Pero sólo tal vez. También existía la posibilidad de que fuese algo nuevo: una cepa caliente procedente de África, o un virus emergente desconocido. En tal caso, ¿quién podría aventurar cuál era su vector o qué efectos causaba en los seres humanos? ¿Se trataba de algo creado en un laboratorio? ¿Una especie de ébola de infección fulminante y capaz de transmitirse por el aire? Cualquiera de estas ideas resultaba estremecedora.
Una cosa quedaba clara. Si el patógeno, fuera lo que fuese, lograba salir de la Zona de Exclusión, iban a encontrarse con un problema muy serio.
En realidad, se permitió pensar algo más grosero: «Nos va a llegar la mierda hasta el cuello».
—Disculpen —dijo—. Esta situación es… distinta de lo que habíamos previsto. Tengo que hablar con mi organización.
—Nos dijeron que enviarían a una persona capacitada para tratar con esta crisis —replicó Blanco.
«¿Eso les dijeron?», pensó Laura. «Vas allí, visitas tu país, certificas que se trata de un brote epidémico natural y te vuelves aquí», le había explicado Annia. Prácticamente coser y cantar, había venido a decir.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Reconocer que aquello la superaba?
—Simplemente tengo que hablar. Esperen aquí, por favor. No tardaré.
Laura se apartó unos pasos de la furgoneta, hasta salir de su sombra alargada. Dentro del vehículo se había quedado fría, tal vez porque el aire acondicionado estaba demasiado fuerte. O quizá por las imágenes del vídeo. Todos aquellos cuerpos tirados en el suelo…
Sólo recordaba haber visto algo así en dos documentales. Uno trataba sobre el suicidio de la secta de Jim Jones en Guyana, y el otro sobre el lago de Nyos, en Camerún, y la nube tóxica que había brotado de sus aguas. El primer desastre, causado por el hombre, había matado a casi mil personas; el segundo, de origen natural, a mil setecientas.
¿Se encontrarían ahora ante una combinación de ambas calamidades, una devastadora epidemia natural extendida por el ser humano como un acto de terrorismo? Su peor temor era que se tratase de una mutación del ébola. El más letal de todos los virus.
—Aquí Annia —contestó su jefa—. ¿Qué ocurre, Laura?
Ella le explicó la situación de la forma más sucinta posible. Cuando terminó, Annia dijo:
—Está bien. Es evidente que nos ocultaron la gravedad de los hechos. Se trata de una bioemergencia de nivel 4. El equipo llegará en unos treinta minutos, pero tendré que enviar a otra persona en tu lugar. Cuéntales cualquier excusa y diles que ese otro responsable tardará veinticuatro horas en llegar.
Laura tragó saliva.
—No sé si tendremos tanto tiempo. Si es un patógeno y no un arma química, el periodo de incubación es muy rápido. También parece tener una tasa de mortalidad extremadamente alta, y es muy contagioso.
Una tríada diabólica, añadió para sí. No conocía ningún microorganismo que combinara esas tres características en un grado tan alto.
—Laura, no te puedo pedir que sigas adelante con esto. Ha sido responsabilidad mía. No estás preparada para manejar una crisis como ésta.
La displicencia con que dijo «no estás preparada» molestó a Laura. Ella no le hablaba así ni siquiera a su hijo Alex.
—No sé si no me he explicado bien o no me has oído —respondió, en un tono seco que la sorprendió a ella misma—. No creo que tengamos veinticuatro horas. Hay que entrar en la Zona Caliente y descubrir qué está pasando, y hacerlo ya. Y, aunque te moleste, la única persona capacitada que hay en el terreno ahora mismo soy yo.
Hubo un momento de silencio. Después, Annia soltó una carcajada.
—¡Eso es estupendo! De veras, no quería ofenderte. ¡Ésa es la Laura Fuster a la que quería oír! Sé que puedes hacerlo, pero…
—Tomaré todas las medidas que requiere una bioemergencia de nivel 4, Annia.
—Perdona, no quería recordarte cuál es tu trabajo.
A Laura se le hizo un nudo en la garganta. Volvió a tragar saliva y, para su satisfacción, notó que el nudo se deshacía y que aquel breve momento de emoción no le impedía hablar.
—La verdad es que sí me lo has recordado. Y por ello quiero darte las gracias, Annia. De corazón.
—Laura, yo…
—Discúlpame. Tengo varios machos alfa a los que domar —di jo Laura, recordando un chiste privado de ambas—. Te mantendré informada.
—Nuestro equipo estará aquí antes de media hora —dijo Laura cuando volvió a entrar en la furgoneta—. Mientras tanto, me gustaría saber algunas cosas más sobre lo ocurrido en Matavientos. ¿No han podido contactar con ninguna autoridad local?
—En realidad, Matavientos no es un pueblo, sino una pedanía de El Ejido —respondió Blanco.
—¿Una pedanía? —preguntó Eric. Dominaba bastante el español gracias a su madre, que era gallega, pero había palabras y sutilezas que se le escapaban.
