Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Y así, Inés, tú podrás trabajar por la revolución peruana y yo podré no perderte nunca por la revolución peruana.
Pero entonces ella insistió en que yo jamás cambiaría y le entró mucho mal humor y me gritó que deseaba pasar por Río de Janeiro, donde tengo un amigo que me gustaría ver. Yo no encontré a nadie que ver en Río de Janeiro y se lo dije y ella perdió la paciencia y hasta me amenazó con abandonarme en un aeropuerto de París que quedara en París. Por todo lo cual ya no me atreví a agregar que, aparte de Chico Pinheiro, si supieras en la que me has metido con aquella inyección inmunda, Chico, el único brasileño que ella conocía era aquel pretendiente que tuviste antes de casarte conmigo, Inés, aquel economista liberal, el descartado por amor a mí, Inés, ¿te acuerdas?, aquel tan profundamente todo lo contrario de lo que has soñado para América latina. Decidí en cambio respetar al máximo la posible existencia de otros brasileños, en las relaciones que Inés y el Grupo mantenían con la clandestinidad, bajé la mirada que le iba a pegar, y me quedé calladito, evitando de esta manera que el sueño se convirtiera en pesadilla, gracias a Dios. Eso a Inés le produjo un gusto enorme y dejó de bizquear tan rápido que parecía un sueño y volvió a entornillarme un aeropuerto en el jardín lateral del Frenopático, como prueba de buen humor y también de amor porque la muy terrible se me empezó a subir a la cama en plena cama y nada menos que en el aeropuerto del jardín lateral del Frenopático y la frazada y la sábana y el pijama… Que fue cuando el hijo de puta del doctor Raset me pegó un hincón que me despertó lo suficiente como para comprobar que Inés era la enfermera y que en un segundo volvió a dormirme lo suficiente como para que las paredes y ventanas empezaran a dejarme atrás una vez más.
La enfermera es Inés, ahora, pero sólo porque es hora de visitas y porque recién estoy despertando tras la traición del doctor Raset, quien acaba de confirmarle a mi esposa que el único problema grave que me queda es el mental, más alguno que otro inconvenientillo natural que surgirá cuando defeque, pero que también será corregido en su debido momento, señora, puesto que la operación de esta mañana ha sido todo un éxito, una verdadera reconstrucción zonal, un paso decisivo para que el señor Romaña pueda defecar con amplitud, comodidad y olvido.
Habrán notado ustedes que sólo los diccionarios y los proctólogos emplean la palabra defecar. La mayor parte de la gente pide permiso y va al baño. De lo contrario, caga, como en este libro, y ustedes comprenderán que no me faltan razones, a pesar de haber sido, o tal vez precisamente por haber sido, demasiado bien educado. En mi casa, de niño, yo pedía permiso para hacer el número uno y el número dos y los baños eran de mármol, y el más bonito hasta salió fotografiado en una revista de arquitectura, en uno de los pocos momentos en que mi padre no estaba usándolo para cantar una ópera en la ducha. Despertaba al barrio entero, y para eso servían los baños en mi casa, según mis recuerdos. Uno estalla, y caga. Sin querer para nada referirme a la literatura y una de sus razones de ser. Tengo, además, un hermano que estalló mucho peor que yo, porque le dio por lo popular e introdujo en casa la expresión
hacer del cuerpo
, un día a la hora del almuerzo. Mi padre estalló en cólera y lo expulsó para siempre del comedor. En fin, que esto quede entre nosotros.
Inés acaba de conversar con el doctor Raset, acaba de instalarse en una silla, al pie de mi cama, y está esperando que despierte. Ha venido sola porque es el primer día en que se me puede visitar, porque quiere hablarme del aeropuerto de París, y porque se siente muy mal con el maldito cariño que siente por esa especie de punchingball, que cuanto más le dan más regresa, como un verdadero punchingball. Ahora, Martín, está pensando, tienes que cagar. Tienes que sacarte eso de la cabeza. No te va a doler, mi amor. No te va a doler más, mi amor. Y el día en que no te duela más, yo podré irme, porque lo otro son tonterías entre tú y el psiquiatra ese que te domina por completo. Yo quiero que se te pase rápido el miedo al dolor, porque mi partida sí que te va a doler, Martín. Pobre Martín, tener que dejarte, pero es más fuerte que yo… Una fuerte bizquera termina con los últimos efectos de la anestesia y me convence de que no es la enfermera, sólo podías ser tú, Inés.
