La vida exagerada de Martín Romaña (28 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—No te das cuenta de lo que hace para que no le ensucien su casa —me dijo Inés, mientras con la mirada mandaba a todo el mundo a la mierda y a mí en busca de la vieja.

Bajé veloz y feroz como un rayo, qué significaba eso, qué tal concha, y después a nosotros sólo nos dejaba invitar a una o dos parejas por semana, por qué con los doce o quince invitados suyos que se nos habían metido no se iba a hundir el piso también. Dicho todo esto, puse la mejilla cristiana, y terminé con una jarra de sangría y doce vasitos de cartón sobre una fuente, por si acaso los invitados de arriba tuvieran sed, mi esposa y yo también podíamos servirnos un poquito, si deseábamos. Mi esposa no deseó volverme a ver más en la vida, y yo no tuve más remedio que continuar de mozo por la escalera, la terraza, e incluso esperando que una especie de espantapájaros terminara de mear en nuestra caseta, guárdeme una copita, por favor, señor, me dijo al entrar, qué me quedaba en la vida más que bajar por más sangría y seguir fuente en mano mientras a Inés se le fuera metiendo en la cabeza la posibilidad de volverme a acoger en su seno, en su regazo, en sus brazos, o en su mirada preperdonadora. Tres días más tarde le tocó a madame Delvaux su exposición. Me ausenté del barrio hasta la noche, para evitarme contratiempos con Inés.

Y al regresar, me enteré de que el verdadero contratiempo había surgido entre las dos pintoras. Por su ojo mágico, llamado también Judas, y que era además oído, madame Labru había escuchado que su vecina estaba invitando a la misma gente para el año entrante, día 15 de octubre. Salió furiosa, con Bibí ladrando furioso, y conmigo parado en medio de todo, sin saber a cuál de las dos saludar primero, porque madame Delvaux era buena y pacífica, pero el monstruo era el arrendatario de quien yo dependía. ¿Por qué demonios a Inés nunca le tocaban estas cosas?, hasta ahora me lo pregunto. Porque son mi especialidad, es la única respuesta que he encontrado hasta ahora. Bueno, lo cierto es que yo seguía parado entre los invitados de madame Delvaux y entre los gritos de madame Labru, quien afirmaba que también ella había invitado a su gente para el año entrante, el 15 de octubre. Sugerí que una exposición podría ser por la mañana y la otra por la tarde, y casi me doblan el alquiler. Pedí permiso para seguir mi camino hacia los brazos de Inés, pero se me anunció que Inés estaba con otro hombre entre los brazos. ¡También de eso tendremos que hablar muy pronto!, me gritó el monstruo.

Y aquí nace el crimen perfecto. Pobrecitos los Delvaux, si hubieran sabido lo que les esperaba, si en vez de ser un matrimonio viejo, pacífico, tranquilo, y hasta sonriente, hubiesen sido como se debe ser cuando se es viejo y sólo se tiene un perro. Pero ya he hablado de Betty (se pronunciaba Bettí), que también era buena y tranquila y retirada. El frío iba a acompañar la desolación con que esos viejos se irían acercando al día del crimen, el 15 de octubre del año entrante no tuvieron fuerzas para preparar su exposición, tras la muerte de Bettí. Y sólo cuando la vieron mordida, por primera vez, empezaron a comprender hasta qué punto, sin aquella perrita, la vida no podía seguir adelante. Trataron, sin duda, pero no pudieron contra lo que comprendieron. Así pasa con los perros y la gente en la soledad oscura de los viejos edificios de tantos barrios de París.

Lo único que gritó madame Delvaux fue que era una injusticia escoger precisamente la misma fecha que ella, para la exposición, quince años sin cambiar de fecha, ya sus invitados estaban acostumbrados al 15 de octubre, había que tener consideración por la gente de la tercera edad, un cambio de costumbres puede ser fatal, se van a equivocar las fechas, se van a enfriar por gusto, van a gastar un ticket de metro por gusto, van a desplazarse por gusto, están acostumbrados, por más que les dijera yo que el 16 en vez del 15, se equivocarían, se confundirían, se perderían por calles frías e inhóspitas, llenas de los jóvenes de hoy, qué horror. Y los invitados de madame Delvaux, que tenían todos ojos azules y boinas bohemias, asentían, no podía ser, mire usted, aquí lo tenemos anotado en nuestras libretas, mire la prueba, aquí está anotado. ¡Dios mío, mi libreta!, se me cayó mi libreta, no, ésta es la suya, no, ésta es la de ella, ¿dónde está mi libretita?

