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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (5 page)

BOOK: La zona
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—Laura…

—Es como te lo cuento. Creo que no puedes imaginarlo.

Annia se levantó.

—Tienes razón, no puedo imaginarlo.

—Escucha, Annia…

—No, escúchame tú a mí. Nadie que no haya pasado por una experiencia tan traumática como la tuya puede imaginarlo. Pero ya te he dicho que he hablado con tu psiquiatra. Él piensa que tienes que superar esto y regresar a tu vida normal.

—¿Te parece una vida normal meterse en un laboratorio con un traje espacial, sabiendo que un simple pinchazo te puede contagiar con un virus mortal?

—Para ti lo era. Y lo volverá a ser. —Annia se acercó a ella y le tomó ambas manos—. Sé que no es fácil. Pero si sigues aquí encerrada, dejando que una película de dibujos animados te altere de ese modo, nunca lo vas a lograr. Tienes que echarle agallas, Laura. ¡Vuelve a enfrentarte al mundo! ¡Vuelve a ser Superwoman!

Laura asintió.

—Quiero volver a serlo, Annia —dijo, con un nudo en la garganta—. Quiero que Alex pueda volver a vivir conmigo, y cuidarlo yo a él y no él a mí.

—¡Cielo! ¡Cuánto siento haberte mandado a ese infierno! Nunca volverá a ocurrir, te lo prometo —dijo Annia, abrazándola con fuerza.

—Tú no podías saberlo —contestó Laura. Seguía teniendo el nudo y los ojos húmedos, pero no llegó a llorar. Se tomó eso como un primer paso.

Después, cuando ya casi anochecía, vino la llamada.

—¡Laura, soy Annia otra vez! Pensarás que estoy loca, pero quiero proponerte algo. Tiene que ser sí o no.

—¿Así, de golpe? —Laura se enderezó en el sillón. Estaba leyendo una novela romántica que había escogido adrede porque era lo menos parecido a su trabajo que se le ocurría. Llevaba media hora en la misma página. «Los botones desabrochados de su camisa dejaban intuir unos pectorales duros y depilados que…».

—Sí, así de golpe. Es un trabajo genial para ti. En tu país, en España.

Annia se lo explicó todo muy rápido. Era en Andalucía. Una alarma sanitaria que parecía un brote de meningitis y que exigiría como mucho un nivel de bioseguridad 3.

—Lo más probable es que no sea bioterrorismo, pero ya sabes que se trata de una zona sensible —dijo Annia.

—Lo sé. Yo misma redacté el informe —respondió Laura. Se refería a un estudio sobre la posibilidad de un ataque biológico de Al Qaeda en el norte de África o el sur de Europa.

—Ya sabes. Vas allí, visitas tu país, certificas que se trata de un brote epidémico natural y te vuelves aquí. O, si quieres, te quedas en España unos cuantos días pagados por la OPBW. ¿Qué dices?

—Pero ¿tengo que contestar ahora mismo?

—Me temo que sí. O te mando a ti o tengo que buscar a otra persona. ¿Qué me dices?

Laura ni siquiera fue consciente de haber respondido que sí. Unas horas después, viajaba con Eric en un reactor privado rumbo a España.

3

En el punto hacia el que se dirigía el helicóptero se veía una aglomeración de furgonetas aparcadas y vehículos del ejército. Había dos tanquetas, una a cada lado de la carretera, con baterías de focos y sendos artilleros en los puestos de ametralladora.

Unas vallas de acero con luces destellantes cortaban la carretera. Por delante había varias bandas de clavos. El lugar se hallaba sembrado de soldados y guardias civiles armados con fusiles y subfusiles automáticos. Muchos de ellos llevaban trajes y máscaras de protección biológica.

—¡Menuda tienen liada aquí! —dijo el piloto.

—¡Es verdad! —exclamó Eric, y volviéndose hacia Laura añadió—: ¿A que parece una película de extraterrestres?