—¿Cómo te sientes, Martín?
—Cagao.
¡Qué bárbara, cómo me odió Inés! Nunca se ha odiado tanto a alguien que acaban de traer de una sala de operaciones, salvo casos excepcionales de herencia, tal vez, que yo desconozco por completo porque en mi familia fueron siempre muy limpios en estos asuntos, según me parece haber contado ya en alguna parte de este libro. Pero como hay odios inconfesables, Inés optó por un montón de caricias en la frente, muy apropiadas en circunstancias en que mi cabeza reposaba sobre una almohada. La adoré, y hubo un ligerísimo amago de erección, que descarté por inoportuno y porque para qué, si después de la desintoxicación viene otra vez el Anafranil. Conservé tan sólo la adoración, y así le hablé.
—Cagao, mi amor. Muy cagao.
Esta vez ya no me odió por haber dicho eso, sino por haberlo dicho con lágrimas en los ojos, cuando lo que ella quería era un diálogo sin bizquera.
—Qué quieres que haga, Inesita. Así me siento cuando imagino que te vas a ir.
Jamás le había dicho Inesita. A ustedes les consta. Al entrar en adoración siempre le decía Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, dulcísima paloma, precisamente para evitar que el diminutivo en ita, de Inesita, se me acabara tan rápido, y porque mis adoraciones eran interminables. Debía estarme volviendo loco en el manicomio. Se me acababa de escapar un Inesita con duración de dulcísima paloma. Era horrible pensar que Inés pudiese no estarme entendiendo.
—Inesita. Inesita. Inesita —le repetí, tratando de que durara para toda la vida, en caso de que no me hubiese entendido en ese preciso momento.
Lo malo fue que me entendió y que precisamente insistió, con su bizquera, en que había venido a que tuviésemos un diálogo sin bizquera.
—¿Cuándo piensas ir al baño, Martín?
—Diario, para lavarme, Inesita. Lo demás está descartado, Ine— sita. Yo me quedo a vivir aquí, Inesita. Aquí quién puede hacerme daño tras tu partida, Inesita. José Luis me cuidará como loco tras tu partida. Lo conozco, Inesita. No parará de cuidarme un instante. Podrás vivir tranquila en el Perú tras tu partida, Inesita.
—¡Basta, Martín! —dijo Inés, cortando de ese modo tan suyo ese diálogo tan mío.
Pero yo vi. Pero yo soy testigo de que en la bizquera se la asomaron lágrimas a los ojos. Por eso fue que metió la mirada en un enorme bolso que había traído de parte de ella y de todos los amigos españoles de Martín Romaña. Me llenaron de regalos españoles. Turrones, perfumes, lavandas, agua de colonia, como tres frascos, jabones, revistas, lapiceros para el escritor, varios ejemplares de
Cien años de soledad
, porque no se pusieron de acuerdo, un cheque de mi familia preguntando por Dios santo qué le pasa a Martín, pregunten en la embajada cómo se repatría, si es necesario, y muchas cosas más que recién en este instante, escribiendo estas líneas, aquí en mi sillón Voltaire, recuerdo haber guardado de recuerdo. Pero entonces era más triste todavía. Porque era como si Inés me estuviese dejando lleno de provisiones para el abandono. Eso parecía tumba de faraón. Y todavía a la pobre se le ocurrió decir una metida de pata.
—Tus amigos españoles realmente te quieren mucho, Martín.
