La vida exagerada de Martín Romaña (77 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Me alejé definitivamente del soleado ventanal, porque no deseaba que se pensara en mí como el loco del jardín lateral, o como el loco que ama tanto a su esposa que siente que en otra reencarnación también fue Martín Romaña, también hubo aeropuertos, y que ella se llamaba también Inés, todo por un sueño que tardé tanto en recordar. Pero lo malo es que mis relaciones con los demás pacientes del pabellón se habían ido deteriorando desde que empezó a circular el chisme de que yo estaba completamente loco. Huía un poco de todo eso consagrándome al ventanal, pero qué hacer ahora que aquella contemplación podía atentar contra mi nuevo tratamiento. Defraudar a José Luis me resultaba imposible. Qué hacer también cuando por otro lado el chisme me iba aislando cada vez más de mis compañeros. Martín Romaña miente, se afirmaba, está completamente loco.

Me miraban con desconfianza, se me alejaban en los pasillos, nadie quería comer en mi mesa. Y todo por mis malditas hemorroides, unidas a la maldita curiosidad que tenían todos de saber por qué estaba yo en el Frenopático. Eso les encantaba. No bien llegaba uno nuevo, todo el mundo se le acercaba con la mano tendida y muchísima amistad que ofrecer. Y con la sana curiosidad de saber de qué enfermedad padecía uno. Era una forma de hacerte sentir en confianza, bien acogido, y de demostrarte que pasara lo que pasara, alaridos una noche, por ejemplo, o estarse todo el día contemplando un ventanal, ellos respetarían siempre tu vida privada. La vida privada era algo sagrado, pero había que decir cuál era la causa, o el nombre, o los síntomas, o las manías, etc. Total que a mí me cayeron de a montón y encantadores, salvo casos excepcionales de postración absoluta o de excesiva vida privada.

Me dio un gusto enorme, por ese lado social tan importante en mi vida, por lo amigo que soy de tener amigos, y por mi propensión a la ternura con lágrimas en los ojos.

—Romaña —les iba diciendo, sonriente—, Martín Romaña, casado y no bien me permitan recibir visitas, Inés, se llama Inés, va a venir a verme. Vivo en París porque leí mucho a Hemingway para ser escritor, y soy peruano.

Les encantaba que viviera en París, como si también ellos hubiesen leído a Hemingway, y yo iba estrechando una tras otra muchas manos y a veces unos me entregaban de entrada todo su afecto y no había manera de que me soltaran la mano. También hubo uno que se distrajo en pleno apretón, y por más que el doctor Raymundo Pericay me dijo jale jale, yo no me atreví a molestarlo. El doctor Raymundo Pericay fue el mejor amigo que tuve en el Frenopático. Nunca me retiró su plena confianza y gracias a él pude saber por qué se había empezado a desconfiar de mí y cómo había surgido el chisme. Todo era fruto de la sana curiosidad general. Malditos locos. Unos por incrédulos, por escépticos, o por desconfiados, y otros porque simplemente carecían de imaginación, lo cierto es que el rumor de que yo estaba completamente loco empezó a circular muy pronto, y al final sólo Juanito-sin-apellido y el doctor me dirigían la palabra. Y el primero no cuenta porque era idiota y hablaba con cualquiera, aunque no hubiera nadie.

Locos de mierda. Ya nadie me apretaba la mano cuando salía de mi habitación, ya nadie se acercaba a preguntarme por qué me habían metido ahí. No lograba entender qué podía estar pasando en torno a mi persona. Les había dicho la verdad desde el primer momento, y con excepción del día en que la descomunal oreja me obligó a abandonar nerviosísimo el comedor, siempre me comporté como alguien que trata de dejar un buen recuerdo, o en todo caso como uno más y punto. El doctor Raymundo Pericay fue el encargado de aclarármelo todo.

—Ha sido por lo de las hemorroides, señor Romaña. ¿No se dio usted cuenta de que la primera vez que contó que lo habían traído a causa de unas hemorroides, todos empezaron a reír y a disimular? Al principio se lo tomaron en broma, señor Romaña. A mí mismo vinieron a decirme que tenía usted mucho sentido del humor porque andaba contando que le había dolido tanto una operación de hemorroides, que había decidido quedarse para siempre aquí, sin ir al baño. Pero poco a poco empezaron a cansarse, señor Romaña. Para ellos es inaceptable que una persona pueda estar en el manicomio porque ha tenido hemorroides. Creen que usted les miente, o lo que es peor, que se burla usted de ellos. Qué le vamos a hacer, señor Romaña, ha tenido usted mala suerte, parece que a los locos no les gusta nada que se confunda el culo con las témporas. Pero en fin, olvídelos usted, no les haga el menor caso. Cuenta usted con toda mi amistad y confianza.

