Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Temblaba íntegro de una especie de pulmonía cuando llegué a Chimbote con la enorme satisfacción de no haber molestado a nadie. Y así nació esta especie de conquista de Martín Romaña, en un mundo en el que todo el mundo anda fregando a todo el mundo, esta especie de divisa para una nueva estirpe de Romañas, que felizmente hasta hoy no existe, porque lleva dolorosamente incrustada la tremebunda espada de la timidez y ese asunto de la falta de agresividad del que ya hablaré más adelante, porque sólo se agravó más adelante, y porque este paréntesis está destinado únicamente a explicar el cómo y el porqué originales y traumáticos (temprana adolescencia, era en realidad un niño todavía) de mi abstención vomitiva en el trayecto Oviedo-Bilbao, y de mi doblamiento contra un muro en esta última ciudad. Pero ahora no tardo en desdoblarme.
Merezco vomitar ya, me dije, tras haber dejado esfumarse la sonrisa y las piernas del espíritu del 68, que con sobrehumanos esfuerzos había evocado para que me ayudaran a mitigar el espantoso dolor del porrazo estomacal. Merezco vomitar ya, me repetí, desdoblándome y buscando en el bolsillo del saco las llaves del departamento de Mario y Josefa. Bueno, primero había que tocar para que el guardián me abriera la puerta de acceso al edificio, lo cual implicaba sonrisa, explicaciones acerca de mi persona, aunque ya Mario y Josefa me hablan dicho que a nuestra llegada estaría prevenido. Nuestra llegada era la de Sandra y la mía. Demonios, espero que ahora no piense que soy otro porque llego solo. Pero no pensó nada por la simple razón de que no estaba. Era su día libre. Quien me explicó era un señor mayor y canoso que ante mis insistentes llamadas acababa de asomarse por una de las ventanas encendidas. Acababa también de preguntarme qué deseaba yo.
—Buenas noches, señor. Perdone que lo moleste, pero es que los señores Feliu me han dado en Barcelona la llave de su departamento, para que pase aquí unos días visitando Bilbao. Ellos quedaron en avisarle al portero.
—El portero no está.
—Sí, señor, el portero no está y yo sólo tengo la llave del departamento. Podría ser tan amable…
—Pero aquí a quién le consta que es usted amigo de los señores Feliu.
—Pero es que tengo la llave de su departamento, señor.
—Lo siento, joven, pero aquí uno no se puede fiar de cosas como ésas.
—Pero entonces, señor, ¿de dónde voy a haber sacado yo la llave del departamento de los señores Feliu?
—Eso es problema suyo, joven. Yo no puedo abrirle.
—¿Y quién puede abrirme, entonces?
—A mí qué me pregunta usted.
—Señor, por favor, son las doce de la noche; no puedo quedarme en la calle; no puedo quedarme tirado en un parque a las doce de la noche. Mire, señor, le ruego llamar a los señores Feliu por teléfono.
—Bueno, vamos a ver. Voy a consultar con otros vecinos que están despiertos, que no es hora esta de andar despertando gente aquí, ni tampoco a los señores Feliu en Barcelona.
—Mire, señor, por favor, si quiere usted una buena prueba de que le estoy diciendo la verdad, aquí tengo el teléfono de los señores Feliu en Barcelona.
—Eso déjelo estar, que en casa también tenemos ese teléfono y además usted pudo haberlo obtenido en cualquier guía de Barcelona.
