Cuando no se ve el mar todo se vuelve más oscuro. Los árboles y los setos hacen de barrera para los últimos resquicios de luz.
La hamaca se balancea con el aire.
Elin intenta respirar tranquila, pero cuando corre para girar la esquina sus tacones suenan contra las baldosas del jardín.
Las hojas de la gran lila hacen ruido de repente, como si una liebre acabara de salir corriendo. Las ramas se mueven y de pronto Elin está cara a cara con Vicky.
—Dios —dice Elin asustada.
Se miran la una a la otra. La chica está muy pálida. El pulso de Elin es tan fuerte que le retumba en los oídos.
—Vamos al coche —dice y se aleja de la casa junto a Vicky.
Mira por encima del hombro y mantiene cierta distancia con los árboles oscuros, oye unos pasos rápidos a sus espaldas pero sigue avanzando por el jardín al lado de Vicky. Hasta que llegan al caminito de grava Elin no se vuelve para mirar. Es Caroline, que se les acerca a paso ligero con una bolsa de papel en la mano.
—No he encontrado a Tuula —dice.
—Gracias de todas formas —dice Elin.
Vicky coge la bolsa y mira dentro.
—Creo que está casi todo, aunque Lu Chu y Almira querían jugarse tus pendientes al póquer —dice Caroline.
Cuando Elin y Vicky se alejan en el gran coche negro, Caroline se las queda mirando con ojos tristes.
Elin ve todo el rato los faros de Daniel por el retrovisor mientras suben por la E-14. Apenas hay tráfico, sólo algún tráiler, pero aun así tardan tres horas en llegar a las primeras estaciones de esquí. En la oscuridad de las laderas de las montañas se ven telesillas dormidos y los altos postes del teleférico de Åre. Seis kilómetros antes de llegar a Duved se meten por un camino que sube directo a la montaña. Hojas y polvo se arremolinan ante los faros del coche. El camino de tierra asciende por la ladera de Tegefjället.
Aminoran la marcha, salen del camino que lleva a Tegefors, pasan entre dos postes de metal y continúan un último tramo hasta llegar a una casa grande de estilo funcionalista. Es de cemento, tiene varias terrazas grandes y enormes ventanales ocultos por persianas venecianas de metal.
Entran en un garaje con espacio para cinco vehículos. Cuando llegan se encuentran con un Mazda pequeño de color azul. Daniel ayuda a Elin a subir las maletas. En la casa hay varias luces encendidas y Elin va directa a apretar un botón. Empieza a sonar un leve zumbido y las persianas que cubren todas las ventanas comienzan a crujir a medida que las láminas se van separando entre sí. De pronto la luz del garaje se filtra por cientos de espacios diminutos y poco a poco las persianas comienzan a subir.
—Es como una caja fuerte —dice Elin.
Al cabo de un rato vuelve a reinar el silencio y un universo montañoso puede intuirse al otro lado de los ventanales. Pequeños destellos de luz de otras casas parecen estar flotando en la oscuridad.
—¡Uau! —exclama Vicky entre dientes cuando mira fuera.
—¿Te acuerdas de Jack, el hombre con el que estaba casada? —le pregunta Elin poniéndose a su lado—. Fue él quien construyó esta casa. Bueno, tanto como construir… No la hizo él, pero… dijo que quería un búnker con vistas.
Una mujer mayor con bata verde baja del piso de arriba.
—Hola, Bella, siento que se nos haya hecho tan tarde —dice Elin y le da un abrazo.
—Más vale tarde que nunca —sonríe la señora y le dice que ya ha preparado todas las habitaciones.
—Gracias.
—No sabía si ibais a pasar por algún supermercado, así que he comprado algunas cosas. Al menos podréis sobrevivir unos días.
Bella enciende un fuego en el hogar y después Elin la acompaña al garaje y le da las buenas noches. En cuanto se cierran las puertas del cochecito azul vuelve a meterse en la casa. Daniel ha empezado a cocinar y Vicky está llorando en el sofá. Elin se acerca y se pone de rodillas delante de ella.
—Vicky, ¿qué pasa? ¿Por qué estás triste?
La chica se levanta sin decir nada y se encierra en uno de los baños. Elin corre a hablar con Daniel.
—Vicky se ha encerrado en el lavabo —dice.
—¿Quieres que hable con ella?
—¡Date prisa!
Daniel la acompaña hasta la puerta del baño, llama y le dice a Vicky que abra.
—Ninguna puerta con cerrojo —dice—. Supongo que te acuerdas.
En pocos segundos Vicky sale del lavabo con ojos llorosos y se vuelve a sentar en el sofá. Daniel intercambia unas miradas con Elin y luego va a sentarse al lado de la chica.
—Cuando llegaste al Centro Birgitta también estabas triste —dice Daniel al cabo de un rato.
—Lo sé… pero en realidad tendría que haber estado contenta —contesta ella sin mirarlo.
