La vida exagerada de Martín Romaña (74 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Me asfixiaron a muerte y me colocaron en el mismo sofá de siempre, no sin antes haber desalojado a Mejor, azul y algo noqueado aún, que se estaba quejando bastante poco para lo que me hubiera gustado, de un hematoma
blu
entre muchísimas sienes plateadas con un whisky en la mano.

—Quédese callado que están hablando por su bien con un médico de Barcelona —me explicó un benemérito, desasfixiándome un poco, y metiendo las cuatro en lo que se refiere a Mejor de Logroño, porque el pobre no había logrado hacerme bien alguno, y sí mucho daño, pero tampoco había por qué decírselo tan delante de su hematoma y en pleno whisky con hielo y sin agua.

Mario habló.

—Pregunta José Luis que si al salir del operatorio le han entregado las inyecciones que lo calmaban…

—Sí —contestó el coro femenino de la tristeza.

—Sí, se las han entregado con el resto de los medicamentos —confirmó Rafael, por la larga distancia médica que tanto conmovía a uno de los beneméritos. Escuchó un instante más, y dijo que fueran a ver qué inyecciones eran.

Las tres mujeres se pelearon por ir a ver con gran cariño. Tanto, que tuve que rogarle a Josefa que se quedara para acariciarme la cabeza porque temía quedarme sin tristeza, ya que la angustia corría a manos de la Benemérita, como hemos visto.

—Dolantina. Se llaman Dolantina —dijo Inés, de regreso, bizqueándole a una cajita blanca y roja como la bandera del Perú, que traía en la mano.

Rafael repitió Dolantina y José Luis empezó a dar de gritos en Barcelona. Se le oía clarito en Laguardia. Estaba furioso, pero uno es tan egoísta que aun así era un verdadero placer escucharlo al cabo de tanto tiempo. Escuchaba palabras como ¡Estupefacientes! ¡Drogado! ¡Morfina! Algunas me han resultado de gran utilidad para este libro. Recuerdo, por ejemplo, ¡Carnicero!, y ¡de Logroño!

Se requiere de poca imaginación, en las vidas exageradas. Incluso a veces ambas cosas son una sola, casi, y la gente las confunde y después lo confunde a uno toditito con las cosas que uno imagina durante su vida, y entonces lo difícil que resulta vivir en un mundo con una falta de imaginación tan exagerada.

Los teléfonos colgaron, los beneméritos ya no me asfixiaban pero ni un poquito siquiera, y Mejor de Logroño se me acercaba con la cajita rojiblanca como la bandera del Perú emocionante. Yo continuaba echado en el sofá al que solía traerme la Guardia Civil, pero con la facilidad de los viejos tiempos había decidido volverme loco un rato para calmar la angustia anterior al efecto de la Dolantina, linda palabra que merecía figurar en la poesía al lado de otras como clementina, que no me suena a nada pero me gusta, argentina, que con minúscula es una forma muy rubendarío de tener la voz, entre las mujeres, y con mayúscula es sinónimo de che, palabra esta tan útil, cuando uno no sabe qué decirle a un argentino y quiere caer bien. Dolantina, analgésica y espasmolítica, con receta especial de estupefacientes, en doce ampolletas al día, cuando a uno le quedan mínimo doce para el día siguiente, cada día, debería, creo, en la lengua española, reemplazar a la horrorosa palabra brillantina, de la que se abusó en una cierta Argentina, en la que Libertad Lamarque cantaba en el cine, bueno, yo sólo la vi en el cine, con voz argentina. Existe también Armandina, pero no. No hay voz armandina ni quiere decir tampoco mujer de Armando, puesto que el mundo no ha llegado a esos extremos de falocracia masculina. Perdonen, pero en la vida exagerada de Martín Romaña todo será posible y hace rato que decidí volverme loco un rato y por algo será que he hablado de falocracia masculina como si existiera una falocracia femenina. Recuerde el lector dormido, avive el seso y despierte, que por ahí se descolgó ya Inés con algo de eso y mucha premonición cuando habló de mi barriga, que sigue llena de cacanaca, parece de 9 meses de embarazo 9.
Because baby is coming
. Existe, pues, Armandina, y debe figurar en todo viejo álbum familiar con la cara de tía bisabuela y pelo alto recogido en moño enternecedor. Entre mi familia, sin embargo, hay una tía llamada solamente Armand
ita
, lo cual no hace efecto con Dolant
ina
, o sea que hay que descartarla, y en cambio la pobre Armandina no figura en álbum familiar alguno y siempre está en la cocina aguantándole capricho y medio a mi madre y preparando los mejores tomates rellenos del mundo y unos biftecs apañados al máximo arte de ahorrar para el whisky de la señora.

Me hincaron y le saqué la lengua al hematoma azul, para mis adentros, porque andaba muy feliz y cada vez me sentía más hincado, rápidamente. José Luis había gritado que a mí con doce inyecciones al día, a lo largo de dos semanas, me habían puesto el brazo de oro, y que me trajeran en el primer avión que saliera de donde fuera a Barcelona, y que mientras tanto me pusieran tantas inyecciones cuantas ventanas había en la casa. Ya en el Frenopático de Barcelona él se encargaría del resto. Me hincaron varias veces más, porque no había avión hasta el día siguiente a las doce meridiano. Fue así como volé hasta esa palabra tan frenopática y tan increíble que quiere decir un manicomio enorme en Barcelona.

