Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Bueno, de una vez contaré de qué se trata, aunque no sé cómo mi cuaderno azul puede resistir tanta inmundicia junta, sin que se pudran sus páginas. Habla, pues, Vladimir Ilich, habla pues huevón…
—Víctor Hugo… en realidad no se trata de una fiesta… Se trata de algo muy serio… Martín.
—Debe ser algo demasiado serio, Vladimir Ilich, porque acabo de enterarme, finalmente, de que me han estado mintiendo todo el tiempo.
—Mintiendo no es la palabra, Martín.
Ésa, mi querido cuaderno azul, esa que acaba de hablar era nada menos que inés, la misma Inés de la hondonada, la luz de donde el sol la toma la tomaba. Andábamos con mayo de 1968 a
d portas
, y ahora que lo pienso, ahora que lo escribo, nada de raro tenía que también en casa se anunciaran importantes acontecimientos. Detengámonos, un instante más, oh querido cuaderno, en el fin de la hondonada, no el fondo sino en el fin de la hondonada: Inés tiene en las manos un azafate con tazas de café y copas de vino, mintiendo no es la palabra, martín. Y no nos detengamos ya más, porque a lo mejor el recuerdo se precisa hasta la exactitud y terminamos escuchando, por tercera vez, la misma voz, la misma frase, mintiendo no es la palabra, pero dirigida a Víctor Hugo, ahora. No podría afirmarlo. En la rabia de las peleas a muerte, uno ni cuenta se da de los golpes que va recibiendo. Es cosa sabida que sólo después empiezan a doler. Este argumento se usa en defensa de las corridas de toros, por ejemplo, cada vez que una británica dama de la Sociedad Protectora de Animales se queja de la pica o de las banderillas. No podría afirmarlo, pues, pero la bizqueada de Inés fue sensacional y creo que desde entonces empezaron sus grandes esfuerzos por verme de vez en cuando, al menos. Y es que la pobre miraba, y veía ya donde yo no estaba.
—¿Cuál es la palabra, entonces, Inés?
—Víctor Hugo —interrumpió tristísimo Lagrimón.
—A ti que te interesa tanto la cultura francesa, Roberto, creo que debes enterarte de que los franceses pronuncian Victorhugó. Más la u que es jodidísima de pronunciar.
—Vete a la mierda, Romaña —dijo León.
Hice un gesto de inmovilidad, de rigidez total, y de desesperación, que significaba estoy precisamente donde me acaban de mandar y no logro salir de ahí, pero deduje que nadie me había entendido porque nadie quiso trompearse conmigo y porque Inés no bizqueó. Fue un humor tan negro, además, que mejor que no lo entendieran.
—Camaradas —dije—, decidamos ya que ésta es una reunión informal e improvisada del Grupo y pasemos por fin al orden del día, lo cual en resumidas cuentas quiere decir vamos de una vez por todas al grano, camaradas. ¿Qué pasa? ¿Alguien ha visto a Enrique Álvarez de Manzaneda dirigiendo el tráfico en la plaza de la Concordia o algo así?
—Mira, cojudo, si crees que te vas a seguir burlando de nosotros. —Sus mocasines hablaron por él.
—He dicho que vayamos al grano y no me he burlado de nadie… Hasta ahora, por lo menos.
—Martín…
—¿Sí, Inés?
—Víctor Hugo, por favor —intervino Karl.
—Inés, tú no me vayas a llamar. Víctor Hugo, por favor.
—Ay Martín, no seas tonto.
Nadie sabrá nunca lo riquísimo que podía decir Inés «Ay Martín». O sea que además de todo se me paró. Lástima que estuviera sentado porque no se notó nada y tal vez esa carta… Bah, de nada hubiera servido jugarse esa carta tampoco.
—¿Para qué tipo de fiesta necesitan la terraza, señores?