—Llegar a un sitio… es también el primer paso para dejarlo atrás —dice él.
Vicky traga saliva, las lágrimas le vuelven a brotar y baja la voz para que Elin no la pueda oír:
—Soy una asesina.
—No quiero que digas eso a menos que estés completamente segura —dice él tranquilizador—. Y oigo en tu voz que no lo estás.
Flora echa agua caliente en el cubo de la fregona y, a pesar de que detesta el olor a goma de los guantes de látex, se los pone. El detergente destruye la claridad del agua y se disuelve en una nube verde. El olor a limpieza se esparce por el pequeño piso. Por las ventanas abiertas entra aire fresco, el sol brilla y los pájaros cantan.
Después de que el comisario se marchara dejándola sola delante de la tienda de antigüedades, Flora se había quedado un rato sin hacer nada. Tendría que haberse preparado para la sesión, pero no se había atrevido a bajar sola y había decidido esperar a los primeros participantes. Dina y Asker Sibelius llegaron un cuarto de hora antes de la cita, como de costumbre. Flora hizo como que se había retrasado un poco y la pareja la acompañó abajo para ayudarle a colocar las sillas. A las siete y cinco había ya diecinueve participantes.
Flora alargó la sesión más de lo habitual, empleó todo el tiempo necesario, hizo ver que veía fantasmas buenos, niños alegres y padres que perdonaban.
Con gran destreza había conseguido sacarles a Dina y a Asker el motivo por el cual volvían a las sesiones.
Uno de sus hijos había caído en coma tras un grave accidente de coche y se habían visto forzados a aceptar el consejo del médico de apagar las máquinas que lo mantenían con vida y firmar el consentimiento para la donación de órganos.
—¿Y si no está con Dios? —susurró Dina.
Pero Flora habló con el hijo y les aseguró que se encontraba en la luz y que había sido su mayor deseo dejar que corazón, pulmones, córneas y el resto de órganos siguieran viviendo por su cuenta.
Después Dina le besó las manos, lloró y repitió que la había hecho la persona más feliz sobre la faz de la tierra.
Flora friega el suelo de linóleo con movimientos enérgicos y empieza a sudar por el esfuerzo.
Ewa se encuentra en su reunión de costura con algunas vecinas y Hans-Gunnar está mirando un partido de la liga italiana de fútbol a todo volumen.
Flora enjuaga el mocho, lo escurre y estira su espalda dolorida antes de continuar.
Sabe que el lunes por la mañana Ewa abrirá el sobre de su secreter para pagar las facturas del mes.
—Pásala, Zlatan, cojones —grita Hans-Gunnar en el salón.
Le duelen los hombros cuando lleva el pesado cubo al dormitorio de Ewa. Cierra la puerta, pone el cubo delante, va hacia la foto de bodas, coge la llave de latón, se apresura en acercarse al secreter y lo abre.
Un ruido sordo la hace dar un respingo.
Es el palo del mocho, que se ha caído al suelo, sobre la alfombra.
Flora escucha unos segundos y luego baja la robusta hoja de madera del secreter. Con manos temblorosas intenta abrir el cajoncito, pero está atascado. Busca entre los lápices y los clips y encuentra un abrecartas. Con mucho cuidado lo mete en la ranura superior y hace un poco de palanca.
El cajoncito se abre algún que otro centímetro.
Un rasgueo suena muy cerca. Es una paloma que está arañando el alféizar con las garras.
Flora mete los dedos en el cajoncito y tira. La postal de Copenhague se ha arrugado. Saca el sobre de los recibos, lo abre y devuelve hasta la última corona.
Sus manos vuelven a dejarlo todo en orden, intentan alisar un poco la postal, empuja el cajoncito de madera, coloca bien el lapicero y el abrecartas, cierra la hoja del secreter y cierra con llave.
Rápidamente vuelve a la mesita de noche y, justo cuando coge la foto de bodas, la puerta del dormitorio se abre de un bandazo. El cubo sale disparado y el agua caliente se derrama por todo el suelo. Flora siente que se le mojan los pies.
—¡Ladrona de mierda! —grita Hans-Gunnar acercándosele a grandes zancadas con el torso descubierto.
Flora se vuelve hacia él. Los ojos de su padrastro están muy abiertos y el hombre está tan enfadado que golpea sin ton ni son. El primer puñetazo le da a Flora en el hombro y no nota nada. Pero luego la coge por el pelo y la golpea con la otra mano, un fuerte manotazo en el cuello y la barbilla. El siguiente golpe le va directo a la mejilla. Flora cae de bruces y siente que le arranca varios pelos del cuero cabelludo. La foto de bodas cae al suelo y el cristal se rompe. Flora está tumbada de costado y poco a poco su ropa se va impregnando de agua con detergente. Apenas puede respirar por el ardiente dolor que siente en el ojo y en la mejilla.
