Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—No soporto que le tengas tanto miedo a esa vieja de mierda.
Tienes toda la razón, mi amor, también en eso voy a mejorar, pero dame tiempo, por favor. En todo caso, no se trata de eso ahora, sino de meter lo más rápidamente posible nuestra hondonada, no seas terquita, Inés, dame gusto, la ponemos encima de la cama nueva por unas horas, por unos días, y no bien ella se vaya al campo un fin de semana o se ausente por unas horas, botamos la cama nueva y todo en nuestra vida vuelve a quedar igualito que antes…
—¿Tú crees en eso, Martín?
—Profundamente.
Pero después, inmediatamente después, me asaltó el terror de no creer en eso profundamente. Miré a Inés, le sonreí, la acaricié, busqué su boca, recogí sus maravillosos e incrédulos brazos, los llevé a abrazarme, y poco a poco, mientras nos besábamos con pasión y sus brazos empezaban a abrazarme de verdad porque era verdad que nos seguíamos adorando, algo pasó en mí, algo que no sólo tenía que ver con el no creer profundamente que todo pudiera ser igualito que antes, aunque ese antes se refiriera a los mejores días y a las mejores noches de nuestra vida en común, a los tiempos que precedieron a mi ruptura con el Grupo, a los tiempos anteriores a los que precedieron a mis primeras desavenencias con el Grupo y con Inés, en fin, a todo lo que fuera este o aquel buen recuerdo de cortas o largas temporadas de amor y de ternura compartidos. Sí, algo me pasó, algo que empecé a notar cada vez más a partir de esa mañana, cuando ya habíamos metido la hondonada al departamento, o mientras hacíamos el amor con verdadero afán de total reconciliación, pero sobre todo a medida que fueron transcurriendo las semanas y los meses que precedieron la aceptación final de un penoso y total desmoronamiento personal: que yo había dejado de creer en todo, cosa horrible porque Inés creía cada vez más en sus ideales revolucionarios y entonces tuve que revisar mi frase acerca de la perfección y el desastre y descubrir en carne viva que no, que la perfección no ama el desastre.
Pero estaba decidido a luchar, y para ello lo primero que había que hacer era ocultarle todos mis terrores a Inés. Nada supo, por ejemplo, del pánico que sentí esa mañana cuando salimos a la terraza en busca de nuestra hondonada. Me concentré en su sonrisa, en su alegría cada vez más evidente, me concentré en que mi mulita terca estaba contenta y hasta había empezado a hablar de los problemas que ella misma había tenido con algunos miembros del Grupo durante el período ya menguante de las barricadas, algunos se habían portado a la altura de las circunstancias, pero otros habían empezado a entregarse a las modas hippies o se habían entregado a falsas aventuras eróticas con francesitas desconcertadas que fácilmente sucumbieron ante los mayores conocimientos de teoría política con que las deslumbraban. Mocasines se había colocado una boina con una estrellita sobre la frente, a lo Che Guevara, y no había dejado pasar oportunidad de lucirse falsamente. Me dio tal rabia y tal alegría cuando Inés me contó eso, que a eso me aferré para que no notara el trabajo que me costaba acercarme al muro de la terraza. Claro, no dije, refiriéndome a Mocasines, que una de mis malditas intuiciones empezaba a cumplirse. También yo quería seguir a Inés tierna y afectuosamente por el itinerario que había recorrido durante nuestra separación. Ella habló siempre muy poco, pero ahora estaba hablando y habría sido muy torpe de mi parte interrumpirla con algún comentario mordaz o irónico, era capaz de molestarse y de encerrarse nuevamente en ese mutismo en el que guardaba los pormenores de sus actividades políticas, de sus ilusiones y de sus desencantos. También ella tenía necesidad de ser escuchada, de meditar, de hacer un largo recuento, de digerirlo con el tiempo y de ver entonces hacia qué nuevas decisiones la llevaba aquella experiencia recién vivida. La diferencia conmigo fue que Inés no tuvo necesidad de llorar. Guardaba intactas sus convicciones, sus ilusiones, su severidad política, la gravedad con que tomaba esos asuntos, no tenía pues necesidad alguna de llorar. A ella no se le había roto nada, y de regreso de aquel largo itinerario, que de alguna manera transformaría en experiencia enriquecedora y crucial, había incluso encontrado a su querido e insoportable Martín, más querido y más insoportable que nunca, puesto que ahí estaba a su lado llora que te llora a cada rato porque era un tontonazo hipersensible, un fin de raza irritante y divertido, a la vez, un hombre totalmente equivocado, sin duda alguna, y qué más prueba de ello que la cantidad de barbaridades que le acababan de suceder y la cantidad de líos en que se había metido no bien ella lo había dejado solo, sólo a él se le ocurre pasarse mayo del 68 en los brazos de la primera gringa que encuentra suelta en plaza, y sólo a él se le ocurre irse a visitar a Enrique Álvarez de Manzaneda aprovechando que no estoy yo, pobre Martín, pobre Martín, ¿qué voy a hacer con él?…
Hicimos el amor hasta que nos dio mucha hambre, era bueno tener tanta hambre, se olvidaba uno por momentos de que ya no tardaba en oscurecer y de que si salía a la calle podría encontrarse con ese hombre cuya oreja normal era una trampa para hacerme descubrir al hombre con una oreja normal y la otra del tamaño de una hoja de plátano… Martín, Martín, no olvides que te has jurado que lucharás hasta quemar el último cartucho, ahí tienes una buena oportunidad para empezar o para continuar o qué sé yo…
—Inés, yo bajo a comprar algo para comer. Subo y bajo corriendo, mi amor. Los últimos tallarines que quedaban se los comió Carlos Salaverry.