Diré, con toda sinceridad, que conversaciones como ésta permiten soportar casi confortablemente el espantoso dolor de un porrazo en la boca del estómago. Hijo de la gran puta, viejo de mierda, no bien desapareció a consultar con los vecinos sólo me quedó aquel dolor que precipitaba las náuseas. Salí disparado a doblarme contra el muro y ahí estuve dejando caer chorritos de bilis sobre el césped. Se secaría para la mañana siguiente, nadie lo notaría, el viento se llevaría el olor. En todo eso pensaba, e incluso estaba volviendo a evocar a Sandra, para que me tapara el perfil más hermoso que Inés había visto en su vida, muerto ya, cuando el viejo canoso me volvió a llamar y pude notar que muchas ventanas se habían abierto, dejando aparecer muchas vidas respetables más, en bata, en camisón, en pijama, y alguna que otra cabeza con ruleros. Me desdoblé ipso facto y regresé al centro del cuadrilátero, un punto iluminado del parquecito en el que todo el edificio tenía la posibilidad de contemplarme desdoblado, educado, amable, muy paciente. Sonreí, también, por supuesto.
—Hemos hablado con el señor Feliu y el señor Feliu ha dicho que le ha dado la llave a una pareja. Y yo no veo una pareja por ninguna parte.
—Mire, señor, por favor, en efecto yo venía con una amiga norteamericana.
—Los del señor Feliu eran novios.
—Señor, por favor, por
qué
no hacemos una cosa.
—¿Qué cosa?
—Usted le pide, por favor, al señor de la ventana izquierda iluminada del segundo piso, que es joven, fornido, y se está matando de risa con el incidente, que baje y me abra la puerta; yo le entrego a este señor mi pasaporte en prenda, paso luego a su departamento escoltado por todas las personas que así deseen hacerlo, y llamo al señor Feliu…
—Al señor Feliu no se le puede estar molestando cada cinco minutos.
—Señor, por favor, sin ánimos de ofenderlo, ¿me permite usted dialogar con el señor de la ventana izquierda iluminada del segundo piso?
—Señor Idiáquez, ¿desea usted…?
—Ahora mismo bajo, señor Eceiza.
Claro que mientras bajaba no pude ir a doblarme contra el muro, porque de todas las ventanas iluminadas, y lo eran ya prácticamente todas a estas alturas, muy respetables ojos en prendas de vestir nocturnas concentraban sus miradas sobre el punto iluminado del parquecito que era mi centro del cuadrilátero mundo. Imposible doblarme y ahí seguía cara a cara con el perfil más hermoso del mundo y de pronto Inés mirándolo bizquísima, o sea que Inés en el fondo no lograba ver el cadáver de Enrique ni yo lograba doblarme ni podía vomitar tampoco. Merezco vomitar, me dije, jurándome que no bien me dejaran entrar vomitaría, muy de acuerdo con mis merecimientos.
Llegó el señor Idiáquez, joven, sonriente y fornido, al vestíbulo del edificio, abrió la puerta que me permitiría entrar, la volvió a cerrar, y se me acercó joven, fornido y parco. Vestía un pantalón vomitabilísimo.
—Su pasaporte.
—Mi pasaporte.
Desapareció con mi pasaporte y un pantalón impecable, tras haber cerrado la puerta que el guardián me hubiese abierto tan fácilmente. Conversé un ratito con Enrique Álvarez de Manzaneda en nuestro café parisino, pero esta vez el café parisino estaba en Oviedo: ja, Enrique no cambiaría nunca, tómalo con calma, Martín, me dijo, mientras se aprestaba a tomar con increíble calma su vaso de leche. Yo vi que yo, en cambio, estaba llegando al fondo de una botella de cognac. Corregí inmediatamente la escena, porque si bien en España se dice coñac, ésta es una denominación regional francesa (¡ah!, nadie sabrá nunca lo importantísimas que son las denominaciones regionales francesas cuando uno ha llegado por primera vez demasiado tarde a alguna parte y todo, todo y todos le impiden vomitar un porrazo en la boca del estómago), y en las etiquetas de los coñacs españoles sentí el sabor de una distinta concepción de esa bebida, los productores ponen siempre la palabra brandy. Estaba llegando al fondo de una botella con una etiqueta y la palabra brandy en vez de palabra cognac, porque nuestro café parisino se encontraba en Oviedo, cuando de arriba me anunciaron junta de propietarios, para examinar mi pasaporte. Fue la oportunidad de mi vida, en aquella oportunidad, ya que los vecinos desaparecieron de sus respetables ventanas, ignorantes todas ellas de la muerte de Enrique Álvarez de Manzaneda, y yo aproveché para salir disparado a doblarme contra el muro.
