Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Fueron meses de vida muy tristemente exagerada. Y el día en que Inés decidió, por fin, hablar, hablarme y ponerle punto final a todo eso, ponerme punto final incluso a mí, justo ese día, y justo cuando ella, tras una incómoda dureza inicial, empezaba a soltar, una tras otra, ya más serenamente, aunque siempre algo bizquita la pobre, es verdad, palabras tiernas y hasta cariñosas, frases que por haber caído en desuso me sorprendieron mucho, al comienzo, pero que me conmovieron más, no bien me di cuenta de que esa maravillosa altura de su voz se dirigía a mí, así, con el cuerpo pegado al cuello nuevamente hermoso para su desastre, sí, así, aunque no fuera en el fondo más que para decirme por qué y cómo esto se acabó, Martín, o no soporto más, Martín, mientras yo como que empezaba a instalarme a vivir en el tono inesperadamente dulce de su voz, en el sonido tan agradable de sus palabras de otros tiempos, conmovidísimo hasta el punto de desear proponerle un nuevo matrimonio, aun contando con la nada, porque siempre me gustó jugar limpio, pues fue justo en ese instante cuando se le ocurrió tocar la puerta al escritor Bryce Echenique, el más detestado de sus mediotínticos. Sucedieron entonces muchas cosas, y entre ellas, una que parecía increíble: el que esta llegada resultara realmente providencial. No tanto por los efectos que tuvo sobre la continuidad, siempre precaria, de nuestra vida conyugal, como por los rayos y truenos que desencadenó y que dieron conmigo esa tarde en el correo, enviándoles un SOS a los Feliu, tras haber batido mi propio record mundial de valium.
Fue una de las primeras tardes calurosas de aquel mes de julio. Me había enterado de la llegada del verano, de casualidad, un día en que Inés encendió la radio. Para mí no existían las estaciones, aunque no por las mismas razones que hoy me permiten afirmar, mitad en broma, porque hace reír a la gente que anda furiosa con el clima, y mitad en serio, porque a menudo es verdad que en París, tras la definitiva extinción de la primavera, el verano suele caer en lunes. Por entonces la primavera y el verano sí existían, al menos creo, pero para los demás. Yo llevaba muy adentro aquel gris eterno que era también el color de todo lo que veía y que incluso escuchaba cuando alguien me dirigía la palabra. Sólo ese gris oscuro existía. Y recuerdo lo mucho que me estaba pesando la tarde aquella en que Inés empezó a hablarme.
Recuerdo que al principio me pareció que empezaba a recitar de memoria una lección. Recuerdo que luego hizo un esfuerzo por ponerse muy didáctica y darme una buena lección. Pero todo eso la llevaba a bizquear demasiado y seguro que al final no soportó tanta incomodidad y bajó un poquito la guardia, ante un inexistente adversario, lo cual le permitió verme mejor y tal vez fue ésa la razón por la que a mitad de camino empezó a escapársele cariño y ternura, digamos que entre líneas. Recuerdo que entonces yo, tan necesitado como andaba de ese cariño suyo, de esa ternura suya, supe leer entre sus palabras, y en vez de tomarlas en el sentido que ella quería darles, las fui desmenuzando en el sentido que yo adivinaba que también tenían, y a ese sentido me aferré. Recuerdo por último haber dicho muchas tonterías y que ella me las reprochaba, pero no como me había reprochado siempre el pedazo de infancia que aún llevaba a cuestas y que tanta gracia nos había hecho en algún momento pasado mucho mejor. No, aquella vez como que miró muy atrás, como que logró ver algo que había sido hermoso y entre los dos, en ese pasado, y yo adiviné, vi que le había gustado, que le estaba gustando, y le toqué el cuello y le pedí que nos sentáramos, el uno al lado del otro, ahí sobre nuestra vieja cama, y que conversáramos en paz y que me contara todo de una vez, agregando luego que era lógico que ella se quisiera ir, si pensaba de esa manera, aunque con gran pena de mi parte, y que también era lógico que yo hiciera todo lo posible por retenerla, y que eso a ella le iba a causar mucha pena y dificultad. Yo no sé a dónde habríamos llegado con lo bien que estábamos ahí los dos, yo sobre todo, porque hay que decir la verdad, y la verdad es que a ella le quedaba siempre tanta reticencia como cariño. Ya dije que nos interrumpió alguien que tocó la puerta, y también he contado varias veces que yo un día acompañé a un aeropuerto a una Inés que se fue bizqueando y sin verme. Pero hay mucho más antes de eso, hay, para empezar, lo que nos dijimos desde que ella comenzó, hablando como de memoria, luego como quien le enseña una lección a alguien, y luego aquello que también nos dijimos cuando ya estaba yo conmovidísimo y ella bastante enternecida con su desastre.