Empecé a recoger libreta tras libreta hasta que Bibí, pateado por su dueña, me cayó encima ladrando. Comprendí que el monstruo iba a volver a gritar. Frankenstein decía que era malo porque era desgraciado, vamos a ver qué dice esta desgraciada de mierda. Dijo, o mejor dicho, anunció a gritos que el 15 de octubre del año entrante nadie vería más cuadros que los suyos en todo el edificio. Y terminó con una patada destinada a que Bibí cayera peligrosamente cerca de la pobre Bettí. Felizmente, monsieur Delvaux se interpuso y la perrita retirada, por esta vez, salió ilesa.

No sé si fue en ese preciso momento, pero en todo caso tardé poco en comprender que ya estaban listos todos los ingredientes del crimen en la mente del monstruo. Estaban listos, no me cabe la menor duda. Tan sólo la manera en que de pronto se quedó tranquila y pensativa permitía suponer que alguna idea bastante agradable acababa de metérsele en la cabeza. Me sentí increíblemente Sherlock Holmes, sentí haber descubierto pistas, huellas, ideas, premeditaciones, todo un terreno criminal que por el momento descansaba pensativo en la mente asesina de madame Labru, el monstruo del noveno piso. Corrí completamente Sherlock Holmes donde Inés, pero Inés no me hizo el menor caso, o mejor dicho, me dijo que mejor empleara tanta imaginación para avanzar en mi novela, qué había del capítulo sobre la huelga de pescadores, por ejemplo, me había quedado estancado en plena huelga, por qué no me ocupaba de eso, más bien.

—Sigue la huelga —le dije—; no ceden ni el patronato ni el sindicato. Todo está detenido, la novela también.

Inútil decir cómo me miró y a dónde me mandó con la forma en que me miró. Era masoquista, no cabía la menor duda, y a lo mejor hasta sádico también, pero lo cierto es que me encantaba provocar estas situaciones con Inés. La quería, quería hacerla reír, la quería y sabía que iba a lograr el efecto contrario, yendo a parar a la mierda, además. Pero ahora pienso, más bien, que esto es lo que se llama relaciones normales entre una pareja formada por un hombre al que le gusta hacer reír y por una mujer a la que no le gusta que ese hombre la haga reír. No, tras esta breve reflexión, no creo ser ni sádico ni masoquista. Me incorporé del sucio lugar en el que me había dejado la cristalina mirada de Inés, y me preparé para asistir terriblemente Sherlock Holmes a la reunión del Grupo.

Les conté todo.

—Miren —les dije—, soy una especie de Sherlock Holmes parisino, y creo haber descubierto inenarrables y pérfidas intenciones en la mente de mi arrendataria. Creo que esa vieja de mierda está cocinando un crimen que puede resultarle perfecto. Yo les ruego que dediquemos la reunión de hoy a la realidad que nos circunda…

—Que te circunda, querrás decir —me interrumpieron.

—De acuerdo —dije, contemporizador—, pero creo que debemos tener en cuenta que la realidad no es todo el tiempo latinoamericana y política y guerrillera o clandestina…

Iba a decir también que estábamos en París y que eso había que tomarlo en cuenta, pero ya todo el mundo me estaba volviendo a interrumpir con la mirada, el Grupo íntegro se estaba copiando la mirada de Inés. No les salía, bien hecho. Del alma mía tenía la única mirada que me causaba pavor en este mundo. Continué, a pesar de que ya nadie me hacía caso, y les dije que por no hacerme caso era muy posible que dos seres totalmente inofensivos, más una perrita retirada, hubiesen muerto dentro de un año. Gracias a Dios, el Grupo optó por tomarse mis palabras en broma y nada más, y como la reunión aún no había empezado realmente, no faltó incluso alguien para decirme, sin una gota de mala intención, y como quien trata de desdramatizar las cosas, que sin duda se me habían pegado algunos hábitos policiales de mi tan querido y misteriosamente desaparecido amigo poli. Hubo risa general, y debí alegrarme con eso, pero la verdad es que era tan misteriosa la desaparición de Enrique, que de pronto sentí terror ante la perspectiva de encontrármelo algún día dirigiendo el tráfico o algo así… Perdón, Enrique, aquello fue sólo un ácido y helado alfiler en una mente angustiada, medio segundo después ya estaba apostándole en silencio al Grupo y a la vida que la razón y la bondad eran tuyas. Llevaba mucho tiempo ganando esa apuesta cuanto te vi muerto. Después seguí ganando siempre solo. Gracias, Enrique…

