Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Inés volteó la página de Kautsky, y yo pude seguir.
—Total, Inés, que a cada rato se encontraban, en el semáforo que había a la salida del aeropuerto, un montón de seres queridos que se acababan de despedir llorando a mares. Era una situación de lo más incómoda, porque uno ya había despedido llorando a mares, había puesto el motor de su automóvil en marcha, y estaba regresando a la ciudad, cuando de pronto, juácate, un ómnibus entero de seres queridos esperando en el semáforo. La gente se miraba de ventana a ventana sin saber qué decirse, como si no se hubiese querido jamás. Era una situación de lo más incómoda para los sentimientos, Inés.
Inés volteó la página de Kautsky, me miró ligeramente bizca, y yo aproveché la felicidad que me producía cada vez que me miraba de cualquier manera, para seguir.
—La mejor de todas, luz del alma mía, fue la de la muchacha que empezó a mirar a su marido o a su novio, en fin qué importa, y de repente pegó un grito: ¡Espera, tonto!, y se bajó del ómnibus, y al día siguiente salió retratada en el periódico diciendo que hay momentos culminantes en la vida que son más fuertes que uno, y que hay que estar preparados para darle a esos momentos su debida altura, que es toda, dulcísima paloma.
Inés me sonrió feliz cada vez que terminé de contarle esa historia. Y así la quise yo, y nunca me importó jactarme en calles y plazas de que me hubiese acariciado con diminutivos y de que me hubiese besado con pasión en aumento, a medida que se desarrollaron nuestras infinitas posibilidades de felicidad y de goce en el hondo de la hondonada, porque yo me jactaba de lo mismo al revés hasta cuando la gente me decía ya basta, Martín, te vas a volver loco de amor.
Eso no se olvida. Ni se olvida tampoco que en Lima, conquisté el amor del ser que adoraba recurriendo a un test psicológico, a una pequeña astucia, si se quiere, de la que les he hablado ya en este libro. Sometí a Inés a una prueba, el primer día que fui a verla a su casa de adolescente limeña. La sometí a una prueba perfectamente justificable puesto que mi amor era ya un amor a toda prueba. Me presenté ante ella con el nudo de la corbata caído sobre el pecho. No sé si lo recuerdan. Inés me cerró bien el cuello de la camisa, primero, luego tomó el nudo entre sus manos, y lo puso en su lugar, convirtiéndose ipso facto en mi dulcísima paloma, pues había mostrado cierta debilidad por el estado de mi persona, con tan sólo tocarme la ropa. El hecho contenía un grandioso valor simbólico, y nos casamos en París, literalmente.
O sea que los muchachos del Grupo me dijeron que ya se iban y los dejé irse. Ignorantes. Inés estaba evocando, recordando. Astucia no había esta noche, de mi parte, puesto que mil veces le había contado besándola la escena del nudo de la corbata de su adolescencia, combinándola incluso, con fines perfectamente confesables, con escenas de la historia del antiguo aeropuerto de Lima. Lo que ahora había entre nosotros era la complicidad máxima, el triunfo final del amor, del respeto, de la ternura, de la hondonada, de todas aquellas cosas que iban a hacerle recordar que dos seres se podían encontrar afuera del aeropuerto, aun después de la despedida. Inés no subiría al avión. Ya debía estar escondida por ahí, esperando a que desapareciera el peligro de los muchachos del Grupo merodeando sospechosos de la grandiosa fuerza de nuestro amor en feroz silencio envidiable.
Pero resulta que yo no fui visto en el aeropuerto. La verdad, andaba tan jodido que no logro recordar grandes sectores de detalles de aquella despedida. Veo, por ejemplo, a los muchachos del Grupo, y noto que Inés les bizquea un instante, aunque está sonriendo. ¿Qué era? ¿Bizquera hacia mí, tan enorme, que todavía le quedaba un poco cuando volteó a mirarlos a ellos? Ya antes había visto a Inés bizquear un poco al mirar a los muchachos del Grupo. Sí, tenía que venir de la enorme bizquera a mí. Tan enorme que ni siquiera fui visto en el aeropuerto.