—Francamente, Martín, no creo tener nada que ver en lo que tú llamas
tu
enfermedad. No creo que se trate ni siquiera de una enfermedad. Para mí, eso que tú llamas una enfermedad no es más que una tara hereditaria. Admito que no eres culpable de ella, pero qué quieres, pues, Martín, con el pasado familiar que te traes por detrás. Existe la sangre nueva y positiva y la sangre vieja, como la tuya, que ya no sirve para mucho. Y eso que todos consideran inmadurez en ti, esas locuras que no cesas de cometer, y que en otros tiempos hacían reír a unos cuantos amigos ante los cuales te gustaba incluso posar de niño, de irresponsable, todo eso es para mí chochera, mucho más que inmadurez. Estás gastado, qué más prueba quieres de ello que tu total incapacidad para mirar el porvenir con optimismo. El Grupo fue demasiado para ti y eso era el porvenir…
—¿Mocasines era el porvenir?
—Mira, Martín, confiesa que el Grupo fue tu única oportunidad de escapar a esa especie de maldición decadente que llevas contigo…
—Pero Moca…
—Déjame hablar, Martín. Para empezar, Mocasines no es más que una excepción.
—¿Y Lagrimón y…?
—Martín, si no quieres no hablemos…
—Hablemos, Inés, hablemos de todo menos de las numerosas excepciones.
—Ya basta, Martín.
—Ah, Inés, si supieras cuánto daría por poner en la puerta del mundo un enorme letrero que dijera: YA BASTA.
—Martín, por favor, no te pongas así. Ya sé que estás muy triste desde hace tiempo. Pero ahora pregúntate a qué se debe esa tristeza…
—A una enfermedad, a una depresión muy fuerte.
—Déjate de enfermedades y de tonterías, Martín, qué depresión ni qué ocho cuartos…
—Claro, para ti la única depresión verdadera que ha existido es la de Wall Street en 1929.
—Vete a la mierda, Martín.
—Perdón, Inés, se me escapó, no pude evitarlo. Y voy a tratar de ser muy honesto contigo, en vista de que tú lo estás siendo conmigo.
—Entonces déjate de tonterías.
—Para mí no son tonterías, mi a… Para mí esa frase sobre Wall Street ha sido toda una revelación. Déjame que sea honesto, déjame que te explique por qué.
—¿Por qué?
—Inés, partamos del principio, muy honesto, de que aquí están dialogando dos personas. Una que no cree en la depresión como enfermedad, y otra que la está viviendo, o mejor dicho sobreviviendo, para expresarme con toda precisión y honestidad. Esto equivale más o menos a que cada uno hable un idioma que el otro no logra entender. En mi idioma, lo de Wall Street, en 1929, ha sido sobre todo una gran revelación. Me explico: se me ha escapado un chiste…
—Una estupidez es lo que se te ha escapado.
