Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Luego, a la pregunta de Inés, ¿y por qué has abandonado el pueblo?, respondió que en ese pueblo no había vida para los jóvenes ni trabajo para los viejos, pero que era un gran pueblo, con unos prados que ni en Barcelona, su constante referencia cultural admirativa, aunque desgraciadamente con algunos familiares cobardes que prefieren dejar toda esa cosa grande por el Perú, su constante referencia cultural peyorativísima.
—Sucede en las mejores familias —comenté, ya más tranquilo con sus orejas, e Inés casi me mata con la mirada.
Acto seguido, muy extrañamente, mi dulcísima paloma (aunque yo entonces había dejado ya por completo de usar palabras como dulcísima o paloma, no por falta de motivos para usarlas, sino porque entre orejas descomunales, atracciones al vacío, y las luces que me podían apagar, me resultaban imposibles las asociaciones bonitas y las palomas ya no volaban y lo dulce ya no existía), le dijo al primo obrero Jaime que el primo emigrante Raymundo trabajaba en una compañía de seguros y que se acababa de comprar un carro. Perdí edad y estatura, cosa que de pronto me aterró, porque me vi en efecto chiquitito y deforme. Invité una cerveza, pero ello sólo sirvió para que el primo Jaime me probara que él podía invitar tres más, y para que Inés le soltara, mucho más extrañamente que la primera vez, un ¿y qué quieres probar con eso?, tan duro, que no tuve más remedio que volverme a ver deforme y horroroso. La sangre no llegó al río, felizmente, y tras haber pagado incluso la cerveza que yo había invitado, el primo Jaime se jactó de que sus tareas le impedían acompañarnos al pueblo, y se volvió a jactar de que nos podía conseguir el carro de un amigo para que fuéramos al pueblo.
La meseta castellana estaba a punto de convertirse en algo así como el altiplano de nuestro peyorativizado Perú.
—Inés, tenemos que habernos perdido, por aquí el diablo perdió el poncho, por aquí te juro que ya no encontraremos ni al… ni al…
Me callé, porque casi se me escapa lo del hombre con la otra oreja, y porque Inés insistía en que no nos habíamos perdido y que detrás de este pueblo, ¿esto es un pueblo?, me pregunté, en el más profundo silencio capitalista, estaba su pueblo. Pero su pueblo no estaba detrás de ese ¿pueblo?, ni tampoco detrás de ese otro pueblo por el que pasé dejando escuchar el ruido de mi silencio,
elementary, Watson
, y que tampoco era su pueblo. Atardecía y tampoco era su pueblo. Empezaba a caernos la noche y tampoco era su pueblo.
—¿Hay luz en tu pueblo, Inés?
—Tienen un motor que funciona perfecto —me odió Inés.
Y a punta de observarme no tardaba en estrellarse porque eso ya no era carretera, ni pista, ni huella, no sé lo que era eso, o en todo caso era simplemente un estar dando saltos por los campos de Castilla, cuando apareció, casi al lado del carro, una manadita de ovejas e Inés frenó, sacó la cara, y la que momentos más tarde, tras haber guardado a las ovejas, sería la única muchacha del pueblo, la prima Isabel, pegó un alarido que nos permitió detectarla entre las ovejas. —¡Inés de América!— gritó emocionadísima, iluminando la escena con una linterna, lo cual me permitió ver que se trataba nada menos que de un ser exacto a Inés, con una cara realmente exacta a la de Inés, pero todo en muy chiquito, una Inés más o menos de la misma edad pero en chiquitito.
—Están a la entrada del pueblo —dijo, señalando algo que en efecto parecían ser muros y algo que en efecto parecía ser una iglesia. La oscuridad jodia, pero Inés, siempre inmutable, encendió los faros altos y ahí estaba el letrero: CABREADA. Era casi lo único que había en el pueblo, al menos dentro del estado de ceguera depresiva en que me encontraba yo.
