Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué haber leído a Franz, no tenía por qué saber lo que era Praga, ni mucho menos Logroño. No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset simplemente no tenía por qué inspirarme la más mínima predisposición al diálogo. Y el muy bruto trataba además de ganarse mi confianza en pleno calabozo.
—Esta inyección me permitirá examinarlo sin que usted se dé cuenta, siquiera.
Me pareció haber escuchado esa misma frase antes en algún lugar, mientras él seguía bastante Frankenstein, rubio, logrado en la historia del cine y en la vida privada, mirándome encantado de la vida para siempre por las mismas razones, y examinándome por completo.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no entendió nada cuando yo dije en voz alta, para mis adentros, burocracia, totalitarismo, pesadilla, proceso, y no sabes cuánto te entiendo, Franz. Cerró en cambio el maletín que me había vuelto a pescar desprevenido, y me pescó completamente desprevenido con la palabra
Fe-ca-lo-ma
, dicha en voz alta, para mis adentros. Repitió
Fecaloma
siempre para mis adentros, y yo lo miré haciéndole caso omiso porque no era psiquiatra como José Luis Llobera, y lo más probable era que estuviese completamente equivocado. Sí, tenía que estarlo. Kafka no era el autor.
¿Fecaloma
? Frankenstein se ha equivocado.
—Habrá que operar.
Me pareció haber escuchado esa misma frase antes en algún lugar.
—Enfermera —me pareció haber escuchado.
Después vi cómo el doctor Raset, desplegando todo su agudo humor negro, disponía las cosas de tal manera que su maletín me volviera a pescar desprevenido. Repitió para ello el cuadro en que el último Inca del Perú le está enseñando a medir oro a Francisco Pizarro, en casos de suma urgencia. Pizarro contempla asombrado lo alto que llega el brazo de Atahualpa, pero como es analfabeto, Marqués de la Conquista, una de las varias calaveras de Pizarro que se han encontrado en la catedral de Lima, y antes criaba cerdos en Extremadura, grita, por medio de intérprete:
—¡Cojones! ¡Que se deje de falsas modestias! ¡Esto es un rescate! ¡Grítale que se empine!
El doctor Raset hacía de último Inca, la enfermera de Pizarro, y yo iba interpretando las oscuras palabras que pronunciaba con el brazo empinado.
—Señorita, ¿hay un cuarto en el Frenopático que no sirva para nada?
—En estos edificios tan grandes y viejos nunca falta un cuarto abandonado.
—Pues bien. Que lo preparen en el acto. Lo voy a llenar hasta aquí de caca.
—¿Fecaloma, doctor?
—El más importante de mi carrera, señorita. Mírele la barriga. Son como nueve meses de embarazo.
Me pareció haber oído esa frase antes en algún lugar, mientras el doctor levantaba la sábana y Francisco Pizarro observaba con maternal ternura.
—Baby is coming
—dije en voz alta, para mis adentros.
—¿Cómo? —preguntó Francisco, como desconcertado.
—La anestesia que le está haciendo efecto —dijo Atahualpa. Pensé que me había vuelto a coger desprevenido con su maletín de mierda.
—Al tercer día despertó de entre los locos pero seguía en el manicomio —dije, en voz alta, para que me oyeran.
—¿Cómo? —preguntó el doctor Raset.
—La anestesia del vía crucis que me está haciendo efecto —le respondí, viendo pasar paredes y ventanas que me iban dejando atrás en su camino hacia la improvisada sala de operaciones.
—No tiene nombre lo que le han hecho —dijo el doctor Raset, bajando el brazo del rescate, bajo el efecto de la anestesia.
A quién se le habría ocurrido pensar en el Perú que nuestro último Inca y Frankenstein se parecían tanto.
—La vida… —empecé a decir, pero no acabé y por eso nadie me entendió, entre paredes y ventanas que seguían pasando.
Desperté por segunda vez, al tercer día, en un cuarto muy amplio, muy blanco, de paredes y ventanas ampliamente blancas, y que por fin se estaban quietas. Grande fue mi desconsuelo al comprobar que aquella habitacioncita dentro de mi habitación de recién operado, en manicomio, había sido concebida nada menos que para cagar.