—Es un lugar que depende de otro municipio, aunque esté separado geográficamente de él —explicó Blanco—. Básicamente, Matavientos es un pueblo dormitorio donde se alojan muchos trabajadores de los invernaderos.
—La mayoría inmigrantes africanos, por lo que me ha parecido ver en el vídeo —comentó Laura.
—Así es. Prácticamente el único edificio público es la clínica. Se construyó para atender a los subsaharianos después de los problemas raciales que hubo en esta zona.
—¿Sin mezclarlos con la población blanca del lugar? —preguntó Laura.
Blanco enrojeció levemente, como si ella hubiera insinuado alguna acusación de racismo.
—Algo así. A veces la mejor forma de evitar problemas es no buscarlos.
—No vayan a pensar que es una clínica de segunda —intervino Aguirre—. Las instalaciones de la clínica son muy modernas gracias a la corporación Janus, que hizo una generosa donación.
—No nos andemos por las ramas, doctor Aguirre —dijo Blanco.
A Laura cada vez le resultaba más evidente la hostilidad entre ambos hombres. Por otra parte, se preguntó qué motivos tendría la farmacéutica Janus para invertir dinero en una pequeña pedanía almeriense. ¿Lavar su imagen? ¿Desgravarse impuestos en España?
—Como les decía —se apresuró a continuar Blanco—, no hay más edificios oficiales, aparte del ayuntamiento pedáneo. Las demás construcciones son domicilios privados, casas dormitorio de alquiler para los inmigrantes, fábricas de embalaje y almacenes de fruta. No hay puesto de la Guardia Civil. La policía local viene desde El Ejido haciendo turnos. Sabemos que había dos agentes en Matavientos cuando… empezó todo. Pero no hemos vuelto a tener noticias de ellos.
Laura se quedó mirando pensativa a los edificios grises de la imagen congelada.
—Pero hoy todo el mundo tiene teléfono móvil —dijo—. ¿No han conseguido hablar con nadie más?
—Tenemos cientos de llamadas, pero no aportan información válida —explicó Blanco—. La gente está aterrorizada o dice cosas sin sentido. Siguiendo el procedimiento de la propia OPBW, he decretado una Zona de Exclusión. Para evitar que cunda el pánico, estamos controlando las comunicaciones no autorizadas. Éste es el mapa de la zona.
En la pantalla apareció una imagen por satélite muy detallada de Matavientos. A Laura se le antojó que el pueblo parecía una cicatriz grisácea y de mal aspecto en medio de un océano de invernaderos blancos.
Esa cicatriz supuraba una infección que podía contaminar al resto del cuerpo.
«No, si puedo impedirlo», se prometió. Ahora que había tomado la decisión de seguir adelante con aquello, comprobaba que su mente volvía a funcionar con una claridad que ya creía haber perdido para siempre.
Sobre la imagen se superponían los límites del área de exclusión. El dibujo tenía forma de pera. En su parte más estrecha se hallaba el inicio de la Zona Caliente, el centro de la población, que luego se estiraba y expandía según la dirección y la fuerza del viento, hasta alcanzar los seis kilómetros en su parte más ancha. La Zona Tibia empezaba a continuación de la Caliente y llegaba hasta el lugar donde se había establecido el bloqueo militar.
De pie junto a Aguirre, el coronel González se frotó la barbilla, que sonó áspera como papel de lija, y miró a Laura.
—Nosotros ya hemos acordonado toda la zona. ¿Qué piensan hacer ustedes, doctora? —preguntó—. ¿Necesitará a mis soldados?
Laura se quedó pensativa. No le gustaba tener hombres armados cerca de ella. Por otra parte, si en Iraq los hubiese acompañado personal militar, tal vez las cosas habrían sido diferentes.
Y la forma en que los cadáveres rodeaban la ambulancia, las manchas de sangre…
—Sí —respondió por fin, y añadió, mirando a los ojos al coronel—: Pero deberán seguir estrictamente mis instrucciones. Han de comprender que ésta no es una operación militar, sino sanitaria.
El coronel asintió una sola vez y dijo:
—Siempre que usted comprenda también que si han de actuar lo harán siguiendo sus propios procedimientos.
—No pretendo enseñarles cómo deben disparar si llega el caso, coronel. Pero los protocolos de seguridad biológica son muy estrictos, y deben seguirlos a rajatabla dentro de la zona.
—¿Es que usted piensa entrar ahí? —preguntó Aguirre.
Laura asintió.
—En cuanto lleguen los contenedores con nuestro equipo, mi ayudante Eric y yo entraremos.
—Quiero ir con ustedes —declaró Aguirre—. De hecho, ya habría entrado si el señor Blanco no me lo hubiera impedido.
El político carraspeó.
—Era cuestión de prioridades, doctor.
—Yo soy la autoridad local en el caso de enfermedades neuroinfecciosas. Ergo también soy quien debería establecer las prioridades.
Blanco tardó un par de segundos en contestar. Pese al aire acondicionado, tenía la frente y la papada brillantes de sudor.
