Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
¿Se debía esto a mi aterrada necesidad de encontrar al hombre con la oreja-hoja de plátano? Visto así, a la distancia, creo que podría responder afirmativamente. E incluso agregar que no hay nada que infunda tantos deseos de vivir como el espanto. Los seres aterrados sueñan siempre con que Drácula desaparezca para poder continuar viviendo tranquilamente. Y yo por entonces iba de terror en terror, de indignidad en indignidad, de esclavitud en esclavitud. Y créame que estos dos últimos aspectos de mi espantosa vida se fueron agravando muchísimo aquel invierno. Perdóname, Octavia, y que me perdone también el lector por esta incongruente aparición de Octavia en una etapa de mi vida en que aún no había empezado a contarle todas estas cosas, pero la verdad es que no puedo evitar que se me vengan a la memoria, no bien hablo de indignidad y esclavitud, los rabiosos ¡no, no y no!, ¡he dicho que no y es no!, con los que ella protestaba en la época de mi vida en que ya había empezado a contarle todas estas cosas, y muy precisamente a lo largo de estos episodios de indig… Perdóname, Octavia.
Los episodios de indig y esclav, que de ahora en adelante dejaré de calificar, consistieron en una serie de vivencias realmente incalificables. Es cierto, no tiene nombre lo que se me hizo padecer durante aquellos meses que precedieron a mi SOS. El amor, entre Inés y yo, se había convertido en algo que ya ni siquiera hacíamos. Y ella se había convertido en una persona que llegaba muy tarde de sus reuniones con el Grupo, que me descubría aterrado en el fondo de la hondonada, que me preguntaba impaciente por qué no me había dormido todavía, que ipso facto se desnudaba iluminada por una lámpara que me hacía tomar conciencia de que lo estaba perdiendo todo, y de todo lo que me estaba perdiendo, y que un instante después ya me había ocultado la belleza que una vez compartimos, y de la cual yo continuaba aislando el cuello hasta extremos tales que, por ejemplo, una noche lo toqué y sentí que un dedo se me helaba. Me pasé íntegra la noche en vela, atento al cuello, y pensando como un imbécil en los enormes cisnes helados con que adornaban rimbombantes mesas de banquetes en Lima, en una casa que mi madre odiaba porque un día, en vez de champán, trajeron una jarra llena de algo azul que resultó siendo el agua azul que esos huachafos le servían a sus invitados, desde que gracias a mi abuelo lograron convertirse en nuevos ricos.
El cuello de Inés dormida me fascinó desde aquella experiencia. Ese mismo cuello que de día me daba órdenes militares, de noche reconfortaba mis terrores, y sin terror alguno a que Inés se despertara y me descubriera merodeando por su cuello, ya que mi enfermedad la había convertido en una dormilona profunda y de arranque instantáneo, además. Claro, la noche era para ella el gran descanso tras un día entero de bizquera y de Martín Romaña. Apagaba la lamparita, dejaba que sus ojos volvieran a su lugar, y para no verme ni siquiera en la oscuridad, se quedaba instantáneamente dormida. Yo inmediatamente le pasaba una mano tembleque por todos los lugares por donde antes le había pasado una mano feliz, y no bien terminaba de constatar, por milésima vez, lo infelices que habíamos llegado a ser, me concentraba en el asunto del cuello. Una noche, logré calentarlo tanto con mis lágrimas, que me estuve ahí horas besándolo muy tiernamente y pidiéndole consejos, sin temor alguno a que se me fueran a helar los labios.
El invierno pasaba entre el colejucho, el departamento, las noches en que Inés me mandaba al cine, las noches en que la esperaba despierto en la hondonada, y las tareas y obligaciones que poco a poco me fue imponiendo madame Labru. Me dejaba a Bibí los fines de semana, y el detestable bicho y yo nos pasábamos horas y horas sentados en la escalerita que subía al departamento y a la terraza, porque eso sí, Martín, si me metes ese bicho al departamento…
—Pero Inés, en esta escalera hace frío, no hay calefacción…
—Eso es problema tuyo por haber aceptado cuidarle el perro a la vieja.