En fin, nadie me dejó ser un Sherlock Holmes parisino y nadie quiso ser mi Watson ídem. Con algunas bromas más terminó el asunto, y acto seguido se me interrogó acerca de la novela. Inés estaba presente, o sea que me metí al culo todos los argumentos sindicales y patronales que me obligaban a tenerlo todo paralizado. Dije, en cambio, que la calidad estratégica, cada día más evidente, de la obra de Lenin, me permitiría sacar a mis sindicatos adelante, que ya se estaba formando ahí un núcleo sólidamente politizado, que pronto podría leerles capítulos esperanzadores y, sobre todo, edificantes en grado sumo para el pueblo peruano. Lo que no me atreví a decirles fue que Carmen la de Ronda, sin el acento andaluz, por cierto, estaba preparando la toma de una fábrica, con la vitalidad y la energía que le daban sus cien sanísimos kilos de juventud rosada. A Paco, su esposo, lo había puesto en la retaguardia, tras suprimirle también el acento andaluz, porque me era imposible imaginármelo de otra cosa que de obrero agotado y verdoso de fábrica de París. Esto último no me lo confesaba ni a mí mismo, claro, y más bien pensaba dejarlo en una posición poco combatiente, debido a la agudización cada vez mayor de su tic nervioso en tres tempos con fuga. Siempre me había preocupado el estado de salud del pobre Paco, y ello tenía que reflejarse de alguna manera en el realismo sensible y socialista de mi novela, era lo justo. Giuseppe, Francesco y Paolo, los tres albañiles italianos de mi abandonado techo, llamados para las necesidades del caso, Pepe, Pancho y Pablín, y convertidos también en pescadores sindicalizados, apoyaban fervientemente las resoluciones de la joven y apasionada Carmen la de Chimbote, más conocida por sus amigos, y desgraciadamente también por un policía infiltrado que en nada se parecía a Enrique, como la Chimbotazo. En fin, es indudable que mi sinceridad en la redacción de la novela era total, me estaba basando en los únicos modelos reales que había conocido en mi vida.

Sin embargo, era prudente no hablar de eso y era mejor también no hacer la pregunta que se me ocurrió en aquel instante. En efecto, había notado a los muchachos tan contentos con mi exposición, que preferí quedarme con la duda hasta hoy, en que ni la duda ni el programa se me plantean ya, y en que se me ha quedado para siempre en el cajón de los malos recuerdos mi vocación de novelista. O sea que la pregunta quedará para las vocaciones venideras. No digo las generaciones venideras, porque eso me resulta ya demasiado optimista. Pero si alguien lee este cuaderno, es decir, si alguien además de Octavia o de algún amigo acepta leerlo, comprenderá que un hombre que navega en un sillón Voltaire es una persona cuya capacidad de entusiasmo es estrictamente nula. En fin, la pregunta era más o menos la siguiente, y voy a tratar de imaginar qué habría sucedido si efectivamente la hubiese planteado en aquella lejana reunión del Grupo.

—Camaradas, tengo una duda. Ya sé que es una duda más la que tengo, otra más entre millones de dudas, ya sé que me pongo pesado con tanta duda, pero…

Interrupción aquí.

—¡Déjenlo hablar! —habría gritado Inés, que, hay que ser justo, consideraba que la solidaridad internacional me comprendía a mí también. La hondonada era cosa aparte en estos casos,
cosa nostra, cosy nostro
y diminutivísimos, éramos ella y yo sin el Grupo problemeante o con alguno que otro amigo del Grupo invitado a nuestra fiesta de boda a poquitos. Sí, Inés creía que la hondonada era una vida separada de ésta—. ¡Déjenlo hablar! —habría vuelto a gritar, porque a la primera nunca funcionaba y normalmente el asunto requería de una de sus miradas, además.

