Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Y era lógico, también, que deseara ver
Locos
por tercera vez, salvo que el cuello de Inés me probara lo contrario. Lo cual hizo, aunque sin atreverse esta vez a preguntarme si estaba loco, para no tener que aplicarme cuello tan seguido. Después de todo, el doctor Raset me había explicado esa misma tarde en qué consistía el primero de aquellos famosos inconvenientillos que tanto mencionó al cabo de su segunda operación.
Se trataba de la pita. De la pitita. Se trataba de que yo podía sentarme en un wáter y pensar que había también wáters a la turca y muchos sistemas más en los edificios de los organismos internacionales, y que a lo mejor un día imposible mi suerte mejora hasta lograr que cambie mis costumbres turcas de París por las de los baños de mármol de mi casa de Lima, tan caídas en desuso que acababa de acordarme de que uno se sentaba en el excusado y no en el wáter en mi casa de Lima… Y podía pensar también durante horas y más horas que el doctor Raset era un mago porque había logrado hacerme defecar pititas sin dolor, y así pensar y pensar, cigarrillo tras cigarrillo, pero la pitita seguía saliendo interminablemente y yo tuve que explicárselo cara a cara a Frankenstein.
—Es lo normal, señor Romaña. Lo sabía; lo estaba esperando. Un poco de sentido del humor, por favor, ahora. A usted le ha pasado de todo en la vida, o casi. Me consta por la forma en que le han masacrado el culo. Pues lo siento, señor Romaña, pero con tanta operación es lógico que los músculos se le hayan contraído en esa zona. Eso explica lo de la pitita, como le llama usted. Y eso explica también el que… je je… tenga usted que volverse maricón je je durante unas semanas, je.
Le dejé el ¡QUÉ! aterrado a Inés, porque recién al día siguiente empezaba un nuevo tratamiento antidepresivo-agresivo con Anafranil. Pobrecita, se le vino el mundo abajo, ahí, en mis narices, y no logré ayudarla ni siquiera haciendo que me cayera a mí encima. Y después lo único que hice fue mirar al doctor Raset con cara de qué importa, y sólo porque me estaba pidiendo que mirara.
—No. No le digo que me mire a mí, señor Romaña. Mire usted a su derecha, sobre aquel mueble. ¿Ve usted?
Era ese sentido del humor negro, tan agudo entre los proctólogos, el que le permitía sonreír cortésmente mientras yo iba contemplando su colección completa de conos de acero inoxidable, homogeneizados, pasteurizados, y exactos a un pene.
—Coja usted el tercero empezando por la izquierda, señor Romaña, je.
Yo hubiera preferido que Inés lo agarrara, puesto que era ella la que lo iba a hacer funcionar, según nos lo estaba explicando el doctor Raset. Pero ustedes ya saben lo que es un cuello largo largo coronado por una bizquera. Además, no saben lo horrible que puede ser un Frankenstein que dice je.
—Diez minutos cada noche, señora. Lo introduce y lo mantiene usted en el recto durante diez minutos cada noche. Empújelo a fondo y sin temor, je, señora, y mantenga luego la presión, pues tiende a escaparse debido a la contracción actual de los músculos.
Me miró adivinando que también yo tendía a escaparme, pero volvió a dirigirse a Inés. Era como si estuvieran hablando de cuello a cuello, ante un inexistente Martín Romaña, y recordé con profunda nostalgia los años en que aún se me permitía conservar un mínimo de edad y estatura. Pero ya ni eso, ahora.
—¿Está todo claro, señora?
—Sí, doctor. De lo contrario perdería horas cada día en la pitita.
—Eso, señora.
—Y ahora, señor Romaña, coja usted el tercero empezando por la izquierda, por favor —insistió el doctor Raset, ante mi falta total de presencia de ánimo, y pensando probablemente que me estaba haciendo el olvidadizo o algo así.
Fui.
—Muy bien, señor Romaña. Ése. El tercero, je. Diez minutos todas las noches durante una semana y luego viene usted por el cuarto. Al llegar al sexto será suficiente. Cada siete días viene usted a cambiarlo por uno de mayor diámetro. Cuatro semanas, señor Romaña, y el asunto habrá quedado atrás. Un caso para los anales de la ciencia proctológica, créame, no le exagero en nada. El fin de una pesadilla, señor Romaña ¿Cómo, no se alegra usted?
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué no decir una que otra tontería de vez en cuando, ni mucho menos por qué entender que la pesadilla continuaba para mí. Una casita al borde del mar, en Cala Salions. Una playa abandonada en esa época del año. Una pareja que parte a una casita al borde del mar, en una playa abandonada, cuatro semanas, porque el doctor Raset acaba de decir cuatro semanas, sin entender para nada que Martín Romaña, ese hombre que acaba de tomar a su esposa del brazo, que le está diciendo vamos, tras haber cogido el cono de acero, piensa en otra cosa. Piensa que ésta era la única luna de miel al revés de la que tenía conocimiento. Y para la inmensidad de su tristeza, en ese instante, al revés quiere decir una luna de miel que no es el punto de partida de algo, que sería en cambio el punto final de todo.