—Pero, Inés, a lo mejor así logro que…
—O sea que tú crees que arrodillándote ante ese monstruo vas a lograr…
—No, Inés, sé que no voy a lograr nada, pero por lo menos se ha largado el fin de semana y podemos recibir gente esta noche.
—Qué idiota eres, Martín; igual se habría largado con el perro.
—No, Inés, me ha explicado claramente que la han invitado a una casa donde la gente no quiere que vaya con Bibí.
—…
El silencio de Inés cerrándonos la puerta dejaba claramente establecido que el monstruo me había mentido una vez más, pedazo de idiota. Ahí quedábamos Bibí y yo, viviendo en común la experiencia de frías horas de escalera, hasta que él, no yo, se arrancaba a ladrar y a gemir y a rascar la puerta de la terraza. Le tocaba su caquita y su pipí. Y a mí me tocaba que terminara con su caquita y su pipí, para luego proceder a la limpieza de la zona, echando primero un poquito de arena, aunque no más de lo estrictamente necesario porque estos sacos de arena son carísimos,
oui madame
, esperando después que se secara un poquito el asunto,
oui madame
, recogiendo luego la cochinada con esta escoba y este pequeño recogedor,
oui madame
, y metiéndola por último en esta bolsa, hasta que se llene para bajarlo todo junto a la basura,
oui madame
. Me preguntarán: ¿cómo te las arreglabas con la pavorosa atracción al vacío de la que hablaste antes? Ahí sí que me agarraron desprevenido, ahora sí que me han puesto entre la espada y la pared de una confesión. Respondo, pues, confesadamente, que para evitar en lo posible la presencia del vacío, yo salía detrás de Bibí, y también en cuatro patas. Pero juro, por lo más sagrado, que nunca me contagió la levantadita de pata para mear.
Nunca supe a quién odiaba más por aquella época, ya que la nada, que es la nada, no me dejaba sentir nada, pero lo que se dice nada, contra nadie. Curioso fenómeno, la nada, porque en cambio no me impedía adivinar en las miradas ajenas lo que los demás estaban sintiendo hacia mí. Bibí probablemente no llegaba a odiarme, porque yo nunca me animé a pegarle, falta de fuerzas, falta de entusiasmo, vagas reminiscencias de amor por los perros de antaño, y la misma nada, me imagino. Madame Labru, bruja reinante en el noveno piso, tras la muerte de los Delvaux y de mayo del 68, me despreciaba omnipotentemente. Todo el odio que, a lo largo de años, concentró y lanzó contra el hermoso e indescifrable cuello de mi rotunda esposa, rebotó siempre sin hacerse ni siquiera notar, sin dejar huella alguna de preocupación en la vida cotidiana de Inés. Nunca he visto a nadie ignorar tanto a alguien, como Inés a madame Labru. Fue como si jamás le hubiera otorgado el derecho a la existencia, un poder envidiable, una maravilla, algo que siempre admiré en ella, bravo, Inés, bien hecho porque era realmente un ser abominable. Lo fatal, se deduce, es que todos aquellos rebotes de odio fueron uno tras otro a estrellarse contra el rotundo desastre que era yo.
Y ni que decir de estos rebotes durante aquella larga temporada infernal. Hija de la gran puta, me descubrió débil, muy desequilibrado, haciendo equilibrio y medio sobre el borde de la nada, sin fuerza alguna para oponerme a ese inmenso todo que por entonces (tenía que estar realmente mal para incluir a las dos en él) eran en mi vida ese ser malvado y ese otro ser, Inés, preocupado por algo que sin duda no sólo trataba de ocultarse a sí mismo, sino también a mí. Aunque esto último debió resultarle bastante más fácil, porque yo seguía sin comprender nada.
