me faltaba a gritos. Como que quería que me contagiaran. No sé si lo logré, pero pasaron los años hasta que pararon los años aquellos y las cosas sucedieron de tal manera que de pronto un día Euphemie se colgó. La había conocido allá por el 72. La vi muy poco, siempre es demasiado poco, a lo largo de varios años. Era muy alta y muy bonita cuando la conocí. Era también una de las personas más honestas que he conocido en mi vida.
A esos muchachos les llamaban los marginales y estoy seguro de que no debió faltar un sabio pedagogo para llamarlos los nuevos marginales o algo así. Para mí, el problema es que, o eran cada vez más numerosos, o a mí la vida me llevaba por las calles que transitaban. Como siempre, he llegado a pensar, la vida exagerada de Martín Romaña. Pero también me parece que al principio estos muchachos se marginalizaban y que con el andar del tiempo empezaron a descubrirse marginalizados, en lo cual hay una gran diferencia, la misma enorme diferencia que hay entre ser triste y ser alegre. Digo ser, no digo estar.
Euphemie solía agredirme, burlarse de mí, tenerme cariño, caer por casa y sentarse con una pierna que le temblaba en el diván que está al frente de mi Voltaire. Probó muchos viajes (yo mismo le organicé uno a México, y le di la dirección de una amiga que me escribió diciéndome Euphemie tiene una cara muy moderna), probó muchas facultades, muchos amigos, muchas drogas y algunos libros. Tuvo un novio. La encontré casualmente algunos meses antes de que se colgara y había perdido por completo su belleza. Deduje fácilmente que la mala calidad de su vida y la de los paraísos artificiales que frecuentaba eran la causa de ello. La honestidad seguía igual, enorme, total. Una noche su madre me avisó por teléfono que había regresado a su hogar para colgarse, y después me volvió a llamar varias noches porque necesitaba hablar con alguien que había conocido a Eufe, a Mimí. Inmigrantes italianos, y me contó que ella le contaba a Eufe, a Mimí, que pobre y joven como fue en Italia, había conocido la risa, la alegría, la ilusión y el brillo en la mirada. Me contó que Eufe, Mimí, le decía, cuando le hablaba, no siempre le hablaba, ésos son cuentos de hadas, mamá, cuentos de hadas. Usted perdone, señor, pero mi marido se ha ido al café de la esquina y lo comprendo pero yo necesitaba hablar con alguien que haya conocido a Eufe, a Mimí. Cuando usted desee, señora. Usted perdone, señor, pero encontramos su teléfono en el único papelito que dejó Eufe, Mimí. No dejó explicación alguna, sólo ese papelito que decía mañana, vacuna, y llamar a Martín el idealista y su número de teléfono. Por eso lo llamé, señor, y le avisé que se había colgado y usted perdone que lo haya vuelto a molestar ahora pero es que. Cuando usted desee, señora… Inmigrantes italianos y les había ido bien en Francia y habían tenido esa hijita que era la debilidad de su padre, pero que la vida moderna se había llevado y ellos ni siquiera sabían dónde vivía.
Un amigo me explicó que el haberse colgado revelaba orígenes campesinos. Se quedó igualita mi pena y varias noches más casi me mata la mamá de Euphemie con ese acento. Nunca supe en dónde vivía o por dónde anduvo aquella muchacha que solía caer por aquí con una pierna temblando, para agredirme, burlarse de mí y quererme, todo al mismo tiempo. Y estoy seguro de que tampoco hubo pájaro azul alguno que buscar en su casa y ahora sí ya pasaron y pararon los años aquellos del 68, porque cómo puedo agregarle algo más a esta información general si nunca supe dónde vivía Eufe, Mimí. Los fracasos se viven, no se explican.
Paso, pues, a lo particular, con la sensación de que en este terreno me sentiré más cómodo. Si tenemos en cuenta que nunca ha habido tanto psicoanálisis en Francia como a partir de aquel famoso mayo, resulta que yo termino siendo un prototípico calibre 68, y también, por única vez en mi vida, un hombre de vanguardia, un hombre que se adelantó a los acontecimientos. Reconozco que este honor lo comparto en mucho con Lagrimón, pero no olvidemos que ya desde mi regreso de la Costa Azul, y aquello fue a fines de marzo, o sea casi dos meses antes de mayo, cada tarde a las tres me sentaban, me declaraban triste, y me hacían hablar. Yo no estaba tan triste, es la verdad, y Lagrimón tampoco era psicoanalista, ni había diván sino que cada uno se sentaba a un lado de la mesita en que ponía los turrones de mi madre y que, a escondidas del monstruo, estuvo en reparación durante las primeras semanas del tratamiento, porque mi psicoanalista la había hecho añicos cortando y salpicando trocitos de turrón a cuchillazo limpio. Después la escondía todas las tardes a las dos y cincuenta y cinco, pero igual nos sentábamos Lagrimón y yo, uno a cada lado de la mesita, porque él nunca se dio cuenta de que simplemente ya no estaba ahí. Yo le contaba mi vida, evitando de esa manera enfrentarme con los sindicatos pesqueros, con el patronato, con el Grupo, y con Inés, y Lagrimón irrigaba el ojo izquierdo, cumpliendo su deber. Verán, pues, que hasta el psicoanálisis fue en mi vida una situación exagerada.