Porque ni exagerando en todo logré comunicarle mi mensaje profundo. Me había sido imposible intentarlo los días anteriores, porque Inés andaba demasiado harta de todo, demasiado impaciente, demasiado irritable conmigo, por el dolor y la incomodidad que le causaba verme así y tener que dejarme así, sin duda. No era el mejor momento pero qué se le iba a hacer, tenía que jugarme el todo por el todo la noche del aeropuerto, y en el taxi en que íbamos con sus maletas no cesaba de contarle lo del antiguo aeropuerto de Lima. Y como no lograba que prestara atención y se fastidiaba tanto y me decía basta, y suéltame, por favor, Martín, cuando trataba de besarla, para poder recordarle luego lo de la corbata tuve que dejar caer también mi orgullo por los suelos en esta escena del aeropuerto.
Maldita noche de invierno. Debieron cerrarla y cerrar el aeropuerto y cerrarme a mí el cuello de la camisa para luego subirme el nudo de la corbata, tras habernos despedido, pero Inés se fue sin verme. No se enteró nunca de que nos habríamos podido fugar con nuestro amor a cualquier parte, y por más que le hice un verdadero show recordatorio, yendo y viniendo como loco y claramente para ella por todo el aeropuerto con la corbata más roja, más ancha, más larga, y con el nudo rojo más caído del mundo, no me vio. En cambio yo veía un cuello: de pie, ante un mostrador. Está disimulando a causa de los muchachos, me dije un millón de veces, caminando de un lado a otro un millón de veces más. Pero pasaron tres horas y ya no quedaban muchachos del Grupo por ninguna parte y yo seguía con la monumental corbata roja y el nudo y el orgullo navegando a la deriva por mares de llanto mío, una noche de invierno en que debieron cerrar París.
La verdad es que ya les he contado demasiado y no quisiera abatirlos más con lo que vino enseguida en aquel detestable aeropuerto, la detestable y misteriosa noche en que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.
Entonces me habría parecido imposible e Inés me habría aplicado cuello implacable, además. Y recuerden que hasta me fue imposible soñarlo, por temor a que ella se enojara conmigo, y porque entonces qué se me iba a ocurrir que a una muchacha destinada a cambiar el mundo se le pudiera cambiar el mundo de esa manera, ¡carajo! Octavia realmente la acertó al soltar su frase. Y yo que había andado caliente-caliente, como en el juego de la gallina ciega, yo que en mi sueño aquel del Frenopático, aquel de los aeropuertos y de Inés deseando hacer escala en Río de Janeiro, casi le digo que, aparte de Chico Pinheiro, en Río de Janeiro ella no conocía a nadie. Claro que conocía al economista ese que trató de robarme su cariño y que hoy es su esposo, pero decirle una cosa así era atreverse a decirle semejante cosa, entonces, y ni soñando me atreví. Y recuerdan que Inés me sonrió satisfecha en el sueño, y que de esta manera logré evitar una pesadilla soñando aquella vez en el Frenopático. De más está agregar ahora que también de esta manera se me escapó de entre las manos el desenlace de mi propia historia.
Felizmente. Hay que pensar qué me habría hecho yo con semejante desenlace en pleno Frenopático, en pleno vía crucis rectal. Demasiado. Habría sido demasiado. Y no exagero al decir que fue mejor que las cosas siguieran su curso natural.
En el curso natural de las cosas, Inés no soportó los efectos de la visita a Cabreada, y decidió probar suerte, con mucha suerte, en Río de Janeiro. Testigos son el lujo, la prodigalidad, Roberto, o sea el economista brasileño, dos preciosos hijitos y, valgan verdades, la amistad bien tirada a lo maternal con que me recibió cuando la visité en Nueva Cabreada. Así fue, y mi espíritu deportivo no encontró mejor nombre que este de Nueva Cabreada para bautizar descriptivamente su inmensa mansión carioca, se me escapó, en realidad. Miré a Inés como quien se prepara a perder mucha edad y estatura, pero ella sonrió con franca alegría y con ese sentido del humor tan interesante que había puesto en funcionamiento, en vista de que Roberto carecía por completo de sentido del humor. Y no bizqueó ni una sola vez durante los tres días seguidos en que fui huésped de Nueva Cabreada.