—Es el turno de mi idioma, Inés. Déjame terminar, por favor, porque creo que esta conversación empieza a producirme efectos muy positivos. No sé si te has dado cuenta de que éste es el primer chiste que se me escapa desde que cambié de idioma. ¿Sabes lo que eso quiere decir?
—¿Qué?
—Realmente tenemos que estar hablando dos idiomas muy distintos, para que no te hayas dado cuenta de que eso quiere decir que mientras hay vida hay esperanza.
—¿Terminaste ya, Martín?
—Sí, perdón. Ha sido una frase muy larga, y como demasiado optimista. Necesito descansar un rato. Habla tú, ahora.
—A ver si me dejas… Bueno, voy a retomar el hilo. Tu tristeza, tu desencanto actual, el que vienes arrastrando desde hace meses, es producto de aquello que tú creías ser una intuición privilegiada. Realmente no sé qué tuvo de privilegiada esa intuición…
—¿Tuvo?
—Cállate, por favor.
—Es que en mi idioma…
—Ya basta con lo de los idiomas, por favor, Martín.
—Inés, créeme, créeme, por favor: las imágenes, las connotaciones ayudan. Te juro que he tratado honestamente de…
—¿De qué?
—De acercarnos…
—Martín, date cuenta de una vez por todas de que esta conversación no está destinada a acercarnos. Yo lo que quiero es terminar, Martín… yo…
—¿Qué le pasaba a mi intuición, mi a…?
—Mocasines, Lagrimón, el globo que nunca logramos arrojar… ¿No te das cuenta de que eran intuiciones negras las tuyas? ¿No te das cuenta de que sólo viste el lado peor de la realidad, siempre? Eso es lo que yo llamo una sangre podrida, Martín. Y eso es lo que te ha llevado adonde estás ahora.
—No lo creo, Inés; además, me parece bastante injusto de tu parte que por un par de…
—¡Un par!
—De acuerdo, cien mil. Pero hubo un millón de ocasiones en que fuimos felices, en que te hice reír en privado y en público. Y entre un público que se reía más que tú, incluso. Eres tú la que sólo ves el lado negativo de mi vida.
—¿Y crees que hay muchos otros
lados
, ahora?
—A mala hora te dije que iba a ser honesto. No, no hay nada positivo en mi vida en este momento.
—Es un momento demasiado largo, ¿no te parece?
—Hay enfermedades así.
—No, Martín. No hay enfermedades así y no quiero volver sobre ese tema. Tuviste la oportunidad de cambiar; la de lanzar el globo, por ejemplo, pudo ser una oportunidad muy positiva para ti.
—Por el fondo, tal vez, lo reconozco, pero no por la forma; no por la forma en que se hicieron las cosas, sirviéndose de… Recuerda un poco, Inés. No puedo creer que con el tiempo…
—Con el tiempo todo sigue igual.
—Yo no, y nosotros tampoco. Ahí te agarré.
—Idiota.
—No te lo niego; me siento totalmente idiotizado, pero creo que con un buen médico…
—Déjate de médicos y de tonterías, Martín. Si hubieses cedido un poco en lo del globo estarías muy sano hoy.
—¡Ah!, entonces reconoces que estoy enfermo.
—Sólo he querido decir que el globo fue tu gran oportunidad.
—No te falta algo de razón; nos habrían largado del departamento y así habría evitado mis últimas relaciones con el monstruo.
—Eso ni lo menciones en mi presencia, Martín; es todo problema tuyo.
—Dos preguntas, Inés. La primera: ¿qué harías tú si la maldad del monstruo te importara? Segunda pregunta: ¿Por qué en el globo iba a decir VIVA LA LUCHA DEL PUEBLO VENEZOLANO? ¿Por qué no el peruano?
—Era un acuerdo con un partido político venezolano. No te puedo decir el nombre, Martín. Es un secreto, perdóname.
—Maldito globo, ni siquiera se llegó a lanzar y por él empezó todo esto.
—Debiste quedarte en el Grupo, Martín.