Inés me miraba aterrada, durante el vuelo, por la cantidad de ventanas que había en el avión. Ya nadie confiaba en mí. Puede ser tan agradable el que nadie confíe en uno. Me acariciaban Inés, Nena y Josefa, cada una un ratito, para que no me fuera a hartar de tanta caricia con solista, era muy capaz de concentrarme nuevamente en las ventanas, qué nervios, por Dios. Inés había venido a acompañarme aterrada, porque antes de partir le pedí llorando que se pusiera los anteojos negros, tan negros que no pueda verte la bizquera más que por los costados o haciéndolos trizas, mi amor. Nena y Josefa habían venido aterradas para acompañar a Inés y para acariciarme cuando me cansaba del turno anterior. Mario era el hombre fuerte. Nos llevábamos perfecto. Me había explicado durante el largo camino al aeropuerto que tenía que portarme bien si quería llegar a Barcelona. Me habían hincado lo suficiente. Tenía que poder disimular. Fuerza, muchacho, me decía, yo le respondía con un llanto bajito, lento e intenso, en forma de resaca de todo lo vivido. Rafael se había quedado en Laguardia, cubriendo la retaguardia. A él le tocaba ver que sólo circulara la versión oficial del incidente. Gracias a Dios que los notarios dan y reciben fe, porque en el pueblo no faltó un envidioso para exclamar en plena plaza ¡qué amigos los que se gasta el señor notario!

La aeromoza se me acercó a ofrecerme un trago, e Inés me acarició la cabeza como loca. No había manera de mantenerse bien peinado con tanta mujer acariciándole a uno la raya un poco a la izquierda delante de una señorita de Iberia con su bandeja. Me acordé de cuando nada de esto me iba a suceder nunca, en mi temprana adolescencia: cada vez que sacaba a una muchacha a bailar, literalmente imaginaba una vida entera con ella. Por eso, cuando la aeromoza me invitó a bailar, leí con profunda emoción en su mirada su incontenible deseo de vivir toda una vida conmigo. Entera. Porque la pobre no sabía en lo que se metía con un tipo como yo, era mi obligación decírselo, terminaría destrozada. No encontré mejor manera que arrancarle los anteojos negros a Inés.

—Mire, mire señorita cómo la he puesto. Cuánto me gustaría poderla complacer cuando Inés me abandone, pero mire esa bizquera, a usted no le gustaría, a quién le puede gustar. Gracias, gracias sin embargo…

La abracé por las caderas con profundo llanto porque el cinturón de seguridad no me dejaba llegar más arriba. Creo que pude haber llegado un poquito más arriba, pero tres pares de caricias me cayeron en la cabeza hundiéndome en una tristeza infinita por esa especie de ensayo general de Octavia de Cádiz, que hace tiempo que no se me aparecía.

Me dio una pena sin nombre que Octavia de Cádiz no estuviera en su playa ahí en el avión con sus piernas que a mí me divertían tanto, pero quise portarme lo mejor posible con mis amigos y opté por preguntarles a qué hora llegamos, por favor, porque ya está empezando otra vez la cosa esta que no es la emoción más triste.

—Ahora mismo, Martín —dijo Mario.

Y ahora mismo habíamos llegado, yo llorando, pero buenísimo, a un pabellón muy blanco, con muchas monjitas muy blancas, en lo que parecía ser un Frenopático muy blanco. Tuve sed y me la adivinaron, pero no me adivinaron el color. El amarillo del jugo de naranja iba pésimo con el color blanco Frenopático. El amarillo en el Frenopático era blanco de todas mis angustias, y de pronto tuvo una mosca que, pataleando negrita entre las olas tembleques, se burlaba como loca de mí en pleno color amarillo.

Empotré a una monja en un armario, hice desaparecer a Inés, Nena, Mario y Josefa, e hice aparecer a los mastodontes que se encargan de los locos furiosos en las bocas de lobo sin monjitas de todos los Frenopáticos. Eran un poco como los de la Benemérita, pero el uniforme tiraba más a carnicero y estaban mucho mejor equipados. La fuerza bruta era más o menos la misma, aunque aquí con más judo, y además con unas camisas de fuerza marca Houdini que lo anulaban a uno por completo con dolor. A su lado uno no era más que un bulto por el camino con Inés mordiéndose todas las manos llenas de dedos y horrible espanto. Aterrada en un rincón Inés bizqueaba cada vez más lejos y yo aullaba cada vez más fuerte, como si eso nos acercara…

¡Culo culo culo!, aullaba, pensando que nada ni nadie podía seguirse portando de esa manera conmigo. ¡Silencio silencio silencio!, le aullaba al terror que vi en Inés de abandonar a un muerto en vez de abandonar a un vivo. ¡Culo culo culo!, le aullaba a que hubiese venido conmigo porque ella habría preferido irse sin mí. ¡Silencio silencio silencio!, le aullaba al terror que se me venía encima con Inés, porque a punta de no querer verme se le habían dado vuelta los ojos. Aullaba, aullaba mientras me ataban de pies y manos en un calabozo al que nadie que llega sabe nunca por dónde llegó, quién lo trajo, por qué, en qué momento. No se sabe, Culo, no lo sabía bien ni al cabo de tres días, cuando me soltaron la primera mano y le pedí un cigarrillo a la confianza de un carcelero que me había oído gritar contra España, contra Franco, creyendo que me iban a soltar, a favor de Franco, a favor de España, creyendo que me iban a soltar.