En la calle, le pidió a Inés que lo llevara a ver
Locos
, o al Frenopático, y dejó caer sin darse cuenta el cono de acero.
—Te pasas la vida pensando en otra cosa, Martín —le dijo ella—. Toma, llévalo tú, y agárrate bien de mi brazo porque te va a atropellar un carro. Y no sufras más, por Dios. Te voy a cuidar muy bien estas cuatro semanas. Piensa que nuestros amigos han tenido la amabilidad de conseguirte una casa en la playa por todo el tiempo que necesites. Y ya verás cómo al regresar a Barcelona no sientes angustia alguna.
Inés tenía razón. Regresé a Barcelona sintiendo únicamente los efectos secundarios del Anafranil. Visité a mis doctores, a mis amigos, a sus esposas, todo bajo los efectos secundarios del Anafranil. No siendo psiquiatra, aunque fue un gran tipo conmigo y al final no quería ni cobrarme porque mi caso quedaba para los anales de la proctología, el doctor Raset me habló del último inconvenientillo, ahora que ya podía defecar paquetes con pita y todo, si lo deseaba, je je…
—Lo lamento mucho, señor Romaña, pero usted tiene hemorroides todavía.
Se escuchó un ¡QUÉ!, que no era el mío, ya por falta de costumbre, sino el de Inés, que no estaba dispuesta a soportar más porque tenía fecha y hora y número de vuelo desde el aeropuerto de París, ciudad que a mí me parecía haber abandonado para siempre, mil años atrás. Curioso. No había logrado creer más en su existencia, desde que Inés empezó a hablar de partir, París se habla convertido en una mención literaria, una vaga referencia a la tristeza y al miedo y al amor con demasiadas ilusiones. Y no había vuelto a creer en su existencia hasta entonces, porque jamás logré creer que el día que ahora se acercaba, pudiese existir.
—He dicho que el señor Romaña aún tiene hemorroides, señora.
El otro ¡QUÉ! de Inés fue con el cuello que había venido ejercitando durante los últimos tiempos, para el aeropuerto, y el doctor Raset se deshizo en aterradoras explicaciones acerca del estado en que me había encontrado esa zona, destrozada, señora. Era imposible extirparle todas las hemorroides, señora. Ya no se podía operar más. Pero mire, no se preocupe, a la primera molestia que se ponga una de estas cápsulas-supositorios. Tenga usted la caja, señora.
Las cápsulas-supositorios eran casi del tamaño de los penes y contenían magia para las hemorroides, según el doctor Raset. Pero Inés estalló en llanto y le arrojó la caja el pobre Raset, que nos siguió hasta la puerta diciendo que comprendía, que lo comprendía todo, ya van a ver, no le pasará nada, siendo algo nervioso el señor Romaña, a lo mejor el mismo miedo se las cura, pero tenga, tenga las cápsulas, señor Romaña, las cápsulas, señora Romaña…
Fueron a dar al Sena, por obra y gracia de Octavia de Cádiz, una noche en que se las mostré para probarle que no había un ápice de exageración en mi vida exagerada. Lo demás, o sea ese paseo al borde del Sena con Octavia, no pertenece a este cuaderno azul, sino al rojo candente que ya le tengo comprado a ella. Lo he comprado antes de lo que pensé porque he tenido que salir en busca de hojas para agregarle a mi cuaderno azul. No puedo ocultarles más que hace tiempo que se me acabó, pero no soy profesional en estos asuntos y no puedo calcular el número de páginas desde el comienzo. Además, creo que al empezar noté que el cuaderno azul me lo regalaron, o sea que no pude mirarle el diente. Y aunque era grueso, más grandes fueron mis lamentos, perdón. En fin, todo este rodeo para decirles que no es ni ahora ni aquí que les voy a hablar de Octavia de Cádiz.
Ya conocen la maravillosa sutileza de Octavia. Ya saben cómo me detectó tan conmovedoramente los cinco bultitos en la garganta que ni el mismo Enrique Álvarez de Manzaneda logró ver jamás, como prueba de solidaridad recíproca. Octavia contó uno, dos, tres, cuatro, cinco, con miopía y todo. Y no saben cómo me puse. Pues así, igualito detectó que llevaba las cápsulas siempre conmigo, en defensa propia. Las hemorroides podían asaltarme en cualquier circunstancia o lugar. Además, la única frase penetrante que pronunció el doctor Raset, no siendo psiquiatra, fue aquella referente al miedo. Dijo que a lo mejor el mismo miedo me curaba las hemorroides, y Octavia me arrancó las cápsulas de las manos y las arrojó al Sena, aprovechando sin duda el estado de idolatración al que había entrado para siempre jamás, porque así era ella con la vida cotidiana y lo que la gente llama el desgaste de la pareja. Casi me arrojo al Sena, pero cómo hacerle eso a Octavia, sabiendo que me acompañaría. El miedo me retuvo, finalmente, y he sobrevivido a pesar de la carencia. Las hemorroides no crean hábito como la morfina ni como Octavia. Y la última vez que las vi, las cápsulas estaban allá abajo en el Sena.