Flora está mareada, se tumba boca abajo, pero intenta evitar el vómito. Ve destellos de colores. La fotografía se ha salido del marco y Flora ve el reverso de la imagen. Pone: Ewa y Hans-Gunnar, iglesia de Delsbo.
De repente Flora recuerda lo que le había susurrado el fantasma. No la última vez que lo vio sino antes, allí en casa. ¿O quizá lo soñó? No puede decirlo a ciencia cierta. Pero recuerda que Miranda le había susurrado algo acerca de una torre que sonaba como la campana de una iglesia. La niña le había mostrado la foto de bodas y, señalando el campanario que se veía al fondo, le había dicho: «Se esconde allí, ella lo vio todo, está escondida en la torre.»
Hans-Gunnar está de pie junto al cuerpo de Flora resollando. Ewa aparece en el dormitorio con ropa de calle.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta asustada.
—Nos estaba robando el dinero —dice—. ¡Lo sabía!
Escupe a Flora, recoge la llavecita de latón y se dirige al secreter.
Joona está sentado en su despacho con todo el material presentado ante el tribunal de instrucción.
Lo más probable es que las pruebas sean suficientes para dictaminar una sentencia condenatoria.
El teléfono empieza a sonar. Joona no lo habría cogido si hubiera mirado el nombre que aparece en la pantalla.
—Sé que crees que soy una mentirosa —dice Flora sin aliento—. Por favor, no cuelgues. Tienes que escucharme, te lo suplico, haré cualquier cosa con tal de que escuches lo que…
—Cálmate y cuéntamelo.
—Hay una testigo del asesinato —dice—. Una testigo de verdad, no un fantasma. Te hablo de una testigo real que se esconde en…
Joona oye que su voz está al borde de la histeria y trata de tranquilizarla:
—Está bien —dice en tono relajado—. Pero el caso…
—Tienes que ir —lo interrumpe ella.
Joona no sabe qué hace escuchando a esa persona. Quizá lo haga por lo desesperada que parece.
—¿Dónde se encuentra exactamente la testigo? —le pregunta.
—Es una torre, un campanario apartado de la iglesia de Delsbo.
—¿Quién te ha contado…?
—Por favor, está allí, tiene miedo y está escondida allí.
—Flora, tienes que dejar a la fiscal hacer su…
—Nadie me escucha.
Joona oye una voz de fondo que le ordena que suelte el teléfono y luego se oye un ruido.
—Se acabó la charla —dice un hombre antes de colgar.
Joona suspira y deja el móvil a un lado sobre la mesa. No logra entender por qué Flora sigue mintiendo.
Tras la decisión de presentar una petición de prisión provisional para Vicky el caso ha perdido prioridad y lo único que falta es que la fiscal reúna todas las pruebas de cara al juicio.
«Este caso se me ha quedado grande», piensa Joona y acto seguido le invade una extraña sensación de desamparo.
Ya se había acabado antes de que pudiera echar mano a todos los informes y los dictámenes periciales.
Joona sabe que en ningún momento llegó a estar al mando del caso, que en realidad nunca le dejaron participar del todo.
Una sobredosis de antidepresivos podría ser la causa de la agresividad de Vicky y también de su repentino cansancio.
Pero Joona no logra quitarse la piedra de la cabeza.
Nålen menciona en su informe que el arma homicida es una piedra, pero nadie ha intentado seguir la pista, porque no encaja con todo lo demás.
Joona recuerda que se despidió de Nålen y de Frippe en Sundsvall cuando iba a empezar la autopsia interna.
Al final decide que por el momento no dejará de lado el caso. Una tozudez enervante lo empuja a hojear los análisis de las pruebas que ha redactado el Laboratorio Estatal de Criminología y luego empieza a leer el informe forense.
Se detiene en el examen exterior del cuerpo de Elisabet Grim y lee las anotaciones sobre las heridas que tenía en las manos antes de pasar hoja.
La luz avanza lentamente por el tablón de corcho, en el que está el aviso del expediente de Asuntos Internos y la última postal de Disa: la imagen de un chimpancé con los labios pintados y gafas de sol en forma de corazones.
Mientras Joona lee los documentos, la sombra se desplaza poco a poco desde la maceta de la ventana hacia la librería.
El estómago de Miranda no contenía ninguna sustancia extraña y las paredes eran brillantes y lisas. Lo mismo con las pleuras. Paredes brillantes y lisas. También el pericardio.
84. El corazón presenta una estructura normal y pesa 198 gramos. La funda es brillante y lisa. Las válvulas y los orificios son normales. En las paredes arteriales no se observa acumulación de ningún tipo. La musculatura cardíaca tiene un tono rojo grisáceo uniforme.
Joona fija un dedo sobre el informe forense mientras salta a la hoja con los análisis del laboratorio, donde lee que el grupo sanguíneo de Miranda era A y que había restos de venlafaxina en la sangre, un componente presente en muchos fármacos antidepresivos, pero por lo demás todo parece normal.