—Ha desaparecido —dijo, de pronto, desde su ventana, la voz del señor Idiáquez.
—Aquí estoy, señor Idiáquez —grité sin gritar, dirigiéndome desdoblado al punto iluminado del que sería mi último round en ese parquecito.
—Usted no se parece a la fotografía de este pasaporte, joven. Y no insista. No le vamos a abrir, por unanimidad.
Arrojó el pasaporte, no traté de agarrarlo en el aire por miedo a que se me escapara el vómito con el esfuerzo, ni traté tampoco de explicarles que entre ese pasaporte y yo estaban mayo del 68 y varios años en París, y me puse a pensar en ti, Inés, porque la única alegría de mi vida en ese parquecito fue recordar exacto el instante, la circunstancia, el lugar en que me dijiste que Enrique Álvarez de Manzaneda tenía el más hermoso perfil que habías visto en tu vida.
No vomité en un taxi pero estuve vomitando toda la noche y lo que duró la mañana siguiente, en la estación de Bilbao, antes de que el tren a Barcelona se pusiera en marcha conmigo metido en un compartimento sin un solo jebecito constante. Desgraciadamente, no bien cerraba los ojos veía el más estirado de todos los jebecitos constantes que había visto hasta entonces, en una calle cualquiera de París, lo cual, gracias a Dios, me permitía volver a abrir bien los ojos y probarme, a fuerza de paisaje y ruido de tren, que no estaba en una calle cualquiera de París.
A casa de los Feliu, en Barcelona, llegué de noche, varias horas después de mi llegada a esa ciudad. No quería molestarlos, y por eso me metí primero en una pensión de camas con hondonada, para vomitar un rato, asearme mucho rato, descansar algo, y doblarme a mis anchas antes de llegar a ese bellísimo departamento en el que deseaba encontrarme con Enrique Álvarez de Manzaneda vivo ya.
Claro, como llegué de noche, la puerta de entrada al edificio estaba cerrada y también era lógico que el portero estuviese disfrutando de su día libre. Pero aquí no había tanto problema como en Bilbao. Detrás del edificio estaba la entrada para los automóviles de los que en él habitaban, una puerta amplia, una bajadita hasta un enorme estacionamiento subterráneo, y un guardián nocturno que era reemplazado por otro guardián nocturno en sus días libres, para seguridad de todos. Yo andaba necesitando doblarme mucho menos, también, o sea que caminé hacia la parte posterior del edificio sin grandes dificultades, con pocas náuseas o, en todo caso, sin ningún deseo de molestar, y con esa especie de euforia que me producía la idea de encontrarme a Enrique tomándose una copa con Josefa y Mario. Hasta se me ocurrió que podía estar Inés allá arriba contemplando el perfil de Enrique, y deseando casarse conmigo o algo por el estilo. Silbé un aire alegre y escuché el aire alegre que estaba silbando, lo cual probaba que no sólo me salía el silbido al silbar, y alegre además, sino también que en Barcelona, a diferencia total de Bilbao, en realidad no había ningún problema. Ésta es la parte posterior del edificio, me dije, y ese que está ahí esperando para abrirme a mí es el señor guardián nocturno.
—Buenas noches, señor. Acabo de llegar a Barcelona y vengo al departamento de los señores Feliu.
—Los señores Feliu llegaron temprano esta noche y ya deben estar acostados.
—No se preocupe, señor. Somos grandes amigos, y hace poco que estuve yo aquí en su casa e hicimos numerosos paseos por la ciudad y sus alrededores.
—Entonces usted conoce el coche de los señores Feliu.