No digo que el Grupo entero haya bizqueado porque el camarada Pies Planos estaba ausente (su historia es peor que la mía). Sería, pues, exagerar un poco. Pero confieso que el quorum enterito enmudeció ante mi poder de obvia adivinación. Pensé que era un buen momento para decidir volverme loco un rato, pero inmediatamente me di cuenta de que eso hubiera sido más bien hacerse el loco ante una situación que tenía que aclararse entre amigos. Porque además de todo estos huevones eran mis amigos. Sí, sí, con excepción de Mocasines, los consideraba uno por uno mis amigos. Por fin soltaron el globo y llegamos al grano.
—Mira, Martín —dijo León—, hemos estudiado tu terraza y resulta un lugar ideal…
—¿Ideal para qué más? Porque ya sé que es ideal para una fiesta. Ustedes mismos me acaban de decir esta tarde que la terraza es un sitio ideal para una fiesta, pero ahora resulta que
no
se trata de una fiesta.
—Mira, Martín… Hace unos años los cubanos pusieron sobre la torre Eiffel una bandera y un enorme letrero que saludaba el triunfo de la revolución. Fue un gran golpe y nosotros hemos pensado hacer algo parecido. En fin, ya está decidido que pasado mañana, en la madrugada, vamos a lanzar de tu terraza…
—Es
nuestra
terraza —interrumpió Inés.
—…vamos a lanzar de la terraza de ustedes un enorme globo en el que diga ¡viva la lucha del pueblo venezolano!
—¿Venezolano? ¿Y por qué no peruano?
—Es una cuestión estratégica que ha sido decidida a alto nivel; es así y punto.
—Bueno, de acuerdo. Pero ¿por qué de mi terraza?
—De
nuestra
terraza, Martín —volvió a aclarar Inés, quien hace tiempo venía librando una solitaria, marxista y total batalla contra los pronombres y adjetivos posesivos en singular. Era horrible vivir sin
mis
, sin
tus
, sin
sus
. Felizmente un día dije mi bigote y ella saltó corrigiendo: nuestro bigote. Bizqueó un montón la pobre, pero yo volví a tener navaja y crema de afeitar, mi ropa de baño, mis camisas, etc… Pero en fin, con lo de la terra2a sí tenía razón, sólo se la podía mencionar en plural: era hasta de Bibí.
—¿Por qué mierda de
nuestra
terraza y no del techo de tu hotel, por ejemplo? ¿O del de Vladimir Ilich o Karl o del de cualquier otro miembro del Grupo?
—Porque la posibilidad existe, y en esto hay que ser honestos, de que alguna gente vea surgir el globo del techo, en la madrugada.
—El primero que va a ver surgir el globo en la madrugada es Bibí, que es perrito de monstruo. Esa mierda ladra hasta cuando yo respiro.
—Por eso no te preocupes. Nosotros nos quedamos aquí en la noche y tú e Inés entran con el globo desinflado. Y camuflado, por supuesto. Por más que ladre el perro y salga el monstruo, son ustedes los que están llegando a su casa. Y después nosotros desaparecemos por los techos. Para eso nos hemos estudiado bien tu terraza.
—Nuestra
terraza —corregí yo, esta vez, en vista de que Inés parecía haberme cedido de pronto su parte. Y como no hubo comentario alguno, aproveché para preguntar por aquel asunto de la gente que podía verlo surgir de
mi
terraza, en la madrugada.
—Ése es el riesgo, Martín —intervino, valientísimo, el Director de Lecturas.
—Ése es el
primer
riesgo, Vladimir Ilich. —Casi escribo «mocasines», pero entonces no me atrevía a llamarlo con tanta evidencia y sería faltar a la verdad—. El
segundo
es que entre los madrugadores esté la policía. Más que un riesgo es una fija, camarada. Y si por casualidad la policía falla en la madrugada, alguien le habrá avisado ya, un par de horas más tarde, de dónde salió ese globazo que cuelga sobre París.
—Exacto. Ahora bien, ¿estás o no dispuesto a correr ese riesgo?
—Para empezar, Vladimir Ilich —qué culpa tendrá Lenin de todo esto—, el riesgo no es sólo mío; al igual que la terraza, es también de Inés.
—Yo estoy por el globo, Martín.
