Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Me lo ha dicho esta mañana María Teresa, con profunda tristeza. Usted ya no tiene nada que hacer aquí. Defeque y verá. De los inconvenientillos que surgirán luego me encargaré yo, pero para eso no necesita usted seguir encerrado aquí. Su problema ahora es mental y nada más.
Habría sido tan fácil soltarle que precisamente por eso estaba en el manicomio, pero cuando uno se mete en el bolsillo de alguien le da ni sé qué ser un individuo más despierto. No siendo psiquiatra como José Luis, el doctor Raset, además.
—¿Defecará usted, señor Romaña?
Con la mirada en lágrimas le hice saber que cagaría cara a cara y de hombre a hombre, por José Luis. No soportaba la idea de que estuviese profundamente entristecido. Tendría que decirle adiós a mi ideal, a la seguridad, al doctor Raymundo Pericay. Pero José Luis estaba profundamente entristecido y uno no puede arrastrar al mundo entero en su rodada. Digo el mundo entero, para que tengan una idea de lo que es un amigo para mí: el mundo entero.
Y para que tengan también una idea de lo que llamo rodar con elegancia, dentro de una visión estética del mundo.
Mi habitación estaba al fondo de un amplio corredor sobre el cual se abrían las puertas de los demás dormitorios, frente al soleado ventanal. Era la más grande de todas y la única que tenía adentro una habitacioncita especialmente concebida para cagar. Los demás enfermos iban a baños comunes, y la verdad es que yo había andado tan preocupado por otras cosas que nunca me había fijado que era un cuarto mucho más grande, diferente y mejor. Le pregunté al doctor Raymundo Pericay, que todo lo sabía, porque llevaba catorce años sin dormir y en una mecedora, y me contó que el doctor José Luis Llobera había ordenado que arreglaran ese dormitorio especialmente para mí. Desde que el cura se marchó, sólo lo abrían para limpiarlo.
—Fue la habitación del cura, en otros tiempos, señor Romaña. Pero cada día hay menos fe en el mundo, y los enfermos mentales son siempre los primeros en darse cuenta de los vientos que soplan. Como si estuvieran a la cabeza de todo, señor Romaña.
Me conmovió pensar que José Luis hubiese ordenado un trato privilegiado para mí, y me juré que de mañana por la mañana no pasaba. Comí muchísimas frutas, muchísimas verduras, doblé la dosis de laxantes, y no le apliqué control psicológico alguno. Desperté a las siete, y fui, tras haber abierto la puerta de mi dormitorio para que se escucharan bien mis alaridos, en caso de ser necesario. La puerta de la habitacioncita la dejé también abierta, por las mismas razones. Me parecía increíble haber hecho tal abstracción del wáter, como lugar en el que hasta el Papa se sienta y caga, sin gracia alguna. En cambio al nuevo fecaloma me había acostumbrado por completo, y encontraba mi creciente barriga perfectamente natural y sumamente adecuada a mi nueva visión de las cosas de este mundo. No recordaba bien cuánto tiempo había pasado, por la sencilla razón de que jamás imaginé que volvería a defecar, para usar la palabra del doctor Raset. Pensaba en él y pensaba en José Luis y sabía que habían organizado todo el asunto de mi cagada entre los dos, pero ello no me impedía creer que José Luis estaba realmente triste y preocupado por mí. O sea que me mantuve en mis trece, y hasta pensé en pujar.