Con lo cual yo escuché una enorme ovación en el Estadio Nacional de Lima, Perú, pero a punta de conmoverme tanto, entré en estado de depresión absoluta y abandono total por parte de la afición tan ingrata con el ídolo caído en neurosis, y a llenar otra vez los mares con mi llanto se ha dicho. Y hubo que cortar la primera visita, y que suspender la segunda y la tercera, en fin, hasta nuevo aviso. Transcurrieron varios días de esos con noches que llegan cuando uno se ha tomado todos los remedios del día, hasta que una mañana me dijeron que podía salir a pasear un rato, como los demás, y que podía incluso comer en el comedor, si lo deseaba. Sí lo deseaba, y la enfermera que cumplía órdenes de José Luis me miró sonriente porque había reaccionado muy bien a un nuevo tratamiento que yo ignoraba por completo.
—¿Cambiaron de turno al que sirve la mesa en el primer turno? —pregunté, hablando lo más elípticamente que pude, para que no me fuera a hacer daño.
—Vía libre, señor Romaña.
Era un precioso día de sol en pleno otoño. Un precioso día de sol primaveral. O era que el nuevo tratamiento me había sentado realmente de maravilla, no lo sé. El doctor Raset no había vuelto a aparecer, y nadie me hablaba de defecar. Y cuando digo nadie, me estoy refiriendo sobre todo al gran tino con que José Luis evitaba abordar aunque sea de reojo aquel tema tan superado. Ideas como defecar con amplitud, comodidad, y olvido, fueron reemplazadas por un nuevo ideal que el Frenopático entero, que era como el mundo entero y mucho más, compartía conmigo. Era un ideal simple, muy lógico, y sumamente humano. Consistía en que Inés me abandonara con madurez y libertad, en que me permitiera seguir para siempre en ese pabellón lleno de sol, lleno de esa maravillosa luz que se filtraba por los amplios ventanales que daban al hermosísimo jardín lateral, que esa mañana me deleitaba en contemplar. Lo había visto antes y siempre fue bonito, pero no sé por qué ahora me parecía hermosísimo. Además, no lograba deshacerme de una extraña y conmovedora sensación de haber estado allí abajo, de haber vivido un acontecimiento importantísimo en mi vida allí abajo, como si se tratara de una reencarnación o de algo por el estilo. Cuanto más miraba, más me atraía el jardín, y desde entonces cada mañana lo primero que hacía al salir de mi habitación era acercarme al ventanal y entrar en contemplación. Un día entré en trance, incluso, y me dije Martín Romaña te estás volviendo loco en el manicomio, y salí disparado porque en efecto era cosa de locos mirar un jardín y
sentir
de golpe, de pronto y del todo, que allí había habido un aeropuerto triste. Pensé en el adiós de la película
Casablanca
, en Ingrid Bergman y en el impermeable de Humphrey Bogart jodido en el aeropuerto pero ella tenía que irse por una causa noble, por un ideal, para cambiar las cosas de este mundo, y creí que iba a ser ésa la razón de lo que estaba sintiendo, pero resultó que mi aeropuerto era más triste todavía, mi aeropuerto era el aeropuerto más triste de mi vida, el más triste del mundo entero. Tuve que salir disparado por consideración al nuevo tratamiento que me estaba haciendo tanto bien, no soportaba la idea de defraudar a José Luis, y tampoco era el momento de volverse loco, yo quería quedarme en el Frenopático para siempre, quería que Inés pudiera abandonarme tranquila y con madurez, libremente y sin bizqueras, y para eso se necesitaba mucha, muchísima Salud y bienestar, ¡oh abandonado!