—Me temo que no es exactamente como usted dice. Una posible pandemia no es un asunto local. Nuestro país ha firmado acuerdos internacionales que nos obligan a seguir ciertos procedimientos de control.
Aguirre señaló a la pantalla, donde había quedado congelada la imagen de la ambulancia rodeada de cadáveres.
—Yo conocía a esos dos hombres. Eran de mi hospital. Lo que pueda haberles ocurrido es responsabilidad mía. No quiero que recaiga sobre mi conciencia no haberles ayudado en todo lo posible.
Por alguna razón, a Laura no le sonó convincente la forma en que el neurólogo pronunció «mi conciencia».
—No se preocupe por la responsabilidad —le dijo—. Usted actuó como debía. Nadie podía prever algo como esto.
—En cualquier caso, insisto en que me lleven. Conozco bien Matavientos, así que puedo serles de utilidad.
—No dudo de su capacitación. Pero los protocolos de seguridad…
—También los conozco. No soy ningún novato, doctora. He trabajado para la OMS en Nigeria, y en algunos casos tuvimos que llevar equipos de aislamiento.
Laura enarcó una ceja mirando al doctor. Con ese traje impecable y esos zapatos inmaculados, no se lo imaginaba en África atendiendo enfermos que podían salpicarlo de vómitos de sangre.
Lo cierto era que, teniendo en cuenta los síntomas conocidos, la ayuda de un neurólogo que además conocía el terreno les vendría bien. Por otro lado, Aguirre no parecía el tipo de persona adecuada para trabajar en equipo ni para obedecer órdenes. Y en una situación como la que tenían entre manos aquello podría convertirse en un verdadero problema.
—Gracias por ofrecerse, doctor Aguirre —dijo por fin—. Su ayuda nos será muy útil.
—Procuraré que así sea.
—Sin embargo, espero que comprenda que yo soy la responsable de esta operación.
Aguirre asintió, con una suave sonrisa que pretendía ser cortés. Pero en sus ojos oscuros chispeó un destello de burla, como si dijera: «Usted nunca podrá controlarme a mí».
—Por supuesto, doctora. Estoy a sus órdenes. ¿Cuándo empezamos?
—Ahora mismo. Tenemos entre manos una emergencia nacional. Es una amenaza de infección de consecuencias imprevisibles, así que vamos a extremar las precauciones. No sé qué es lo que ha causado eso —dijo, señalando la imagen de la ambulancia rodeada de cuerpos—. Pero si no queremos acabar como ellos, debemos entrar bien protegidos.
Al salir de la furgoneta, Laura notó que el ambiente estaba bastante más caliente que antes. Aunque el sol no se había separado demasiado del horizonte, sus rayos ya se dejaban sentir. La azotó una fuerte ráfaga de aire seco y tórrido, acompañada por un estrépito ensordecedor. Tras la penumbra del interior del vehículo se deslumbró un poco, y se llevó la mano a la frente a modo de visera para ver mejor.
Dos sombras enormes se cernían sobre la carretera. Eran Chinook CH-47, helicópteros de doble hélice que estaban descargando en el suelo sendos contenedores amarillos de metal, cada uno de ellos de ocho metros de longitud. Aquel equipo venía directamente de La Haya, tras un vuelo de más de dos mil kilómetros sin repostar.
—¡Una llegada espectacular, doctora Fuster! —exclamó Aguirre—. ¿Lo tenía usted cronometrado?
Laura se volvió hacia él y se permitió una sonrisa de suficiencia.
—¡A la perfección, doctor Aguirre! ¡Puntualidad europea!
Unos soldados se encaramaron a los contenedores para soltar los enganches, y después hicieron aspavientos a los pilotos para indicarles que ya podían aterrizar. Los dos Chinook se posaron cincuenta metros más allá, y de ellos bajaron los técnicos de la OPBW encargados del mantenimiento del equipo. Cuando el sonido de los grandes rotores se apagó, Laura suspiró de alivio. Nunca le habían gustado los ruidos fuertes.
Pese a que el vuelo debía de haber sido una paliza, los técnicos pusieron manos a la obra directamente, abrieron ambos contenedores y empezaron a organizar el material, incluyendo vestidores e instalaciones de descontaminación.
El doctor Aguirre observaba aquel alarde de medios con los brazos cruzados. A Laura le resultaba difícil decidir si sus gestos de aprobación eran irónicos o sinceros.
—Parece que vienen preparados para la Tercera Guerra Mundial, doctora.
—Es equipo para montar un laboratorio de bioseguridad homologado hasta el nivel 4 —respondió Laura.
—¿No es ése el nivel extremo?
Laura asintió. En los laboratorios de nivel 4 se trata con los denominados «agentes calientes», patógenos mortíferos para los que aún no existe cura. Penetrar en ellos es aislarse por completo del mundo exterior, como entrar en una nave espacial.
—¿De verdad cree que va a ser necesario aquí? —insistió Aguirre.