—Camaradas, mi pregunta era, mi pregunta es, mi pregunta era…

—Martín,
por favor
—bizquerita.

—Sí, Inés. Mi pregunta es la siguiente: esta novela está destinada a un pueblo mayoritariamente analfabeto… un pueblo que sólo sabrá leer y escribir después de la revolución… En fin, digámoslo claramente, mi novela está destinada a colaborar con gente que no la puede leer. Si está destinada a colaborar en la lucha de un pueblo que sólo podrá leerla después de la revolución, ¿para qué sirve mi libro ahora y para qué servirá después?

Inés habría bizqueado y el Director de Lecturas habría sugerido pasar al siguiente punto de la orden del día, que siempre era mucho más importante y urgente que una de las típicas dudas mías. Hoy, que proso, y que los húmeros a la mala se me han puesto, ese hijo de puta está trabajando gordísimo en una dependencia pública, en Lima, y yo sigo hecho un pelotudo pensando en estas cosas en mi sillón Voltaire. Bueno, queda un consuelo: Carmen la de Ronda y Paco son propietarios de una pensión en su pueblo andaluz y el tic de Paco ha perdido la fuga, el tercer tempo y el segundo ya casi ni se notan. En fin, uno que sobrevivió. Le fue mucho mejor que a los Delvaux y que a Bettí.

Y sin embargo nadie sabe la pena que siento al repetirme esta cojuda pregunta que entonces no hice porque la coyuntura, no la política sino la otra, me indicaba que lo mejor era el silencio. Sí, mis relaciones con el Grupo habían mejorado poco a poco tras la desaparición de Enrique, y ello había influido lógicamente en mis relaciones con Inés, era indudable que habían mejorado. Yo no separaba las dos cosas como ella, y pensaba que en la hondonada se podía alcanzar más fácilmente la perfección si se estaba bien fuera de ella también. Y hablando de los seres y de las cosas que estaban fuera de la hondonada, y contra las cuales luchaba en mi afán de protegerla, el monstruo ya era suficiente problema.

UNA VIEJA MALVADA, ADEMÁS N.° 2

Me había mandado llamar para hablar del hombre en cuyos brazos estaba Inés el día del bochinche con madame Delvaux. El hombre era nada menos que nuestro gran amigo Daniel Céspedes, segundo o tercer amante que había tenido Inés en las horas en que yo iba a trabajar, no recuerdo bien, pero en todo caso yo llevaba alguna ventaja porque en ausencia de Inés, el monstruo me había mirado cinco amantes por el agujero descorchado. Nada de esto era problema alguno para Inés o para mí, la verdad estaba ahí, paseándose por cada rincón del departamento y estaba también ahí, profundamente, cada vez que nos amábamos en la hondonada. El problema era más bien Daniel Céspedes, que no tenía beca, que no encontraba trabajo por ninguna parte, y que no se encontraba nada bien de los nervios. Daniel era un muchacho solitario, tímido, introvertido, y excesivamente honesto para el mundo que le había tocado vivir en Lima. Había abandonado un brillante porvenir de arquitecto porque consideraba que allá, o se construía para ricos, haciendo todo tipo de concesiones, o se construía para pobres, lo cual con el tiempo y el desempleo terminaba obligándolo a uno a construir para ricos. Había abandonado Lima porque sentía cada vez más agudamente la agresividad del medio y la agresividad que el medio despertaba en él. El Grupo trató de acercársele muchas veces, pero Daniel, entre que jamás decía un sí, sin estar convencido de que era un sí definitivo, y entre que tampoco era hombre de grupo, jamás había mordido ninguno de los anzuelos que le lanzaron. Prefería simplemente caminar solo. Y digo caminar porque se pasaba media vida caminando solo por París, como buscando enterarse de algo que escapaba por completo a mi control, algo que él buscaba con una mirada que alcanzaba alturas totalmente inaccesibles para mí. Daniel medía casi dos metros y calzaba zapatos que no se encuentran en el mercado común de los hombres. Era muy pintón, y con ese tamañazo le resultaba muy fácil mantener siempre la mirada por encima de todos los perritos y gatitos de París, lo cual siempre le daba a su andar tan solo una dignidad tan elegante como misteriosa, ya que nunca se fijó dónde pisaba y sin embargo jamás pisó caquita de bicho.

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