—Sólo es el procedimiento habitual —respondió ella, con una sonrisa indulgente. Era la primera emergencia biológica real en la que trabajaba Eric. Resultaba comprensible que estuviera nervioso, casi excitado. Pero tendría que aprender a controlar sus emociones.

El helicóptero tomó tierra en la carretera a unos metros del cerco, sobre un gran círculo blanco pintado con cal. Un hombre trajeado de unos treinta y cinco años se acercó al borde de la improvisada pista para recibirlos. El aire de los rotores hacía ondear los faldones de su chaqueta gris.

Eric estuvo a punto de saltar, pero Laura lo retuvo agarrándolo por la manga.

—¡Espera a que se detengan las hélices!

—¡Pero si no pasa nada!

—¡Tú haz lo que yo te digo!

Cuando por fin se frenaron los rotores, pusieron pie en tierra. El tipo del traje se acercó a ellos. Estaba bastante entrado en carnes, y el cuello de la camisa se le clavaba bajo la papada como un dogal.

—¿Doctora Laura Fuster? ¿Señor Eric Byrne? Soy Alfonso Blanco. Hablamos por móvil durante su vuelo. Bienvenidos a Matavientos. Espero que hayan tenido un viaje agradable.

Les tendió la mano, girándola ligeramente para que su palma mirara hacia el suelo. «Éste es el hombre de Protección Civil», recordó Laura. Un político profesional. En algún seminario de expresión corporal debían de haberle explicado que de esa forma establecía una posición de poder, como el macho dominante en un grupo de monos.

Laura devolvió a Blanco un apretón fuerte en el que se las arregló para girarle la mano, demostrándole que no estaba dispuesta a ceder el control. Aquello provocó un leve gesto de desconcierto en el político.

—Encantado, señor Blanco —dijo Laura. La palma del político resbalaba de sudor. Reprimió la tentación de secarse la mano en el pantalón.

—Le agradezco mucho que su oficina haya respondido tan rápidamente a la emergencia, doctora.

—He leído el dosier durante el vuelo. No aclaraba gran cosa. ¿Puede decirme qué está pasando aquí?

Blanco borró automáticamente su sonrisa y pasó a modo «gestor preocupado con graves responsabilidades». A Laura le pareció que emanaba algo falso de él. Tal vez fuera, se dijo, su prejuicio habitual contra los políticos.

—La verdad es que estamos desconcertados —respondió Blanco—. De momento, nos hemos limitado a seguir el procedimiento de cuarentena que establece su agencia.

—¿Han llegado los otros dos helicópteros con el equipo? —preguntó Eric.

—Todavía no, pero nos han dicho que estarán aquí en unos treinta minutos. Mientras tanto, si le parece, puedo ponerles al corriente de lo que ha pasado en las últimas horas.

—Se lo agradecería mucho —respondió Laura.

—Por aquí, por favor.

Blanco les indicó el camino y se dirigieron hacia una furgoneta negra, con los cristales tintados y un emblema de Protección Civil en un costado. Antes de entrar en el vehículo, Laura se detuvo un momento y miró a su alrededor.

Cuatro anemómetros situados en los extremos de la zona de contención giraban indicando la velocidad del viento. ¿Pensaban que el agente podía transmitirse por el aire? En cualquier caso era un dato importante para delimitar la zona de contención. ¿Cuántos hombres podía haber allí entre soldados y guardias civiles? ¿Setenta, ochenta? ¿Cien como mucho?

—Si temen que sea un ataque bioterrorista, aún no tienen muchos efectivos desplegados.

—De momento, preferimos ser discretos —dijo Blanco—. Hemos silenciado las estaciones de telefonía móvil en toda la Zona Caliente. Por encima de todo queremos evitar que se produzca el pánico en las poblaciones cercanas. Tras el fiasco de los alemanes con la E. coli la gente está muy sensible, y hay que pensárselo muy bien antes de lanzar una alarma biológica a los cuatro vientos.