¡Qué extraña sensación la de estar sentado! Es lógico, pensé, recordando que en París me habían tocado durante años wáters de hueco en el suelo. A la turca se le llama a este sistema tan empleado en Francia y hoy sé incluso que existen varios más y que en los edificios de los grandes organismos internacionales, como las Naciones Unidas, por ejemplo, hay diversos sistemas de wáters, cada uno entra al suyo, y esto es cosa que se respeta tanto como las diversas religiones de los países miembros. Todo lo cual ayuda a explicar la sensación tan extraña que experimentaba aquella mañana, sentado en un wáter, pero sólo parcialmente. Porque la verdadera extrañeza venía más que nada de esa especie de vuelta al ruedo tras años de retiro, llevado por mi afecto a José Luis. ¡Cuánto lo quería!… A la una, a las dos, y a las…
Pero apareció Juanito-sin-apellido matándose de risa de mi estado de ánimo en esa postura, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo. Me produjo una depresión espantosa y sentí del todo la infinita tristeza y soledad que estaba viviendo a las siete de la mañana, haciendo esas cosas sin que mi esposa sospechara, siquiera, que horas más tarde le iba a decir ya fui al baño, Inés, y que ella lo primero que iba a pensar era en el aeropuerto de París en París. El doctor Raymundo Pericay, como siempre tan comprensivo, porque llevaba catorce años sin dormir y en una mecedora, entró corriendo a librarme de la carcajada y del dedo de Juanito-sin-apellido. Pero lo agarró de golpe y del todo la nostalgia al pobre. No pudo más y abrió la ventana y vio su maternidad, allá al fondo, mientras yo seguía con el pantalón del pijama caído en el suelo y viviendo esa sensación tan extraña entre tanta tristeza y soledad. Me subí el pantalón, y me puse de pie para escucharlo, porque lo respetaba enormemente. Un parto a las diez de la noche y él partía corriendo. Un parto cuando regresaba de ese parto y él partía corriendo, y una cesárea cuando pensaba que esa noche no tendría que partir corriendo. Era de partir el alma cuando lo agarraba la nostalgia, aunque Juanito-sin-apellido parecía pensar todo lo contrario, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo.
Una hora más tarde cerré todas las puertas, confié a fondo en José Luis y en el doctor Raset, y sentí un instante de dolor que desapareció instantáneamente. Hubiese querido abrazarlos porque estaba bañado en lágrimas, ya que no me habían mentido ni un solo instante, pero algo raro me ocurría. Era una pita. Una interminable pita que de seguir así me iba a mantener ocupado para toda la mañana, y mira, por más que hace uno sigue la pitita.
Le conté a la enfermera que había ido al baño, y a las doce del día aparecieron Inés, Nena, Josefa, Mario, el doctor Raset, José Luis y María Teresa. La reunión se puso un poco tensa porque los Llobera e Inés no iban muy bien juntos, pero aun así, pedí que invitaran al doctor Raymundo Pericay. Después se metió Juanito-sin-apellido y también brindó con champán y fue el único que derramó por estar apuntando tanto con el dedo. Brindamos todos, otra vez, porque al día siguiente podría abandonar el Frenopático, y vi a José Luis observar con desagrado la expresión de alegría en el aeropuerto de París que se reflejó en el rostro de Inés, muy probablemente porque se sentía ya en el aeropuerto de París en París. Después supe que le había pedido que se esperase unos meses más, para que el tratamiento antidepresivo empezara a actuar de nuevo, al haberse terminado casi por completo con la desintoxicación y con lo otro. La respuesta de Inés fue tajante: no podía esperar, se quedaría para lo de los inconvenientillos mencionados por el doctor Raset, pero con eso basta, por favor. Y cuando José Luis le dijo entonces dale permiso para que tenga uno que otro flirt, porque se va a morir de soledad, ella le respondió que yo era un hombre libre y que él era un burgués podrido, además. Lo de podrido se lo dijo con el cuello, estoy seguro. Lo que pasa es que José Luis era incapaz de contarme una cosa asi por temor a causarme una gran pena. Pobre Inés. Quedaba muy mal cuando decía cosas como ésa. Las decía más que nada por defenderse de inexistentes ataques, creo, pero como las decía con el cuello, y tenía el cuello tan largo, quedaba realmente pésimo. A veces la gente la encontraba antipatiquísima con tanto cuello. Como Sansón con el pelo, Inés sacaba toda su fuerza del cuello. Pero lo volvía implacable y frío y serio y duro, cuando había sido tan interminablemente lindo y acariciable durante nuestros primeros años, luego en la hondonada, y lo habría sido siempre dentro de una concepción tierna y estética del mundo.