…Llévese las cápsulas de cualquier manera, señor Romaña —repetía el doctor Raset, en la puerta de su consultorio—. Así estará más tranquilo. A lo mejor el mismo miedo le cura las hemorroides.
Con las justas logró entregármelas. Y con las justas logré darle un apretón de manos, antes de que Inés empezara a gritar.
—¡Te van a matar! ¡Estoy harta! ¡Hasta cuándo vas a aguantar!
Partió sin despedirse nunca del doctor Raset.
Esto último fue más o menos lo que le pasó conmigo en el aeropuerto de París.
Todo un libro preparándonos para esta escena, y ahora resulta que no me atrevo a contársela. Uno se encariña con el lector, y termina queriendo ahorrarle aeropuertos tan tristes. Después reflexiona un poco, un poco más, reflexiona mucho, y piensa que a lo mejor nuestro deber es contar. Y no para terminar un libro. Qué demonios importa un libro que no se termina, si la vida está llena de ejemplos sin principio ni final y de historias que no tienen ni pies ni cabeza. No. Si me cuesta tanto contarles el final de esta historia es porque quisiera ahorrarles la pena de saber que Inés no estuvo a la altura de lo que yo soñé aquella noche en el aeropuerto. Le faltó algo enorme, y no logró comportarse como mi dulcísima paloma. Sé que le sobró bizquera, pero también sé que tres horas después de partido el avión, yo seguía creyendo que nuestro silencioso complot sería un éxito.
Los muchachos del Grupo me dijeron vamos ya, Martín. Pobres ignorantes, qué sabían ellos de lo que esa noche existía, con hondo de hondonada, entre Inés y yo. La complicidad. El amor vivido. Su Martín. Mi dulcísima paloma. Pobres imbéciles: vinieron a decirme que ya el avión se había ido y te acompañamos a tomar un trago, Martín. Comprendemos, hermano, pero hay que inclinarse siempre ante una causa noble, ante un ideal. Ignorantes. Ni siquiera sabían que el licor estaba contraindicado con el Anafranil y me estaban proponiendo un trago. ¿Qué querían? ¿Qué buscaban? ¿Que por una mala reacción al licor destruyera todo lo logrado aquella noche en un aeropuerto tan triste que debieron haberlo cerrado las autoridades? Escribiría en este sentido a las autoridades. Ignorantes. Mi plan no podía fallar. Era tan sincero, tan recordatorio, evocaba hasta tal punto el primer instante de mi dulcísima paloma, que no me podía fallar.
Inés recordaría, evocaría, captaría, se quedaría calladita porque me adoraba, se despediría, pasaría con los demás pasajeros a la puerta número 44, desaparecería rumbo a las pistas del aeropuerto, pero como en Lima, Inés, por favor como en el antiguo aeropuerto de Lima, Inés. Y nos volveríamos a encontrar afuera, como sucedió en una época en Lima, cuando la gente ya se había despedido llorando.
La historia del antiguo aeropuerto de Lima me encantó siempre y siempre se la conté y ahora tenía que venirle a la memoria del corazón. Es una historia que todo el mundo encuentra muy divertida y extravagante, por lo cual resulta eficaz contra la tristeza, como todo lo que es divertido y extravagante. Pero para mí, que viví bajo el terror de lo que me iba a ocurrir una noche de invierno, en un aeropuerto que las autoridades debieron haber cerrado por triste, esa historia era el arma más poderosa que se ha inventado contra la pérdida del ser amado.
A Inés le hacía gracia, pero no tanta como para que se la contara a cada rato, en los últimos tiempos.
—Eso me hace pensar en las despedidas del aeropuerto de Lima, el antiguo, el de Limatambo, cuando llegaron los primeros jets comerciales al Perú, Inés.
Y le soltaba la historia, y la pobrecita una vez bizqueó porque se la acababa de soltar media hora antes. Pensé que podía estar pensando que la memoria empezaba a fallarme prematuramente, por descender de una familia que era puro descendiente, pero aproveché del magnífico humor que siempre me producía su presencia en cualquier circunstancia y lugar, para abusar un poco de su capacidad de asimilación mientras leía a Kautsky.
—Fue genial lo del aeropuerto de Lima, Inés. ¿Te acuerdas? Los jets comerciales llegaban por primera vez al Perú, y no podían aterrizar en ese aeropuerto por el tamaño de las pistas. Había que construir otro, y mientras tanto se utilizaban las pistas de la Base Aérea de Las Palmas. Pero como en la Base no había aduanas, ni terminal, ni nada, porque no había sido prevista para pasajeros, primero acompañaba uno al ser querido que partía a Europa, por ejemplo, al aeropuerto civil, y después, a ese ser querido, y a todos los demás seres queridos que partían ese día se los llevaban en un ómnibus hasta Las Palmas, para que tomaran su jet, tras haber cumplido con todas las formalidades de embarque y despedida que en Las Palmas resultaban imposibles, porque además ese aeropuerto pertenecía a las Fuerzas Aéreas del Perú con secreto de Estado y Defensa Nacional.