Pero vamos de a pocos. Inés no pudo soportar que la gente muy pobre de su pueblo fuera más rica en contradicciones que yo (digo
yo
, porque mi persona era el mal ejemplo que ella usaba siempre, en París), sufrió muchísimo de procesión por dentro, y yo no me enteré de nada, por andar tan enfermo. En fin, cada uno se defiende como puede, pero Octavia fue testigo del estado en que me puso sólo la idea de que Inés hubiese sufrido, e Inés fue testigo del estado en que me puso sólo la idea de que Octavia pudiese sufrir. Y las dos fueron buenísimas conmigo cuando se trató del sufrimiento de la otra.
—¿Y cuándo se va a tratar de ti? —me preguntó, hace algún tiempo, el pérfido Alfredo Bryce Echenique.
A mala hora creí que la tensión entre él y yo había terminado tras el desquite de Sitges, y le solté esa confidencia. Miren la bajeza con que me respondió. Me dejó enfermo con su frase, porque uno se defiende como puede, y porque yo creía que después de haberlo agredido en Sitges, las cosas entre nosotros seguirían su curso natural. Pero vamos de a pocos. Él me había noqueado en París, en uno de los peores momentos de mi vida, y ahí en Sitges, aquella tarde primaveral, al borde del mar, cuando lo divisé escondido detrás de una palmera, me sentía totalmente modernizado y reconstruido. En París me esperaba Octavia, en Barcelona, José Luis Llobera acababa de decirme que ni una sola pastilla más, Octavia por la mañana, Octavia por la tarde, y Octavia por la noche, un hombre sano no podía desear más. Qué mejor momento pues para noquear a Bryce Echenique, tú me noqueaste allá, Alfredo, déjame noquearte aquí, he venido desde París para que me confirmen que estoy sano, conoceré además de mi agresividad, quedaré por fin bien equipado para proteger mi amor por Octavia. Sí, un desquite era lo justo.
Pero al pobre Bryce Echenique lo encontré peor que noqueado. Estaba haciendo el ridículo en Sitges, y no lograba salir de esa situación de puro ridículo. Vi que me hacía señas, que me llamaba, no sé para qué me llamaba tanto si cuanto más me acercaba más se escondía.
—Acércate, Romaña —me dijo, en voz muy baja—, ayúdame que estoy jodido.
Lo estaba, el pobre. Había publicado una novela tan gorda como ésta, pero titulada
Un mundo para Julius
, y lo habían invitado a Barcelona porque se creía que iba a ganar un importante premio. Pero al último minuto resulta que el importante premio lo podían ganar un montón de escritores más, y como que empezó a perder interés su visita. Lo cierto es que el jurado se reunía en Sitges, y que a Sitges lo mandaron solo y de incógnito, a ver qué pasa, nunca se sabe, y él, que no sabía ni cómo era Sitges, llegó, vio, se asustó, y trató ridiculamente de esconderse en uno de los bares, en espera del fallo, y si gano aparezco triunfal y de casualidad, vine sólo para darme un remojón en el mar. Pero en cada bar había ya un escritor incógnito esperando darse un remojón de casualidad en el mar. Cada escritor incógnito tenía su propio bar y no quedaban más bares y el pobre Bryce Echenique fue a dar a su palmera. Y juácate, ahí lo divisó nada menos que el reconstruido y modernizado individuo que era yo. Al principio trató de desaparecer, pero tan bruto no era: captó que yo estaba dispuesto a girar mil veces en torno a la palmera, no pararía hasta saber qué mierda le estaba pasando tan escondido. Acércate, Romaña, me dijo, al sentirse descubierto por un hombre sano. Y me lo confesó todo.