—Martín, los dos estamos cansados y los dos tenemos hambre. A mí me parece más justo que juguemos cara o sello a ver quién baja.
—Pero Inés, yo…
—No es más que nuestra habitual repartición de las tareas domésticas, ¿o ya te olvidaste?
—Dame un beso.
—Toma tu beso y ahora busquemos una moneda.
Perdió Inés, y yo le rogué que me dejara bajar. Nones. Entonces le rogué que me dejara acompañarla. Nones. Entonces le pregunté que si le había dado mucha pena lo de Enrique. Me miró callada y yo le dije que entonces sí le había dado mucha pena y que era terca como una mula y que yo la adoraba y que deseaba hacer el amor una vez más antes de que bajara. Nones. Entonces le pedí que encendiera la luz. Nones, aún no ha oscurecido, Martín. Entonces le dije que yo había entrado al departamento dos veces en la mañana, una antes de salir a ver nuestra hondonada en la terraza (sentí una espantosa atracción al vacío), y la segunda cuando entré y puse la maleta sobre la cama y estuve ahí un rato antes de que ella me hablara. Y después le pregunté si me había visto la primera vez, agregando que tenía que haberme visto, y le pregunté también que por qué había tardado tanto en hablarme.
—Te estaba observando, Martín. Necesito observarte.
Dijo eso mirándome ahí tirado sobre la cama, y desde entonces capté que en efecto había empezado para ella una larga etapa de observación de mi persona, precisamente durante el período en el que yo necesitaba ocultarle pánicos y fantasmas, lo cual hizo que también yo me volviera muy observador y que me pasara la vida observándola observarme, para que nunca se fuera a dar cuenta de lo mal que me estaba poniendo. Pero Inés captó todo eso muy pronto, y también ella empezó a observarme observándola, y así de tranquilitos y relajados vivimos hasta que llegó el verano y a ella le renovaron nuevamente su beca y yo mantuve mi puesto en el colejucho de mierda, para el siguiente año escolar. Y también así, observándonos observarnos, partimos luego a pasar el verano a España, donde ella se negó a visitar a los Feliu y yo tuve que andar como niño travieso, pegándome las grandes escondidas para enviarles postales. Para burgueses podridos, a Inés le bastaba con el desastre observado y querido que llevaba con ella.
Lo más importante que hicimos aquel verano, aparte de intentar realmente una definitiva reconciliación en pensiones con hondonadas, restaurants muy baratos y muchas corridas de toros, fue visitar el pueblo de donde habían emigrado los padres de Inés al Perú. Aquello fue un hecho determinante en la vida de Inés, pero yo tardé siglos en comprenderlo y en aceptar que ello se debió a lo que entonces vimos en el pueblo, que fue vida de parientes muy pobres y por los que ella, extrañamente, no sintió ni marxismo, ni compasión, culpa de ellos, dijo, por no emigrar a tiempo, ahora ya son casi todos demasiado viejos. Me quedé perplejo, realmente perplejo, yo que había estado a punto de perder edad y estatura, de pura vergüenza, ante el temor de que intentara inducirlos a formar un embrión de partido o algo así. Bueno, me dije, tratando de explicarme de algún modo las cosas, tal vez los ha encontrado demasiado conservadores, como en efecto lo eran. Aquélla fue una visita realmente determinante, por razones que yo entonces no logré adivinar, por las extrañas consecuencias que más tarde tendría sobre nuestra relación, sobre nuestra ruptura final, y sobre el futuro de ese ser tan querido que algún día iba a convertirse en mi ex esposa, queriéndome todavía tanto. Hoy me parece mentira que, durante la visita a aquel pueblo, yo no llegase a penetrar el secreto profundo que sobre ella misma descubrió ahí esa muchacha tan sólida y tan severa. Debo reconocer que en aquella oportunidad no me funcionó para nada mi famosa y maldita intuición. Resulta casi increíble el asunto, sobre todo si tenemos en cuenta que pasamos íntegro aquel verano observándonos observarnos. Pero tiene que haber una explicación y sin duda es ésta: yo observaba tanto a Inés, sólo porque quería evitar que descubriera lo que cada vez más agudamente iba ocurriendo en mí, aquel desmoronamiento interior de angustias y terrores que día tras día me obligaba a asomarme con mayores precauciones a la vida. Y cuando entré a
su
pueblo, como Inés lo llamó, en un primer momento, me había convertido ya en un observador bastante enceguecido por lo que ella nunca quiso reconocer como una verdadera enfermedad. Pero, en fin, eso vino después de aquel verano en el que fue sin duda ella quien peor las pasó en su pueblo, sin que yo me diera en absoluto cuenta del cómo ni del por qué.