En nuestro mundo, Culo, no sueltan a nadie. Y cuando te traen un cigarrillo de la confianza te están sometiendo a una prueba, y uno se reencuentra en hebras de recuerdos de viajes de locura en vida exagerada: a mí se me ha confundido el culo con las témporas, Culo, y es increíble lo humano muy humano que puede ser uno hasta cuando sufre como un animal, Culo: odiarte por el horror que me haces vivir, por todo lo que aún tendrá que venir, porque nunca más volveré a cagar, Culo, y agradecerte al mismo tiempo porque me has ayudado a aterrar a Inés siquiera una vez en la vida, Culo, porque me has prestado un poco de esa agresividad de la que tanto está hablando José Luis Llobera…

…No. No es que José Luis esté hablando de agresividad. Es uno. Es uno que ha estado tres días atado en un calabozo, es decir tres días tratando de desatarse en un calabozo, y de pronto le han soltado también las piernas y el otro brazo y cómo duele todo ahora que uno ya podría incorporarse, imposible además traer el cigarrillo hasta los labios. Entonces uno sigue ahí tirado sin saber muy bien si está viendo cosas y personas y nuevamente dormita de agotamiento total pero de pronto vislumbra y empieza a ver y está viendo la figura de José Luis Llobera y con él a un hombre rubio.

José Luis habló, con voz muy baja.

—No sé si aún tendrás confianza en mí, Martín. Pero muchacho… Muchacho, créeme que no había otra solución. Y ésta no ha sido más que la primera parte, además.

José Luis habló, con su voz de siempre.

—Yo nunca te he mentido. Hay que desintoxicarse por completo y eso puede durar algún tiempo. Pero antes tiene que examinarte un proctólogo.

Dije que no. Lenta y rotundamente fui diciendo que no con la cabeza porque había comprendido que el hombre rubio que lo acompañaba era otro proctólogo.

José Luis habló, alzando el tono de voz.

—No puedes seguir sin cagar, Martín. Llevas meses sin cagar. He hablado con Inés y me lo ha contado todo. ¿Adonde te vamos a encontrar la agresividad a ti?

Le pregunté entonces:

—¿Lograste hablar con Inés? ¿Cómo está?

José Luis habló, alzando mucho el tono de voz.

—Nunca te he mentido, Martín. Tú decías que bizqueaba… Pues yo te anuncio que está completamente ciega.

Después volvió a hablar con su tono normal de voz, me tocó la frente, y me dejó con el doctor Raset.

—Es mi gran amigo, Martín. Desconfiar del doctor Raset es desconfiar de María Teresa y de mí juntos.

José Luis desapareció y el doctor Raset se quedó mirándome encantado de la vida con el piropo que le acababan de soltar en un calabozo. Era una especie de Frankenstein rubio, de tamaño natural, pero sin duda alguna con una historia personal bastante lograda, no sólo en lo profesional sino también en lo personal, a diferencia del otro. A éste se le habían cumplido todos sus deseos, lo cual le había permitido incluso desarrollar un agudo sentido del humor negro. Y así, lo primero que hizo, al ver que yo estaba a punto de matarlo con dolor, porque me dolía íntegro el cuerpo, fue sorprenderme con un agudo hincón a través del pijama y en pleno culo confundido con las témporas.

—Parece Dolantina pero no lo es —me anunció, mirándome todavía encantado de la vida con el piropo.

Extrajo tanta agudeza, mirándome para siempre encantado de la vida, por las mismas razones, lo guardó todo en un maletín que me había pescado desprevenido, y procedió a mostrarme la más sincera predisposición al diálogo muy bien intencionado. No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué darse cuenta de que a mí se me habían logroñizado el cuerpo médico y el mundo, y que en ese calabozo se había topado con una caso en el que ni las paredes oyen.

—Esta inyección me permitirá examinarlo sin que usted se dé cuenta, siquiera.

Yo seguía con cara de caso omiso.

—Pálpese usted mismo. Ya verá como no siente nada.

No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué darse cuenta del tipo de metamorfosis que yo venía viviendo, del lugar diferente que en mi cuerpo ocupaba el culo, y continuaba convencido de que me había anestesiado el cerebro.

—Va usted a sentirse muy tranquilo —me decía el muy bruto—. Recuperará la confianza en la Medicina —decía el muy bruto.

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