CABREADA. Recuerdo que entonces no me reí pero cuánto me he reído después con el asunto ese de Cabreada. ¿De qué otro pueblo podía provenir ese personaje que, para usar la palabra tal como la usan en España, vivía casi permanentemente cabreada, esa Inés que reía tan poco, que fue siempre incapaz de captar mi sentido del humor, que atormenté con mis ocurrencias tan llenas de cariño y de necesidad de hacerla gozar en esta vida? Bueno, tampoco hay que exagerar, limitémonos a decir que traté de hacerla feliz en la parte de su vida que vivió conmigo. Otros, antes y después que yo, la habrán hecho reír y hasta gozar, me imagino. Lo que pasa es que yo quise hacerla feliz siendo yo, siendo el ser que era yo, pero ya sabemos que eso la volvió tan bizca que un día simplemente ya no logró verme más y se fue para siempre. Cabreada, tenía que se originaria de Cabreada mi terca mulita, aquella muchacha que guardaba sus ternuras y sonrisas únicamente para la hondonada, Inés, la de la difícil sonrisa, la de la terquedad sin nombre y la del sentido del humor que la hacía reír con todos menos con su desastre, con aquel desastre que años atrás, al pasar con ella por Murcia, se llevó una buena bofetada cuando vio un letrero que anunciaba un pueblo llamado MULA, y le dijo, mi amor, ¿no es por casualidad de ahí de donde viene tu encantadora familia?
CABREADA. Inés me pegó la gran observada e inmediatamente bajó los faros para que no siguieran iluminando el letrero: acababa de captar, la observé observándome, que yo acababa de recordar el incidente de Mula y por qué hasta esa noche, ahí, ante ese letrero, me había ocultado el nombre de su pueblo. Octavia se rió muchísimo cuando le conté esta anécdota. Yo no lograba reírme todavía, entonces, aunque ella, siempre tan atenta a las cosas de mi vida, también entonces, me ayudó bastante a explicarme que el simple hecho de contar una anécdota así, revelaba ya síntomas de interés por la vida. Y hoy recuerdo a tantas personas a las que he hecho reír con esta anécdota. Y esta tarde la escribo y me río mientras la escribo. Me río alegre y tiernamente, a la vez. Ah, la literatura en mi vida, ¡por fin! Pero también es cierto, y hay que reconocerlo, que sin aquella vida… Bueno, Martín, ya para tu carro, que a ti te han aburrido siempre las grandes teorizaciones.
Paro, pues, mi carro, en el preciso instante en que Inés arranca el suyo, o mejor dicho el que le prestó un amigo del primo Jaime, y juntos hacemos nuestro ingreso a Cabreada. Hay luz, me digo, y aprovecho que Inés está abriendo su puerta y me está dando la espalda, para sacar de un bolsillo mi frasco de valium y mandarme un rápido traguito de pastillas.
—¡Es Inés de América y su esposo el que se la llevó de América a París! —grita la Inés chiquitita, apareciendo por la única calle del pueblo, tras haber guardado a las ovejas.
Las desconfiadas puertas por donde un auto llegó de noche a Cabreada, hizo asomarse a una buena docena de desconfiadas cabezas, se abren ahora de par en par, y empiezan a acercársenos viejos y viejas sonrientes, muy sonrientes a medida que van reconociendo parecidos, se parece a su mamá, no, yo más bien diría que se parece a su papá, no, yo más bien diría que se parece mucho a su primo Raymundo.
—Yo soy Isabel, soy la hija de tu tía Marcelina, la mamá de tu primo Raymundo, soy tu prima, Inés —dice, informadísima por la correspondencia con su hermano Raymundo, la Inés chiquitita.
—Yo soy tu tía Marcelina, la hermana de tu mamá. Nuestro padre fue el peluquero, pero ya tu abuelo murió y ahora tampoco hay peluquería.
—Yo soy la hermana de tu padre —dice una que ha llegado con retraso a la ceremonia informativa, la pobre vieja apenas puede hablar, apenas caminar, pero en su rostro descubro un enorme parecido viejo con el rostro de Inés. Clamo porque los valiums me hagan efecto, mientras le tomo terror a una vejez que no sé si es la de Inés, la de su tía, o la vejez en sí. Dios me libre de esto último, me digo, pensando más en el efecto de los valiums que en Dios, pero sigo ahí hecho el desastre que le pasa revista a todas las orejas del pueblo y que está a punto de pegar un alarido porque hasta ahora esta condenada de Inés no me presenta a nadie. No, no es tanto que quiera abrazar a tíos y tías, es la idea fija de que tocándolos les perderé en algo el miedo que me impide hablar, moverme, sonreír, que me impide todo menos temblar.