Sí, es preferible así. Es preferible para todos que yo cuente esta visita hoy, bien sentadito aquí en mi Voltaire, y con toda la sal y pimienta que Octavia le agregó, sentada a mi lado, sobre una vieja alfombra, un poco para alegrarme la tristísima vida que yo vivía tras la partida de Inés, y un poco por ayudarme a comprender y a aceptar la verdad verdadera de lo que ocurrió ante los ojos del debilitado observador que llegó a aquel pueblo, en el lejano verano del 68. Hoy, años también después de habérselo contado a Octavia, hoy, que hace años que a ella se la bautizó con el nombre de Petronila, entre muchos otros, en reconocimiento de su abolengo medieval, y hoy, en que, muy desgraciadamente para mí, Octavia no está tampoco a mi lado, aunque yo me siento bien por lo mucho que he escrito ya en este cuaderno azul, también el camino seguido por Inés tras su partida me permite contar mejor esta historia. Qué poco podría contar, en efecto, esa especie de aterrado preenfermo, al que sólo la esperanza de una reconciliación definitiva con su esposa hacía no declararse a gritos enfermo todavía.
Bien, estamos en 1968, pero yo estoy también en mi sillón Voltaire, hoy. Inés y su desastre, que la quiere, la admira, la envidia, pero que al mismo tiempo empieza a ya no dar más, han llegado a la ciudad de Burgos, y de ahí se han trasladado a Lerma, porque en Lerma ella tiene un primo obrero y en una fábrica, agárrame esa flor, Martín, en tu familia cuándo alguien. Claro que no lo dice, pero me lo acaba de decir con la miradita esa. A mí ipso facto se me ocurre que, por ser más frecuentes estas deformaciones entre la gente pobre, de lo cual mi familia no es la única culpable, miradita a Inés que ella no entiende, a lo mejor el primo obrero de Lerma es el hombre con el que debo cruzarme obligatoriamente en la vida: el de la primera oreja normal y la segunda del tamaño de una hoja de plátano. Consumía toneladas de valium, por aquel entonces martirológico.
Fábrica. Inés pregunta por su primo, y no sé si es porque está guapa como nunca, muy a pesar suyo en una fábrica, pero nos llevan directamente hacia la caldera del diablo que alimenta, a lampadas de pulmón, su importantísimo primo obrero que yo no tengo. Inés me observa y yo observo a Inés observándome orgullosa. Llegamos a una especie de infierno que me conmueve hasta pensar en adherir nuevamente a algún partido en el que no milite Mocasines, y en ese infierno está su primo prácticamente incendiándose. Ignora por completo que le han llegado unos parientes peruanos, mientras otros dos obreros, que son menos importantes y ganan menos por hora, ley de la oferta y la demanda, supongo, le arrojan baldes de agua fría para mantenerle la temperatura del cuerpo a un nivel humano porque realiza un trabajo completamente inhumano. Lo iluminan tanto las llamas, que yo, que he llegado siguiendo a Inés en su orgulloso descenso hacia estos territorios realmente dantescos, logro comprobar de una vez por todas que la oreja derecha y normal de mi pariente político obrero me oculta, al lado izquierdo, una aterradora sorpresa del tamaño de una hoja de plátano. Aprovecho para llorar, ya que ahí todo el mundo suda a mares y hay un ruido tan espantoso que nadie se da cuenta. Bueno, nadie no, Inés sí se da cuenta, por supuesto, me está observando observarla. En ese instante, abrazarla es más fuerte que yo, y así lo hago y ella me rechaza avergonzada pero yo sigo deseando conocer a Inés por primera vez en mi vida en ese lugar y pedirle inmediatamente que, por favor, se case conmigo y que no nos vayamos a vivir a París.
Mientras tanto se le han dado de alaridos al pariente obrero y éste por fin comprende de qué se trata el asunto e interrumpe orgullosamente la cadena del trabajo porque, como nos lo explicará más tarde, es un hombre libre y hace ese trabajo porque le gusta y porque no quiere cometer la tontería de otros primos de emigrar a América. En España y con Franco se está mucho mejor. Uno pertenece al lugar al que pertenece aunque los hay muy despiadados que abandonan a sus padres viejos en el pueblo y se van a probar suerte a América, él no tiene nada que envidiarles a ésos, qué va a tener él que envidiarles a ésos, aquí se está mejor que allá. Así empezó el discurso del primo obrero Jaime, quien tardó más o menos dos horas en lograr que viéramos que tenía el pelo rubio, los ojos verdes, la piel prematuramente resquebrajada, y salió por fin limpio de la ducha de la fábrica, a invitarnos a una copa.