Claro, y ahora que me toca escribir lo que sigue, quién sabe por dónde andarás, Octavia adorada. ¡Por qué demonios no estás ahora aquí para defenderme!, para gritar ¡no, no y no!, cuando digan eso sí que fue ya cobardía de tu parte, Martín Romaña, ¡por qué mierda no estás aquí ahora para explicarles, con gritos plagados de la más enorme y desarmante coquetería, que estaba muy enfermo, demasiado enfermo, que navegaba ya a la deriva por un mundo plagado de monstruosas fobias, más aquella tristeza sin límites! ¡Al carajo contigo!, adorada Octavia. ¡Al carajo con tu abolengo de Petronila medieval!, mi adorada y rebautizada Octavia, voy a defenderme solo, porque solo me he mandado ya casi todo este cuaderno, y porque bien metido en él, aquí, hoy, en mi sillón Voltaire, me veo completamente personaje, y a punto de entrar en un episodio que se me acerca literario y divertido. Adivinen quién puede más, ¿el tiempo o la ficción?
Y aquí está aquel otro episodio, aquella nueva inquisición que llamaré la atroz, la vergonzosa, la cobarde, la miserable historia de la escalera, el ascensor y el motor del ascensor. Yo la viví en la nada, horror este muy similar a los grandes fracasos que se viven pero no se explican, horror al que es imposible aplicarle adjetivo alguno, porque nada le va a la nada, salvo que uno le grite ¡nada hija de la gran puta! o ¡nada concha de tu madre! o ¡la puta que te parió nada! Pero el Martín Romaña de la escalera, el ascensor y el motor del ascensor, era totalmente incapaz de esfuerzos de este tamaño. Subía por la escalera y bajaba por la escalera, eso es todo.
Y subía y bajaba por la escalera, porque madame Labru, quién más podía ser, entonces, reinaba más que nunca sobre mis precarios equilibrios, desde que me descubrió idiotizado por algo que a ella qué le importó. La culpa fue, sin duda alguna, de aquel maldito fin de semana en que regresó del campo, no me encontró cuidándole a Bibí en la escalera, tocó la puerta del departamento pero la que estaba dentro era Inés, y por consiguiente sólo escuchó grandeza y silencio en ese allá adentro en el que, bravo, Inés, bien hecho, la esposa del pelotudo del señor Romaña volvía a cagarse tradicionalmente en ella. Rebotó, pues, su odio, y fue a dar a la terraza, donde también, aunque dentro de un contexto muy diferente, Bibí acababa de terminar un ritual cagatorio más, y con tan mala suerte para mí, que cuando el monstruo abrió la puerta, nos descubrió ya de regreso y sumando entre los dos nada menos que ocho patas. Traté de bipedearme en menos de lo que canta un gallo, pero la atracción al vacío me volvió a hundir en la indig, posición esta en la que llegué a la puerta, pasé delante de ella,
bonsoir madame
, incorporándome sólo al llegar a esa tierra firme que era el descanso de la escalera. Estaba, por fin, de pie, aunque muy tristemente de pie: mi cara daba a la puerta del departamento, adentro leía la Inés que acabo de describir ignorando gloriosamente a la más perversa de las brujas, bravo, Inés, pero esa puerta que nos separaba era un mundo entre los dos.
—Monsieur Romaña
—arrancó el monstruo, acentuando como siempre la á final de mi apellido.
—Oui madame
—pronuncié ya en tono afirmativo, como diciéndole sí a cualquier cosa, cuando en estos casos se suelta más bien un ¿qué se le ofrece, señora?, o algo por el estilo.
A la señora se le ofrecía lo siguiente: A menudo, usted y su esposa, o usted o su esposa, regresan al departamento pasadas las diez de la noche.
Oui madame
. Usted sabe, señor Romañá…
Oui madame
. Usted sabe que yo me acuesto a esa hora y que tengo un sueño muy frágil.