Pasa media hora en la única calle del pueblo, media hora de ceremonia informativa, durante la cual me voy enterando, entre sobresalto y sobresalto, de que en ese pueblo no quedan más viejos que los de la familia materna y paterna de Inés, y todos casados entre ellos. Recuerdo entonces que también el padre y la madre de Inés eran primos, me alegra poder recordar algo todavía, gracias celestes pastillas de valium, y por fin Inés se acuerda del esposo que se la llevó a París, de acuerdo a la versión de la prima Isabel, y me va presentando y voy exorcizando pavores al tocar manos como pan duro arrugado y hasta besando algunas mejillas que, sin duda muy pronto, el Señor las tendrá en su gloria, y al mismo tiempo, me repito y me repito que no, que yo no me la llevé a París, ella vino un año después, y que más bien yo nunca hubiera querido llevármela a París sino a Perugia.
Inés sonríe en esa parte de la única calle del pueblo, que justo ahí se ensancha un poquito, convirtiéndose en la plaza del pueblo. La observo observándome, le sonrío, la amo, quisiera decirle que ojalá me hubiese tocado una familia tan vieja, tan pobre y sobre todo tan sana como la suya. Quisiera decirle cualquier cosa que le gustara. Quisiera estar ya acostado con ella diciéndole cualquier cosa que le gustara. Inés me observa observándola, me sonríe, me sonríe más todavía, y por primera vez en la vida siento que he echado raíces en alguna parte y que no hay nadie más adaptado que yo a la vida y costumbres de Cabreada, definitivamente entre los valiums y la amplia sonrisa de Inés las cosas parecen haber mejorado enormemente para mí. Y aunque es bastante tarde para un pueblo, ha llegado la hora de que nuestros parientes nos reciban en sus casas. Así lo anuncia la tía Silveria, cuyo hijo Silverio, emigrado a Buenos Aires, ha enviado el único televisor del pueblo y la vieja resulta que le cobra a los otros parientes por ver la tele y se está convirtiendo en la mujer más rica del pueblo y la más mala también. La prima Isabel, pobrecita, tan joven, tan chiquitita, tan llena de vida y tan encerrada en ese pueblo muerto porque su mamá no la deja irse de sirvienta o de puta, ni mucho menos de emigrante a América, ha sido la encargada de informarnos de esta primera maldad.
Siguen más, mientras realizamos nuestra visita a los parientes. Inés ha pedido ver a un hermano de su padre, porque para ella es un dulce recuerdo de infancia, pero ese hermano de su padre no posee tierras ni ovejas y sólo se le puede ver tras haber pasado por la casa de la tía que posee tres ovejas mas no tierras, y a ésa sólo se le puede ver tras haber pasado por la casa del tío que posee cuatro ovejas mas no tierras, y a ése sólo se le puede ver después de haber visitado al tío que posee cuatro ovejas y un poquito de tierra, y a ése tampoco se le puede ver hasta no haber visitado al tío que posee seis ovejas y un buen trozo de tierra, y a ése sólo lo podrán visitar tras haber visitado a la tía Silveria y a su televisor, que también posee ovejas y un buen trozo de tierra que le ha comprado al hermano de tu padre, Inés, que estaba muy endeudado por una mala cosecha y por su salud, con el dinero que gana con el televisor. Pero antes de visitar a tu tía Silveria, Inés, tienes que venir a mi casa, le dijo el tío Jaime, padre del primo obrero de Lerma, porque yo soy el alcalde del pueblo. En cada casa comimos, en cada casa bebimos, y en cada casa comimos y bebimos según la jerarquía establecida sobre las ya citadas bases socioeconómicas. A mí el vino me potenció el valium, y por primera vez en mucho tiempo logré pasar flotando y sonriendo de casa en casa, desde el mejor plato, donde el tío Jaime, hasta el trozo de chorizo, donde la tía Cirila. Pero ello no impidió que casi me muriera de pena cuando llegamos a la casa del tío que Inés había deseado ver primero. Era paralítico, y se había dormido esperando su turno de más pobre que todos. Bah, dijo el tío alcalde, ése sólo tenía un poco de miel de sus panales para ofrecerles. Vénganse a dormir, muchachos.