Mi último día en el Frenopático habría querido pasarlo íntegro abrazado al doctor Raymundo Pericay, pero de noche él seguía sentado en su mecedora, igualito que de día, y en cambio a mí me tumbaban con algún asunto de setenta miligramos. Además, el doctor Pericay me aconsejó que hiciese lo posible por dejar una buena impresión de mis últimas horas entre los demás pacientes del pabellón. Hice un gran esfuerzo por lograrlo, y aunque nadie movió el tema de las falsas e inexistentes hemorroides, todo fue nuevamente un desastre porque yo siempre he sido muy poco hábil para cualquier actividad manual. Y a los locos les daban actividades manuales chiquititas, para que no pasaran la vida entera pensando en otra cosa. Los llenaban de hilos, cuentecillas, agujas, alfileres bordados y zurcidos, que exigían una gran destreza en chiquitito. Les daban también enchufes o lamparines o cualquier artículo de esos llenos de tornillitos y tuerquecitas y alambrecitos, y por supuesto que el entornillador parecía cosa de relojero viejo de los de antes, sin la vieja lupa de antes, eso sí. Mas como ayer, hoy y siempre, los del Frenopático miraban también con un ojo abierto al máximo, en detrimento del otro cerradísimo, porque sucede en las mejores familias. Los concentraban sentados sobre un taburete, y así se pasaban horas y horas, aunque la verdad es que a menudo noté que mientras atornillaban, bordaban, zurcían, o pasaban cuentecillas superconcentrados, se daban el gran lujo y el gustazo de pensar en otra cosa.
Unos vivos de cuentas es lo que eran, y aquel último día se tomaron la libertad de mirarme constantemente de reojo mientras trabajaban con habilidad de tinta china, pero sin que ello les impidiera en nada, tampoco, la gran concha de estar pensando además de todo en otra cosa. Algunos cayeron en excesiva vida privada, es cierto, y hasta se cayeron de sus taburetes. La gran mayoría, sin embargo, observó con lupa y en cámara lenta mi enorme torpeza manual. No, no era uno de ellos, sería para siempre una persona indigna de su confianza, conque hemorroides, ¿no?, mira cómo se le caen los tornillitos de la mano, está completamente loco. Abandoné la sala de trabajo, le propuse al doctor Raymundo Pericay comer juntos, y después charlamos y charlamos en mi habitación hasta que vinieron a apagar las luces, hora en la que él empezaba con su insomnio oficial de catorce años.
Que alguien pruebe salir alguna vez del manicomio, para que vea las ganas que le entran de regresar inmediatamente. Inés me iba dando de gritos y de valiums por las calles de Barcelona, hasta que de pronto vi algo que me pareció bello y conmovedor, algo que me dio una sobrecogedora sensación de seguridad desde la primera foto que vi fuera: un cine y la película se llamaba
Locos
. Era con Jason Robards leyendo nerviosísimo por los parques y un montón de cositas lo ponen mucho más nervioso todavía y se le desgarra el pantalón por culpa de un alambre. La chica es Katharine Ross con una angustia espantosa y de qué le valía pobrecita ser tan buena con Jason Robards y conmigo, cuando los tres inseparables para siempre andábamos sintiendo la nerviosidad esa con miedo por calles, plazas y parques, cosa que a Inés le importaba un repepino en el cine. Además de la bizquera estaba furiosa porque lo primero que se me había ocurrido al salir del manicomio era ver una película llamada
hocos
y eso podía hacerle mucho daño a nuestra próxima separación pues me estaba sintiendo pésimo tras el desencierro. Ya una hora antes le había dicho que me era absolutamente indispensable volverme loco un rato, a ver si así, Inés, a ver si así logro, y no me había atrevido ni a decir calmarme un poco, y me había toreado cinco automóviles de la ganadería TAXI, hasta que me cogió un policía cuando me iban a soltar el sexto, porque la mía era corrida de beneficencia y tenía que encerrarme con 6 bravísimos toros 6. Ella habló en mi autodefensa y fue generosa con el valium cuando me devolvieron mi pasaporte, pero ahora resulta que sigues ahí parado como un tonto ante el letrero de
Locos
, Martín. Me preguntó si estaba loco, cuando le supliqué que entráramos, pero me aplicó íntegro el cuello antes de que yo pudiera comentar su frase a mi favor. Y además creo que fue sólo por eso que decidió entrar, quería evitarse discusiones con la razón tan en contra.