—Pero yo vine a París para ser escritor, Inés.
—Te dimos una gran oportunidad de serlo.
—No, Inés; te toca a ti seguir siendo muy honesta ahora… Tras la cagada que me obligaron a escribir…
—¿Y sobre qué otra cosa te habría gustado escribir? ¿Sobre tus podridos antepasados?
—Bueno, bueno, Inés; ya sabemos de sobra que para ti, yo desciendo, a pasos agigantados de putrefacción, de algún gran señorón, y que nuestro diccionario dice: SEÑORÓN: todo lo que insulta a un pobre. Tú, en cambio, asciendes sana y revolucionariamente de peluquero en Cabreada. De acuerdo, si quieres, pero no seas tan demagoga, por favor, y dejemos eso de lado por ahora. Además, no creo que tenga la importancia que tú le das. Yo sólo sé que vine a París para ser escritor y que entré al Grupo porque…
—Entraste porque lo deseabas, como todos nosotros. Entraste por las mismas razones por las que yo entré. Sólo que tú no pudiste soportar que el porvenir no se pareciera eternamente a ese ambiente de porquería que te formó.
—¿Por qué no usas
def
ormó, mejor?
—Como quieras, Martín, pero lo cierto es que no tuviste fuerzas para escaparte de él. Dime que no es tu culpa y te lo creeré, Martín. Además, no necesitas decírmelo. Creo sinceramente que no eres culpable de nada. Y ahora perdóname, Martín, pero pienso que la pareja que formamos ya no vale un real.
—No sé, no puedo creerlo. A mí me parece imposible que no puedas aceptar que estoy enfermo y que puedo sanar.
—¿Sanar para qué?
—¡Ah caracho! Para sentirme bien, ¿para qué va a ser, si no? ¿Acaso antes era así?
—No… No siempre has sido así, Mar… Perdóname, me revienta hablar del pasado… Martín, yo estoy aquí para hablar del futuro.
—¿De un futuro sin un tipo que en el pasado…?
—Tienes que dejar de quererme, Martín.
—¿Tú cuándo dejaste de quererme, Inés?
—Yo no he dicho eso.
—¿No has dicho qué?
—Martín…
—Hablando con connotaciones e imágenes que tanto te irritan, te diré que tengo la impresión de que estamos demasiado lejos y que no nos oímos bien. No podemos seguir parados cada uno en un extremo opuesto del cuarto. Ven, siéntate, Inés. Sentémonos los dos y cuéntamelo todo. Lo del pasado y lo del futuro. Dejemos el presente de lado, mientras no logremos un idioma común para referirnos a él.
—Sí…
—Se está mejor sin tensión, ¿no?
…
—Se está mejor cuando nos sonreímos, ¿no?
…
—Yo estaría mejor si no hubieses decidido romper.
…
—En fin, ya puedes contármelo todo.
—Martin, no me habría enamorado de ti… Jamás me habría casado contigo si hubieses sido siempre así. Me acuerdo de haberte tenido a mi lado… de haberte sentido tan optimista. Y me acuerdo de habernos reído tanto juntos y de que tu presencia alegraba a veces muchísimo nuestras reuniones. Me acuerdo…
—Te acuerdas exactamente de las mismas cosas…
—Tienes que dejar de quererme, Martín.
—¿Tú cuándo dejaste de…? Perdón, sigue, Inés.
—Martín, tengo que confesarte que no es sólo por ti que quiero regresar al Perú. En realidad no es por ti… Bueno, es y no es por ti. Hace algún tiempo que eres como un obstáculo en mi vida. Francamente no creo que seas culpable de eso, tampoco. Lo que pasa es que el Grupo ya no me llena… Ya he aprendido en París todo lo que podía aprender y ahora necesito urgentemente ponerlo en práctica en el Perú. Voy a ponerlo en práctica. Es algo importantísimo, para mí, Martín. Y contigo al lado…