Pero creo que antes de proseguir debo explicarles qué demonios es un fecaloma. Nadie más empapado que yo en esta materia, puesto que
fui
el fecaloma más importante en la carrera del doctor Raset (véase más arriba). Las vidas exageradas son pocas, sobran los dedos de una mano para contarlas, y por ello creo que muchos de ustedes no saben qué quiere decir esta palabra. Hasta los diccionarios se han olvidado de ella. Consulten, si lo desean. Sus autores simplemente no se pusieron en mi caso. Claro, ellos se disculparán diciendo que en toda la lengua de Cervantes, Cervantes tampoco se puso en mi caso. Fecaloma. Busqué la palabra en cuanto diccionario pude mirar. Nada. La encontró, por fin, un amigo chino que miró por mí en un diccionario llenecito de ideogramas. Me tradujo, mientras yo pensaba en cosas como tortura china o que tras la gran muralla hay tantos centenares de millones que las posibilidades de casos excepcionales exageradísimos aumentan, facilitando así la existencia de una palabra tan escasa en nuestros diccionarios que sólo llega hasta fecal, salvo excepciones que yo no he encontrado. Mi amigo agarró la palabra con pinzas, sonrió con la sonrisa oficial del cuerpo diplomático chino, parapetándose más todavía tras unos lentes tan culo de botella que lo dejaban a uno completamente miope cuando trataba de adivinar qué se piensa al otro lado de la gran muralla, todo en vista de que yo había sido el fecaloma más importante de una vida profesional en Occidente, y tradujo:
—Nudo o bloque de excrementos, je…
Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que había sido el bloque de excrementos más importante en la carrera de Frankenstein. Era natural, creo, que tanta y tamaña importancia se me hubiese subido a la cabeza, como sucede con las copas. Fui, pues, literalmente el as de copas de la vida profesional del doctor Raset.
Volvamos ahora a mi habitación. Por más que abro y cierro los ojos, creo que me voy a volver loco, porque ahí sigue la habitación concebida nada menos que para cagar, como si uno fuera a volver a cagar en la vida, cuando resulta tan fácil que cada nueve meses el doctor Raset, que para eso sí está bien que sea proctólogo y no psiquiatra como José Luis Llobera, venga con su señorita enfermera, observe lo importante que soy en su historial médico, y me traslade de fecaloma entre anestesias, paredes y ventanas que me van dejando atrás. Inútil. Vuelvo a abrir los ojos y la habitacioncita sigue en su lugar. No tengo más remedio que empezar con mi vida de loco.
Era una vida conmovedora, profundamente conmovedora, y ni que decir de lo aleccionadora que era. Esto último suena casi a lugar común, pero eso a los locos qué les importa. Tienen cosas mucho más interesantes en que pensar y por eso siempre están como idos y como pensando en otra cosa. Uno cree incluso que los va a sorprender siempre así, pero a la larga son ellos los que terminan haciéndonos pensar que ahí nadie está en el manicomio salvo a las horas en que llegan las visitas. Y así vivía yo, sonriente, bastante ido, y sumamente conmovido, en un pabellón sin el lujo de aquel otro lleno de monjitas, en el que sólo hice un breve debut con jugo de naranjas, pero con un confort y una libertad enormes si lo comparamos con el lugar ya descrito, en el que a uno lo amarraban vivo.
Hasta que un día me tropecé con un jebecito constante. Me dirigía al comedor para locos que había en el manicomio y ahí estaba en mi camino, estiradísimo. Y por más que me aguanté, para no estallar en un período tan conmovedor de mi vida, uno de los locos que servía la mesa porque era loco de condición humilde, es decir igual nomás que diferente, un poco como en el pueblo de Inés todos eran pobres pero le tenían un respeto loco ya no sé a qué, bueno, o mejor dicho malo para mí: el loco que vino a servirme el desayuno ese día era nada menos que el famoso abogado Quinteros, el de la descomunal oreja, el de mi peor espanto durante el período más anafranil de mi vida. Me controlé temblando, dije que no tenía hambre, tartamudeé que prefería regresar muy rápido a mi cuarto, y partí la carrera en punta de pies y muy despacito para no ofender al señor Quinteros, que felizmente servía la mesa pensando en otra cosa.
Cuando quiero llorar siempre puedo. Así me encontró José Luis Llobera, presa del gran desconsuelo que me causaban tanta desintoxicación y el tener en plena habitación de paredes y ventanas ampliamente blancas y quietas, una habitación concebida nada menos que para cagar. Más el loco humilde de condición que era el famoso abogado Quinteros, ahora. José Luis me lo había advertido, pero como muy pronto empezó a gustarme tanto el Frenopático, hasta me agradó la noticia de que una recaída de la enfermedad anterior era prácticamente inevitable y podía prolongar las cosas. Me equivoqué. Jamás pensé que llegaría al extremo de la descomunal oreja y en un lugar tan seguro como es un manicomio. Habían vuelto las oscuras golondrinas. Habían vuelto hasta las no previstas en el poema de Bécquer, las increíbles, las imposibles, todas las oscuras golondrinas.
—¿Anafranil, José Luis? —le pregunté.
—Anafranil.
—¿La misma dosis?
—La misma dosis.
—¿Y otra vez la monjita y sus inyecciones en París?
—Otra vez, Martín, pero para eso falta mucho todavía. Habrán aumentado enormemente tus defensas cuando llegue ese momento.
—¿Y detrás de quién voy a correr con la inyección puesta cuando Inés me haya abandonado?