Perdóneseme el ¡oh abandonado! conmiserativo, pero la verdad es que de vez en cuando hay que hacerse un poco de justicia distributiva. Si supieran ustedes lo mucho que sufrí yo en esos días, lo mucho que temí estarme convirtiendo en el loco del jardín lateral, estar arruinando la única posibilidad que me quedaba de asistir con salud y seguridad al abandono de Inés, estar arruinando mi compartido ideal de permanecer para siempre en un pabellón bañado por el sol. ¡Ah!, cuánto sufrí al pensar que justo en el momento en que ya nadie me hablaba de defecar, yo no iba a estar a la altura de las circunstancias y me les iba a presentar bañado en lágrimas y hablando de cosas tan absurdas como un aeropuerto triste que no era el de
Casablanca
. Podía estarme volviendo loco de verdad, y no ser más aquel hombre sano que, en pleno vía crucis rectal, había optado por convertirse en el fecaloma más importante en la carrera del proctólogo Raset, cada cierto tiempo, a cambio de una vida serena y sin más percances por favor. Lo mío era una verdadera filosofía, una actitud ante el mundo, un ideal.
Sufrí mucho y pasaron muchas cosas e incluso lograron que saliera del Frenopático con Anafranil y sin ideales. Pero siempre lo del aeropuerto triste que no era el de
Casablanca
, sino otro mucho más triste, se me quedó grabado como una palabra en la punta de la lengua y a veces me atacaba en mi nueva vida en París, nueva quiere decir sin Inés, en mi nuevo departamento, en mi nuevo sillón Voltaire, que hoy está tan viejo como mi nueva vida en París, pero aquí me paso la vida, tan escribiendo.
Y es así como puedo contarles que Octavia de Cádiz, sin querer, y con sus piernas tan divertidas, fue quien me ayudó a aclarar el problema tan conmovedor del aeropuerto muy triste que yo como que presentía, con estilo de reencarnación, en el jardín lateral del Frenopático. Ella, nada menos que ella, tan miope y con sus piernas tan divertidas, había detectado desde una prudente distancia los cinco bultitos con que le probé amistad y solidaridad a mi hermano Enrique Álvarez de Manzaneda, y tarada hipersensibilidad decadente a Inés y a los muchachos del Grupo. Me enamoré imprudentemente de lo divertidas que tenía las piernas Octavia de Cádiz, y en vez del desencanto o amargura que pudo producirme saber, por ejemplo, que Alfredo Bryce Echenique, con gran carcajada de más de un hijo de puta, me llamaba Anafranilín, unas veces, y
The anafranil man
, otras, empecé de golpe, de pronto y del todo, a entrar en unos deliciosos estados de idolatración por Octavia, con sus piernas tan tan divertidas, y la vida se me volvió un sueño hecho realidad, del cual ya se verá cómo despertaré, en el cuaderno rojo sobre mi adorada Octavia candente. De lo que se trata ahora es de recordar su frase aquella que tanto me ayudó el día que logré entenderla.
—Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.
No bien la comprendí, comprendí también que lo del aeropuerto triste no era un bultito de locura, en prueba de amistad y de solidaridad para con mis hermanos del Frenopático, como lo había creído siempre, con bastante miedo, mi hipersensibilidad. No. Era nada menos que un producto del sueño de Inés y los aeropuertos, un sueño que se me había borrado por completo, pero que por ahí andaba algún tomo de Freud, y en el que efectivamente el jardín lateral del manicomio había sido aeropuerto. Recuerden. Inés incluso me había amenazado con abandonarme en un aeropuerto de París que quedara en París, porque yo no había estado muy de acuerdo con sus deseos de hacer una escala en Río de Janeiro (tardé tanto en comprender su vehemencia carioca, como en conocer su secreto profundo). Y sólo cuando no me atreví a sospechar lo insospechable y me quedé calladito, recuerden, ella me volvió a entornillar el aeropuerto de Barcelona en el jardín lateral, para efectos de la diaria escala en su viaje de abandono París-Lima, porque a mí me habían encerrado en el manicomio y ella no veía las horas de sentirse libre de su Martín Romaña tan querido pero tan poco recomendable para la bizquera. Y entonces yo soñé que, gracias al aeropuerto del jardín lateral, Inés lograba abandonarme con mayor facilidad, y que yo lograba seguirla viendo todos los días, aunque fuera abandonándome con mayor facilidad.