—Por supuesto, un Chrysler verde.
—Ah no, señor, lo siento, es un Alfa Romeo blanco.
—Se equivoca usted, señor, lo cual es normal con tanto automóvil que hay en este edificio. Pero el carro de los señores Feliu es Chrysler y es verde.
—Alfa Romeo y blanco, le digo yo, señor.
—Apostemos, señor.
El guardián nocturno se negó a apostar, me abrió la puerta, me indicó el ascensor que debía tomar, y se dirigió a la cabina de cristal en la que pasaba sus noches de guardianía. Salí del ascensor en el sexto piso, y ahí me esperaba Josefa con la puerta y los brazos abiertos de par en par, mientras Mario hablaba con alguien por el teléfono interno. Colgó, entró muerto de risa al salón, y soltó un ¡me cago!, seguido de un ¡te has salvado por un pelo, Martín! Me quedé en babias, y Mario empezó a explicarme.
—Eso es algo peligrosísimo —lo interrumpió Josefa, indignada—. Ese hombre ha podido matar a Martín, Mario, ya ves que no es aconsejable tener a un policía de guardián nocturno.
—¿El que me abrió era un policía?
—Y bien armado, Martín. Y a éste además le da por someter a la gente a esos tests.
—¿Qué tests?
—¡No te das cuenta, Martín! —interrumpió Josefa—. Te ha sometido a un test con eso del Alfa Romeo blanco. Si tú no insistes en que es un Chrysler y verde…
Y ahí seguimos sacando conclusiones y Mario empezó a reírse a carcajadas mientras yo iba pensando en lo difícil que me resultaba últimamente entrar a las casas donde tenía que vomitar y de pronto pensando más bien en lo arriesgado que había sido entrar en una casa en la que después de vomitar quería llorar y llorar en los brazos de Josefa que era la encarnación de la ternura, y que también reía ya contagiada por Mario pero yo prefería llorar lo antes posible, mejor, porque tanta risa había despertado a su hijita, una chiquita realmente linda que apareció en pijama y sabe Dios de dónde había sacado un jebecito que no era constante porque aunque estaba estiradísimo era
la
chiquita
la
que lo estaba estirando de cada extremo por primera vez en tanto tiempo.
—¿Una copa, Martín?… Pero ¿y qué fue de Sandra?
Yo señalé el sofá, para llorar, y después Josefa me estuvo consolando horas y horas y tampoco Mario cesaba de acompañarme y de entender los confusos borbotones de explicación que yo iba soltando ni la imperiosa necesidad de beber hasta la última gota de esa botella de cognac en cuya etiqueta controlaba permanentemente la palabra brandy como punto de referencia para hablar y llorar más y que no me doliera nada y que se produjera por fin el alivio ante un perfil tan hermoso y muerto ya, que fue cuando tú apareciste, Octavia de Cádiz, por segunda vez en mi vida, y en medio de aquel silencio en aquel lujoso salón en el que empecé a contemplarte con tu ropa de baño marrón y clásica y tus piernas graciosas, sí, graciosas, tus piernas tan divertidas que yo contemplaba mientras me ibas enseñando los diversos tomos de Hemingway y Baroja y como que me llamabas y me contemplabas, no sé, porque también Josefa y Mario me contemplaban y también yo a ti te estaba contemplando sobre la arena en aquella playa de Cádiz en la que por primera vez en la vida tuve un real desacuerdo con Inés que me había enviado solo con los Barajas y tanta inquietud tanto nerviosismo tanta tristeza, y ahora, en el salón lujoso en el que dos seres que me contemplaban con afecto se confundían al verme contemplarte con los ojos bien cerrados por el cognac, instalada allá en tu playa de Cádiz, divirtiéndome con tus piernas, tu comprensión, tu bondad y tus libros, todo al pie de la etiqueta con Enrique en la que decía siempre brandy mientras él bebía su eterno vaso de leche…