El doctor Raymundo Pericay era uno de los seres excepcionales cuya vida pasada dice tanto de los manicomios. Lo admiré muchísimo y no lo olvidaré jamás. No sólo por la confianza que siempre depositó en mí, sino también por la manera en que me enseñó a mirar la vida desde un manicomio. Parecía un gran hombre de Estado que lo ha perdido todo voluntariamente, sin golpe de Estado en el Tercer Mundo, en todo caso. O tal vez un filósofo desterrado. O un hombre que ha sido expulsado de su país por haber tratado de cambiar el mundo. Vivía su entierro, perdón, su encierro, que era para siempre, con profunda dignidad y con sólo una pizca de amargura. El día y la noche eran iguales para él, por lo de su insomnio, y pocos eran los momentos en que no estaba sentadito en una mecedora. Lo escuché contar su historia una mañana, en mi habitación. Había entrado a sacar a Juanito-sin-apellido, que se estaba matando de risa de que el cuarto tuviese techo, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo, cuando divisó al fondo de mi ventana abierta el edificio de la maternidad. Terminó de sacar, con mucho cariño, a Juanito-sin-apellido, y regresó para naufragar del todo en su nostalgia, al pie de mi ventana.

—Mire usted, señor Romaña —me dijo, sin darse cuenta, debido a la nostalgia, de que me acababan de remodelar el culo y no podía moverme de la cama—. Mire, señor Martín Romaña, mire, mire usted lo que es la vida.

Desde mi cama, con gestos, síes y sonrisas, yo le iba expresando mi más profunda solidaridad con mucha emoción, y eso lo emocionó más todavía, porque primero afirmó haber sido director de esa maternidad, pero después resulta que también la había construido y que además había sido el dueño. Casi le digo no es para tanto, doctor Pericay, pero como Pirandello decía que a cada uno su verdad, y la del doctor era la más conmovedora de todas, permanecí en estado de solidaridad y emoción.

—Esa maternidad fue mi vida, todo lo que tenía en el mundo, e hizo de mí el médico más envidiado de Cataluña. Pero a mí sólo me interesaban las parturientas, señor Romaña, y ésa fue mi desgracia. Una cesárea a las cuatro de la madrugada: me despertaban y salía corriendo. Otra cesárea a las ocho de la mañana: me despertaban y salía corriendo. Parto a los siete meses: me despertaban y partía corriendo. Parto a las cuatro de la tarde: me despertaban y partía corriendo. Volvía a casa a descansar corriendo, sonaba otra vez el teléfono, me estaba quedando dormido: me despertaban y parturienta corriendo otra vez. Regresaba por fin a las doce de la noche, a ver si esta noche paso una noche normal: me despertaban a las dos de la madrugada y corriendo. Hasta que un día me di cuenta de que ya nunca dormía y traté de dormir pero fue peor porque no lo logré y me pareció que no volvería a dormir nunca jamás. Pero seguí adelante, señor Romaña. Dos años más seguí de constructor, dueño y director de esa maternidad, y de médico más envidiado de Cataluña. Dos años durante los cuales los envidiosos siguieron tratando de encontrarme el defecto en el bisturí. Hasta que un día me lo encontraron en las ojeras, señor Romaña. Yo mismo no me había dado cuenta de que llevaba tanto tiempo sin dormir en las ojeras. Y ahí empezó para mí el ciclo infernal. Los médicos envidiosos de mis parturientas encontraron parientes envidiosos de mi cuenta bancaria y éstos encontraron jueces, señor Romaña… Y hay cada juez, oiga usted… Convirtiéndome en loco, lograron quitármelo todo… Mi maternidad vista desde el Frenopático… Mi maternidad vista desde esta ventana…

Era espantoso no poderse levantar para abrazarlo y cerrarle la ventana. El doctor Raymundo Pericay llevaba catorce años sin dormir en el Frenopático, aunque ya no por las mismas razones, como él mismo solía decir, con profunda sabiduría. Nadie lo había vuelto a envidiar ni a visitar, y vivía sin cuenta bancaria. En el Frenopático se sentía seguro de sí mismo y de los demás y de ahí no lo sacarían jamás. Estaba mirándole sus negras ojeras y pensando en qué estado andaría mi barriga dentro de catorce años a punta de fecalomas, cuando Juanito-sin-apellido reapareció matándose de risa de la profunda nostalgia del doctor, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo. Según el doctor Raymundo Pericay, si Juanito no tenía apellido era porque además de haber sido un idiota envidiado por su cuenta bancaria, pertenecía a una conocidísima familia real. Nunca supe cuánto había de cierto en esto, pero me pareció natural que una pizca de amargura se hubiese filtrado en el carácter del médico, con todo lo que le había sucedido en el mundanal ruido, antes del Frenopático.

No saben cuánto llegué a querer al doctor Raymundo Pericay. Recuerdo incluso que un día soñé que se había muerto de viejo, teniendo yo la edad que él tenía cuando me contó su historia, y que salí por única vez del Frenopático para comprarle el más grande ramo de claveles de la historia de Barcelona y del Perú. Quería traérselos personalmente, y me dieron permiso porque el director era José Luis Llobera. Don Raymundo me miró muy emocionado desde el fondo de su ataúd, y cuando me retiré me guiñó un ojo en nombre de nuestra vieja y sólida amistad sin una pizca de envidia.