—De acuerdo, Inés. Pero con una condición. Mía. Ni tuya ni nuestra esta vez.
—¿Cuál es tu condición, Víctor Hugo? —preguntó Lagrimón.
—Mi condición es saber por qué ninguno de ustedes está dispuesto a correr el riesgo. Es mucho más fácil meter el globo al hotel o al departamento de algunos de ustedes que aquí. Mi condición es saber por qué el riesgo sólo puede ser mío.
Ahora sí puedo decir que habló Mocasines. Qué tal hijo de la gran puta. Y qué claro explicaba las cosas. Las resumo, porque más importante es lo que viene después. Yo podía y tenía que correr el riesgo porque si me pescaba el monstruo…
—Me bota del departamento. ¿Y con qué plata voy a conseguir otro? Lo que gano dando clases en ese colejucho de mierda, con las justas me da para pagar éste, y para el restaurant universitario. Los cigarrillos y el cine me los paga Inés con su beca.
…porque si me pescaba el monstruo, mi familia, que era una familia acomodada, podía ayudarme desde Lima. Había que saber servirse de una coyuntura de ese tipo. Arreglos de ese tipo con la burguesía los había habido millones, en la historia de la revolución mundial…
—De acuerdo, pero en la historia de
mi
revolución, aquí en París con ustedes, ustedes mismos me han enseñado, repetido y machacado, hasta el cansancio, que yo tengo que haber roto para siempre con mi familia. Aparte de que no se les ha ocurrido pensar que también mi familia puede haber decidido cagarse en mi persona y que Martincito se las arregle solo en París, por imbécil. ¿Están locos o qué? Yo mismo me he enseñado a tener todo lo que tengo en este momento, que es menos que muchos de ustedes, y ahora, porque la coyuntura lo exige, se me declara niño bonito nuevamente. Y claro, dentro de un mes me lo criticarán. ¡Qué dentro de un mes! Me lo criticarán a la primera duda. Y francamente, ya en este instante estoy llenecito de dudas por todas partes. Pero en fin, pasemos a la policía ahora. Quiero oírte, Vladimir Ilich.
…salvo que yo por mi origen de clase me negara a aceptar tales pactos, demostrando así que lo de niño bien no desaparecería nunca de mí. Porque también mi familia se ocuparía de sacarme de la cárcel en Francia…
—Mira, huevón, mi padre murió niño bien pero sin haber comprado un solo juez en su vida. Y no crean que lo estoy alabando. Por el contrario, creo que fue su más grande defecto, dadas las circunstancias de lugar, tiempo, espacio, extracción social, ciudad, país, etc… En fin, el pobre fue algo así como el manganzón del barrio… Y ahora no veo cómo mi familia de niños bien va a llegar hasta Francia para sobornar jueces; no creo que llegaría ni siquiera a sacarme de la comisaría.
…y en todo caso el embajador tenía que ser amigo de mi familia porque todos esos hijos de putas son amigos y se deben favores.
Entonces sí ya decidí volverme loco un rato, por ser ésa la única manera de permanecer tranquilito, muy sereno, y de no mandar a gritos a todo el mundo a la gran puta de su madre y de largarlos del departamento, no sólo burguesamente, sino hasta con modales de reina de Inglaterra, de haber sido aquello posible. Y también decidí volverme loco un rato porque Inés estaba tan bizca que ni me veía ni me escuchaba porque yo la quería tanto.