A Katharine Ross la mataron al terminar la película, e Inés me comentó que habría podido salirse al cuarto de hora. Le repliqué que yo en cambio me había sentido muy seguro y muy feliz, que jamás me había interesado analizar una obra de arte, dame un valium, por favor, Inés, y te ruego por favor Inés que me lleves inmediatamente al Frenopático, todo porque hacía dos minutos que estábamos por calles, plazas y parques. Cáiganse ahora: Inés me agarró por todos lados y me besó con inconfundible pasión y a duras penas a media cuadra del cine. Me soltó tan rápido, eso sí, y con tanta bizquera, que a duras penas pude balbucearle mi inconfundible pasión, no hablemos de tiempo para un amago de erección, siquiera. Realmente creí que se había vuelto loca porque buena no podía dejar de ser y siempre fue sólo terca como una mula.
Dos horas más tarde los Feliu nos habían conseguido una casita al borde del mar, en Cala Salions, en vista de que yo no soportaba las calles ni las plazas ni nada de la ciudad, un instante más, en vista de que sólo pensaba en regresar al Frenopático, y en vista de que insistía en volver a ver a Jason Robards y a Katharine Ross tan nerviosos por calles, plazas y parques. Tres horas más tarde, José Luis manifestó su acuerdo con el proyecto de Cala Salions, me llenó de afecto, y me cargó de Anafranil. Cuatro horas más tarde, estaba saliendo del consultorio del doctor Raset, con Inés y con un pene en la mano. Sí. Abrumado porque llevaba un pene de acero inoxidable en la mano. Seis horas más tarde, estaba nuevamente de regreso en casa de los Feliu, donde no se hablaba más que de nuestra partida a Cala Salions, en vista de que había vuelto a ver a Katharine Ross y a Jason Robards tan nerviosos por calles, plazas y parques, con el pene en la mano, con Inés furiosa, y realmente abrumado con el pene de acero inoxidable en la mano. José Luis lo había recomendado, incluso: de Cala Salions podría ir viniendo un rato cada semana, luego cada dos días, luego cada tarde, a Barcelona, y de esa manera me iría reacostumbrando poco a poco a vivir en una ciudad.
—Será un proceso de reeducación —dijo Mario, abriendo una botella de jerez por Cala Salions.
Les expresé mi deseo de volver a ver
Locos
, por tercera vez, mientras llegaba la hora de la partida, porque además de todo Katharine Ross es sobrina nieta de Katharine Hepburn, y yo tuve un abuelo, de aquellos que usaron mis abuelos, al que le había encantado la tía abuela en la vida real, porque a cada rato acababa de volverla a ver en el cine. Por eso sin duda sentí también un escalofrío como de reencarnación y estremecimiento supremos, desde que nos volvimos los tres inseparables en los parques del cine y la cosa siguió y seguirá para siempre hasta que a ella la matan al final de la película, las dos veces que la he visto en mi vida, esa tarde. Es lógico, pues, el escalofrío, porque yo a ese abuelo lo quise muchísimo.