Era un hombre envidiablemente noble, inteligente y agudo. Las mejores sopas de pescado en lata son las que traen espinas, solía decir, burlándose de la comida raquítica que nos servían a veces. Afirmaba que los borrachos suelen tener un corazón tan grande como sus úlceras, y que una persona inteligente y sensible es necesariamente vanidosa. Me chocaron un poco estas últimas palabras en un hombre tan comedido, pero justo en ese instante apareció Juanito-sin-apellido matándose de risa de una mariposa que se había posado sobre mi ventanal, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo.

—Mírela usted, señor Romaña —me dijo el doctor Raymundo Pericay, al notar que sus palabras me habían chocado—. Obsérvela: la mariposa es vanidosa… ¿No lo va a ser el elefante, no?

Me pareció natural que una pizca de amargura se hubiese filtrado en el carácter del médico, por las razones anteriormente expuestas. Y hoy que escribo lo encuentro todo muy natural y no logro olvidar que una frase suya me convenció de que terminaría saliendo del Frenopático, a pesar de todo. También hoy su frase me convence. La siento venir. O lo siento venir. No sé bien cómo decirlo, pero sé que habrá mucho más antes de que acabe con mi vida en este sillón Voltaire. Lo escucho hablar sentado en su eterna mecedora.

—Perdóneme que se lo diga, señor Romaña, pero qué poco se conoce usted a sí mismo. Usted es de los que a punta de tener tanta vida por delante, de los que a punta de no saber hacia qué lado mirar, porque todo le atrae y le gusta y siempre ama, terminará con el corazón, la mente, y el alma, llenos de citas y compromisos a los que su cuerpo no podrá ya acudir.

Casi me mata, casi me deja sin el abandono de Inés, siquiera, en la vida que tenía por delante, pero logré defenderme en defensa propia, pensando que era natural que una pizca de amargura se… No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no encontró mejor momento que ése, en que estaba pensando autodefensivamente, para aparecer. No sé qué demonios le habían hecho entre el sastre y el peluquero pero nunca estuvo tan parecido a Frankenstein. Y venía a hablarme de hombre a hombre, situación esta que yo siempre he preferido vivir con una mujer, por mi enorme propensión a la ternura con lágrimas en los ojos.

De más está decir que logró convencerme, tras haberme enternecido con lágrimas en los ojos suyos y míos.

—Mire, usted, señor Romaña.

En efecto, el parecido con Frankenstein era casi de tamaño natural, algo realmente asombroso, y Frankenstein había dicho en el cine que era malo porque era desgraciado. Esas cosas nunca se olvidan, y ahí fue que empecé a conmoverme y a aceptar lo de cara a cara y hombre a hombre.

—Quisiera que me escuche usted bien, señor Romaña. Hay hombres con mucha mala suerte, como hay hombres con mucha buena suerte, y usted parece estar entre los primeros y entre los segundos… En fin, no siendo psiquiatra como José Luis Llobera, no sabría explicárselo tan bien como él, pero quiero decirle que es imprescindible, absolutamente imprescindible, que usted defeque. Se trata de él, nada menos que de él. Usted tiene la gran suerte de que ese hombre sabio y sencillo sienta por usted un afecto que sólo se compara al que su esposa María Teresa siente por usted.

Batió el récord mundial de
ustedes
, y todos se referían tanto a mí que el asunto se tornó en algo realmente conmovedor con lágrimas en los ojos, ¿qué quería, cara a cara? Pensar que había estado a punto de decirle, al verlo aparecer, que un loco era mi médico en ese manicomio, y que si tanto ansiaba un hombre a hombre, pues nadie mejor que el doctor Raymundo Pericay. Pero entre que no quise molestar al doctor Raymundo Pericay, y entre que me acababan de soltar el nombre venerado de José Luis junto al de María Teresa venerada, opté por meterme de una vez por todas en el bolsillo de Frankenstein en cara a cara, suplicándole desde ahí dentro que me dijese por favor qué podía hacer por José Luis.

—Defecar, señor Romaña. Nada más que defecar. José Luis y yo le juramos que el primer día le dolerá un instante, en el primer instante, pero que luego todo pasará inmediatamente. Un instante, señor Romaña, y podrá usted salir de aquí.

—Doctor Raset, pero yo no quisiera salir de aquí.

—Pues es eso precisamente lo que tiene profundamente triste a José Luis.

—¿Profundamente triste, dice usted?

—Profundamente triste. Para él, usted tiene toda la vida por delante…

—A punta de anafraniles.

—No, señor Romaña. Eso será cosa de unos meses más. Mire usted, la desintoxicación ha sido todo un éxito. Mi última operación ha logrado más de lo que yo mismo esperaba de ella. Usted no puede seguir con esa fijación. Defeque y verá. Confiará en la vida. Confiará en sus amigos. José Luis está profundamente triste porque piensa que usted le ha perdido la confianza.

—¿Profundamente triste, dice usted?

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