Volví a bañarme en lágrimas, con renovados bríos, pero ni por ésas se me apareció Octavia de Cádiz con su playa llena de Barojas y Hemingways y con sus piernas tan divertidas ahí en el manicomio.
—Cada cosa en su momento, muchacho, por favor. Por ahora lo importante es continuar con la desintoxicación. Además, tienes que volver a cagar. De ello te va a hablar más extensamente el amigo Raset.
—¿Otra vez Raset? —protesté.
—A partir de mañana podrás recibir visitas —me interrumpió José Luis, agregando que tenía que marcharse corriendo porque cada día había más locos fuera del manicomio.
Lo acompañé hasta la puerta de mi habitación. Allí nos abrazábamos conmovedoramente cada mañana, desde que Culo me permitió caminar. Pero ese día la escena fue un poco más desgarradora que de costumbre, debido al pésimo efecto que había tenido en mí la descomunal oreja en el comedor. Tras haberme explicado que no se trataba de la descomunal oreja del abogado Quinteros, que seguía ejerciendo serenamente en Barcelona, sino de la de un loco de condición humilde, es decir igual nomás que diferente, José Luis me juró que no la volvería a encontrar. Había tres turnos para cada comida, y bastaba con cambiar al loco de turno para que yo recuperase esa sensación de seguridad, esa serenidad que tan bien me hacía dormir en el manicomio.
Recuperé el hambre. Volvería al comedor como todos los días. Abracé como nunca a José Luis, y gocé nuevamente con mi secreto: basta con negarme a cagar para siempre y nadie me saca jamás de aquí porque qué mejor lugar que éste para que me agarre el abandono de Inés… Jamás había abrazado tanto a José Luis. Jamás me había conmovido tanto verlo partir, me parecía increíble que se atreviese a correr el riesgo de salir de un lugar tan seguro. Porque aparte de esa oreja que me iban a cambiar de turno, quién podía hacerle daño a uno ahí. Sólo gente como el doctor Raset, claro.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no pudo escoger peor momento para aparecer en mi habitación. Por tercera vez, venía a hablarme de lo mismo. Era imprescindible operarme nuevamente. En Logroño me habían masacrado. Él no me aseguraba nada, desde el punto de vista estético, de cualquier manera eso no es lo más importante en estos casos, je, je, pero sí me aseguraba que una nueva operación dejaría bastante restaurada aquella zona, y sería el primer paso para que yo volviera a defecar con amplitud, comodidad y olvido.
—Se lo digo de todo corazón, señor Romaña. A usted este asunto se le ha convertido en un verdadero problema mental.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué imaginar hasta qué punto me estaba cagando en su presencia. Ni mucho menos lo que gozaba imaginándome para el resto de la vida en esa cama, en esa habitación, en ese pabellón, en ese manicomio.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset se comportó cobardemente. Como un traidor, como un hijo de puta. Aunque a la larga resultó ser un santo, y bastante psicólogo, además, porque todo formaba parte de un complot organizado a medias con José Luis. Pero por ahora andamos en la cronología. El doctor Raset se retiró consternado, y yo logré pasar el resto del día bastante tranquilo, tratando como siempre de molestar lo menos posible a los demás locos, de acuerdo con las características generales de mi carácter, que son las mismas dentro y fuera de los manicomios. Me dieron los siete mil remedios contra la intoxicación, para desintoxicarme, y los dejé actuar llevado como siempre de mi terror a los estados de carencia, que después se vuelven de emergencia, y lo amarran vivo a uno. Me dieron también los diarios laxantes antifecalómicos, pero a éstos en cambio no los dejé actuar, porque para eso había proctólogos en el mundo. Nunca los dejaba actuar. Ejercía sobre ellos un implacable control psicológico, base y fundamento de mi secreto: vivir para siempre en un lugar tan seguro, que a lo mejor soportaba hasta el apagón que iba a significar en mi vida la partida de Inés, luz de donde el sol la toma.
Por eso lo que me hizo el doctor Raset fue indigno hasta de un proctólogo. Dormía tras haber tomado todas las pastillas del día, que es cuando les llega la noche a todos los enfermos del mundo, y empecé a soñar… Era un sueño basado sin duda alguna en la seguridad que me inspiraba estar ahí. Hasta el inconsciente se sentía protegido en ese pabellón de gente buena y se atrevía a dar sus pasitos tranquilo. En efecto, yo iba caminando con Inés que había traído el aeropuerto de París hasta el Frenopático, para evitarme gastos inútiles de energías y de lágrimas. La pobrecita no quería irse por nada de este mundo, en el aeropuerto y en mi sueño, y yo le acababa de decir que se esperara, o mejor dicho que no se desesperara, porque mi mente llena del amor que me había rebalsado del corazón estaba concibiendo un plan para que el vuelo París-Lima se detuviera en el aeropuerto de Barcelona, que ella, con gran bondad, había instalado en el jardín lateral del Frenopático.