Oui madame
. Bien, lo que yo quiero que hagan, usted y su esposa, de ahora en adelante…
Oui madame
. Lo que quiero que hagan es que a partir de las diez de la noche suban por la escalera…
Oui madame
. Yo no tengo por qué soportar el ruido del motor del ascensor.
Oui madame&hellip
; eehh…
non madame
. Ustedes saben muy bien que el montículo que cubre el motor está pegado a mi pared y precisamente a la altura del lugar en que está mi cama… (Eso era mentira, porque su cama se hallaba en el extremo opuesto, en el lugar más alejado del motor. Me consta haberla visto ahí cada vez que entré a pagarle la renta o a escuchar las instrucciones sobre comidas, pipis y caquitas de Bibí, pero confieso que igualmente dije
oui madame
, y así, sin coma entre el
oui
y el
madame
, como siempre, como lo dijo siempre el entristecido robot que era yo por entonces). Ustedes saben que el ascensor hace ruido y que yo no puedo seguir tolerando que me despierten cada vez que llegan tarde.
Oui madame
. Además…
Oui madame
. Además el médico me ha recomendado que haga siesta entre las 2 y las 4 de la tarde, o sea que no quiero que ni usted ni su esposa usen el ascensor a esas horas tampoco.
Oui madame
. Que quede bien claro, señor…
Oui madame
. Y dígaselo a su esposa que debe estar escuchando todo ahí adentro. Solté mi último
oui madame
del día, le entregué a Bibí bien comido, mejor cagado y bañadito, atravesé el mundo que me separaba de Inés, una puerta, una bizquera, un cuello antaño hermoso también para mí, y me presenté ante ella con cara de te-juro-que-no-te-lo-voy-a-repetir.
A mí, en cambio, me repitieron el muy frecuente y merecido pedazo de idiota, dicho sin levantar la bizquera de algún clásico del marxismo. Sí, hay que ser justo, lo de pedazo de idiota me lo tenía bien merecido, aparte de que Inés lo soltaba por tensión, por desesperación, no por verdadero desprecio; fui, en efecto, lo suficientemente idiota como para no asesinar al monstruo, pude aprovechar mi enfermedad, lo patológico que andaba, habría tenido más atenuantes que años de condena, me habrían dejado libre, y a lo mejor hasta llego a sanar de tanto placer.
Pero la vida siguió su curso tal y como me la imaginé en aquel momento. Regresábamos del restaurant universitario, a las dos de la tarde, o del cine, a las doce de la noche, por ejemplo, llegábamos a la puerta del edificio, yo soltaba mi habitual, por favor, Inés, ella dejaba escuchar su silencio habitual, se metía en el ascensor, apretaba el botón del noveno piso, empezaba a subir mientras yo la iba admirando desde abajo y desde la nada, bravo, Inés, qué valiente eres. Arriba, malvadísima, madame Labru esperaba despierta la oportunidad de una granputeada más. Todo estaba perfectamente bien preparado. Excitaba primero a Bibí para que ladrara, luego ladraba ella en el momento en que Inés abría la puerta, pero eso sí, sin asomar siquiera la punta malvada de la nariz, todo en ella fue malvado, porque el que se iba a llevar la gran requintada era yo, y yo recién andaba por el quinto piso y en puntitas de pie, porque, a lo mejor, si llego despacito todavía, va a pensar que Inés ha llegado sola y por una vez me libro del monstruo. Nunca me libré del monstruo. Un monstruo espera feliz, es una hiena agazapada, sabe perfectamente que su víctima ya va por el séptimo piso y en puntitas de pie, se le hace agua la boca cuando uno continúa en puntitas de pie, por el octavo, y no bien ha llegado a la mitad de los escalones que llevan al noveno, ya está ahí en lo alto de la escalera, horrorosa con ese gorro de dormir, horrorosa con esa bata horrorosa, y pega el salto que es el primer grito y así continúa hasta que uno vuelve a sentir lo mismo que sintió cuando lo descubrieron regresando en ocho patas con Bibí de la terraza. Arriba me esperaban todavía la bizquera y el cuello de Inés.