—
Señora
y señores: no puedo mudarme de esta casa porque un vicio oculto, o mejor dicho, porque un vicio que nos ocultó el monstruo de madame Labru, al entregarnos el departamento, se fue convirtiendo poco a poco en la única fuente de paz y de amor que ha vivido esta pareja que ustedes están a punto de destruir. No me voy de esta casa, no me corro el más mínimo riesgo de que me boten de esta casa, porque en ella hay un somier medio desfondado que el monstruo nos prometió cambiar y que luego, sin decirnos nada, no cambió. Y fue así como Inés y yo, fue así como ella, Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, dulcísima paloma, privada de libertad, por muchas cosas que ustedes le han impuesto, y como yo, no importándome no ser yo ni escribir libros que no son yo porque así me quería ella, fue así como Inés y Martín Romaña han ido salvando la felicidad de la mierda que ustedes, de puro torpes, no digo malos pero sí de puro bestias, están fomentando. Hay un lugar,
señora
y señores, que ustedes no conocen, que ni Marx ni Freud conocen, un lugar,
señora
y señores, que sólo Inés y yo conocemos, y ahí nos hemos encontrado de regreso de cada inmadurez mía y de cada madurez de ella, o lo que es exactamente lo mismo, de cada inmadurez de ella y de cada madurez del que habla,
señora
y señores, y que si sigue hablando va a terminar diciéndoles que ustedes no saben nada de nada de lo que están haciendo, soberana banda de pelotudos. Hoy,
señora
y señores, me niego a perder edad, estatura, peso y equilibrio. Por lo tanto, voy a rogarle a Inés que me acompañe en el acto tan triste de presentar mi renuncia con carácter irrevocable al Grupo, al Partido, y a este infantil pleito de amigos en París. Todo seguirá mejor, después, ya verás, Inés,
por favor
.
Estas últimas palabras las dije en voz muy baja. Y ella, en voz muy muy baja, se quedó con el Grupo, obligándome a recuperar la razón, es decir a perder edad, estatura, peso y equilibrio. Grité y grité y grité que los botaba para siempre de mi casa. Y los vi irse pensando en lo brutos que eran porque ni siquiera me acusaban de cobarde, ni eso se les ocurrió siquiera, les había dado de lo fuerte por lo del niño bien y lo del burgués y lo del oligarca podrido, y con esas palabras fueron bajando las escaleras y Bibí ladraba como loco y felizmente que no estaba el monstruo porque hubiera sido ya el colmo.
Con excepción de Mocasines, todos siguieron siendo mis amigos, aunque a algunos no los vi más y a otros quisiera verlos siempre más, ahora que aquello es tan sólo un recuerdo de infancia que linda más bien en el trauma infantil, porque sólo Paredón y un par más hicieron en el Perú las cosas que en París decían que iban a hacer en el Perú. Y lo que es peor, para los amigos que bajaban la escalera mandándome a la mierda, es que ni Paredón ni ese par más estaban ya en París. Estaban en el Perú. Mi último grito se concretó al problema del globo.
—¡A ver quién es el valiente que lo lanza de su casa!
—¡Mañana mismo, conchetumadre! —me contestó todo un coro.
Después me tocó cerrar la puerta y mirar a Inés mirándome donde no estaba. Le estaba doliendo en el alma pero también el alma la tenía terca como una mula, aunque no hasta el punto de agarrar una maletita y meter tres cosas indispensables en ella y salir corriendo en busca del Grupo. O sea pues que empezó a predominar el silencio ese que se mete en las casas donde hay algo que falla mucho. Ya yo había soltado todos mis argumentos, y lo más exageradamente posible, pero tampoco estaba dispuesto a agarrar maletita alguna. No, por nada de este mundo, y así seguíamos ahí parados y mudos y como quien insiste en tocar el fondo de algo muy desagradable. No pude imaginarla viviendo en otra parte, y no logré imaginarme viviendo sin ella. Y tampoco pude decirle que éramos un par de jóvenes latinoamericanos de nuestro tiempo. Sí, eso, eso en París. Pero eso sólo se me ocurrió tiempo más tarde, durante una conversación con el director de la Casa del Brasil, en la Ciudad Universitaria. Era un francés bastante desencantado porque había viajado por Río, Sao Paulo y Bahía, y no había encontrado a ninguno de los jóvenes revolucionarios que había tenido alojados en París. Y cuando los encontraba… Cuando los encontraba llevaban todos mocasines de Director de Lecturas, pensé. Pero esta conversación tuvo lugar un par de años más tarde, y por consiguiente me era imposible decirle a Inés aquella noche que no éramos más que dos jóvenes de nuestro tiempo en París y que…