Caí seco con el vino y las pastillas, y pude haber dormido horas y horas, pero Inés, que según imaginé años más tarde, al descubrir y entender el secreto profundo que se llevó con ella en su partida, no debió haber pegado los ojos aquella noche, me despertó prácticamente al alba. No había donde lavarse y se meaba fuera, y los prados que no tenían nada que envidiarle a los de Barcelona eran un árbol plantado sabe Dios por quién y cuándo, a unos quinientos metros del pueblo, al pie del arroyo adonde iban por agua. Ahí nos refrescamos un poco la cara, sin hablarnos. Poco rato después apareció la prima Isabel, sonriente y comunicativa. Inés le pidió que nos acompañara a ver al hermano de su padre. No sólo quería verlo por aquel recuerdo de infancia (alguna historia que le contaría su padre), sino también porque sabía que una hija de ese tío trabajaba de obrera en el norte de Francia. Inés deseaba establecer contacto con ella. Pero ahí creo que se pegó el encontronazo final. Digo creo, porque en ese momento no hizo comentario alguno y pareció aceptar la realidad tal cual era. Pero, en el fondo, a pesar de que salió del pueblo despidiéndose sonriente de todos, y respetando el mismo orden jerárquico de la noche anterior, hoy, a pesar también de la indiferencia ante lo visto y oído con la que siguió viviendo conmigo, estoy seguro de que la escena vivida con el más pobre de sus tíos tuvo mucho que ver con aquel secreto que, sobre sí misma, descubrió en Cabreada.
No, el tío hermano de su padre no tenía ninguna hija trabajando en Francia. No la tenía por la sencilla razón de que nunca había tenido hijos. Inés estaba equivocada, me deben estar confundiendo con otro de los hermanos ya fallecidos, Inés, aunque yo ignoro la existencia de esa muchacha, y tampoco creo que haya nadie en el pueblo trabajando en Francia, Inés, concluyó el tío en su sillón de paralítico, y mientras nos ofrecía la poca miel de sus panales. Pero la prima Isabel, que nos esperaba con su manadita de ovejas en las afueras del pueblo, fue la encargada de informarnos que sí, que el tío sí tenía una hija en Francia, y que la hija de Francia había venido cada año a visitarlo trayéndole muchos regalos. Lo que pasa, Inés, es que un día se presentó con un esposo moro y con un hijo medio moro y tu tío los corrió del pueblo a los tres; y ahora, hasta se lo cree que jamás tuvo una hija.
Volvimos a ver al primo obrero Jaime en la caldera del diablo, volvimos a tomar unas cervezas con él, volvió a insistir orgullosamente en pagar la cuenta, y yo en el fondo feliz de que fuera tan pelotudo porque me había bebido la mayor parte de las botellas, para que me potencializaran los traguitos de valium que acababa de soplarme. Y así, a trancas y barrancas, logré llegar a París, donde nos esperaba el otoño, los estudios de Inés, lo que quedaba del Grupo, el monstruo y sus monstruosidades, el trabajo en el colejucho, y tantas cosas más de las que quisiera hablar ahora. Cosas que también le conté a Octavia, a quien recuerdo haberle tratado de explicar que tal vez la ceguera de una enfermedad ya asumida me impidió comprender lo mal que también las estaba pasando Inés. Pero en aquella oportunidad, Octavia no quiso intervenir. Temió, sin duda, agravar la tristeza de aquellos días míos. O le faltó confianza, porque no hacía mucho que nos habíamos conocido ni que yo le estaba contando todas estas cosas. Recuerdo, eso sí, que pronunció una frase para mí totalmente enigmática por aquel entonces.