—Conque de incógnito, ¿no?
—Ayúdame, hermano.
—¿Cómo? —le preguntó el campeón mundial de los pesos pesados.
Mi ayuda consistía en ir al lugar en que se hallaba reunido el jurado, esperar a que se diera el fallo, correr hasta su palmera a comunicárselo, y en el caso de que le fuera negativo, en prestarle mis anteojos de sol, y en ocultarlo al máximo con el cuerpo hasta que lográramos huir.
—No te muevas, Alfredo —le dije—. Voy a ver qué pasa con el jurado, y no bien me entere de algo, regreso corriendo. Quédate tranquilo y bien paradito detrás de tu palmera.
Pero se la olió el muy vivo. Mi sonrisa de entera satisfacción delataba demasiado, sin duda, y él ya había sospechado que yo era muy capaz de no regresar.
—Romaña, si no me fallas te cuento a dónde fue a parar Chico Pinheiro.
—¿Adónde?
—¿Sabes que enloqueció al saber que por su culpa…? Tráeme noticias del jurado y…
—Chico Pinheiro no tuvo la culpa de nada —lo interrumpí—. Al contrario, trató de ayudarme llevándome donde un proctólogo…
—¿Un qué?
—Donde un especialista en enfermedades del recto y del ano. ¡Hasta cuándo voy a tener que explicar lo que es un proctólogo! ¡Parece que viviéramos en un mundo sin hemorroides!
Le solté a bocajarro que qué premio podía merecer un escritor que ignoraba hasta lo que era un proctólogo, y me perdí en mil detalles, como siempre que abordo este tema. Pero Bryce Echenique parecía obsesionado con la idea de hacer el ridículo sin darse cuenta, que es como mejor se hace el ridículo, y volvió a lo de Chico Pinheiro.
—Lo cierto es que te llevó donde un tipo que te infectó por completo el culo con una inyección sucia. No lo niegues. Y Chico empezó a dar de alaridos por las calles cuando se enteró del lío en que te había metido. Lo sabe todo París. Y también que después desapareció. Yo sé adonde fue a parar, y si regresas…
Pero no regresé. Mejor para él que no regresara, pues mientras me dirigía al local en que se hallaba reunido el jurado, pensé en un desquite magistral. Sí: iba a entrar, iba a salir, al cabo de un rato, iba a correr hasta la palmera a avisarle que había ganado el premio, y Bryce Echenique iba a hacer el ridículo de su vida entrando a abrazar a medio mundo, vine sólo a darme un remojón primaveral, señores, a carcajadas lo iban a sacar a patadas del local, porque el jurado continuaba deliberando. Demasiado, me dije, al llegar a la puerta, basta con dejarlo abandonado tal como está. Volteé a mirar hacia su palmera: me observaba escondidísimo, apenas asomaba un ridículo trocito de cara. Lo mandé a la mierda con un gesto importante, y esperé a que algún día el curso natural de las cosas me revelara el paradero de Chico, en vista de que uno no se entera casi de nada en su debido momento. Es lo que yo llamo el orden cronológico del curso natural de las cosas, para evitar el desorden mental.
Y así resulta que Chico Pinheiro, aterrado ante la inmensidad de mi regreso a París, tras haberme ganado un merecido lugar en los anales de la proctología, se hartó de no lograr enrolarse en las fuerzas antiimperialistas que combatían en Vietnam. Pobre chico. Cada día se presentaba ante las autoridades enrolativas, llorando más y riendo más, al mismo tiempo, también, y cada día lo enrolaban menos, con refinamiento oriental, muro de incomprensión, y uno que otro ji achinado. Y Martín Romaña no tardaba en salir del manicomio, Inés había escrito de Barcelona. Hasta que un día le hablaron del Frente de Liberación de Mozambique, y Chico se presentó lleno de requisitos médicos, de idioma común, y de idiosincrasia similar brasileña.