—No se engañe por lo que ve aquí, doctora —dijo una voz a su espalda.

Laura se giró, y vio a dos hombres bajando de la furgoneta. El que había hablado llevaba un uniforme de camuflaje de infantería. En la galleta de su casaca se leía GONZÁLEZ.

Llevaba tres estrellas de ocho puntas. Un coronel. Debía andar sobre los cuarenta y cinco años, y era alto y de complexión atlética. Tenía las cejas fruncidas, tal vez algo molesto por el comentario de Laura.

—Pronto llegará más personal, pero le aseguro que el dispositivo que hemos montado garantiza una seguridad perfecta.

—No pretendía ponerlo en duda. Y menos sin conocer del todo la situación.

—Todas las carreteras de salida están cortadas. Hay helicópteros militares sobrevolando la Zona Caliente —añadió el coronel—. A un lado tenemos el mar y al otro sólo hay terreno desértico, sin apenas vegetación. Nada ni nadie puede entrar o salir sin que lo detectemos al instante y podamos interceptarlo.

Laura asintió.

—Eso es una buena noticia —dijo.

—Permítanme que les presente —intervino Blanco—. Éste es el coronel Ramiro González, que ha dirigido la operación de bloqueo.

Otro apretón de manos. Éste fue seco y neutral. González no sonrió en ningún momento. Más que antipático parecía preocupado.
Muy
preocupado. Lo que alarmó a Laura todavía más.

—Y éste es el doctor Eugenio Aguirre, experto en neurología y jefe de enfermedades neuroinfecciosas del hospital provincial de Almería. Señores, la doctora Fuster es la especialista de Bruselas que estábamos esperando.

Laura se volvió hacia Aguirre. El neurólogo tenía unos ojos oscuros que apenas parpadeaban, y los labios apretados como si quisiera evitar que las palabras escaparan de ellos. Un hombre más proclive a recibir información que a brindarla, decidió Laura. Debía de tener cincuenta años, quizá incluso sesenta; con el cráneo afeitado, resultaba difícil saberlo. Olía a algún perfume intenso y exótico, con un toque a vainilla. Era de mediana estatura y complexión fina, vestía un traje gris que seguramente costaba el doble que el de Blanco y unos zapatos que se conservaban milagrosamente negros y brillantes en aquel desierto sembrado de polvo.

Era un hombre que habría podido resultar atractivo, pero a Laura le pareció más bien inquietante. Su apretón no fue tan firme como el del coronel, y se demoró un segundo más de lo que a Laura le habría gustado, sin dejar de mirarla con aquellos iris tan opacos.

—¿Cuál es su especialidad, doctora? —preguntó.

—Médico legista.

Aguirre esbozó una sonrisa que se limitó a los labios. Los ojos seguían siendo duros y pétreos como cuentas de vidrio. Pestañeaba de una forma muy rara. Era imposible, pero daba la impresión de que el párpado inferior subía para reunirse con el superior.

Sintiéndose un poco incómoda, Laura desvió la vista y preguntó:

—Díganme, ¿qué está pasando aquí? Según el informe, tienen un brote de una enfermedad que comparte síntomas con la meningitis meningocócica. Sin embargo, la han etiquetado como «desconocida».

—Ese informe lo he redactado yo mismo —respondió Aguirre—. Contiene lo que sabemos con certeza. Hay cosas que todavía no acabamos de entender.

—Yo sé todavía menos que ustedes. ¿Podrían ponerme al corriente? —preguntó Laura, mordiéndose la lengua para no añadir «de una puñetera vez».

—Hace menos de veinticuatro horas recibí en el hospital de Almería una llamada de urgencia de la clínica de Matavientos, la población que se encuentra en el centro de este cordón —explicó Aguirre, señalando hacia la carretera que se abría paso como un estrecho desfiladero entre los invernaderos de plástico—. Les habían llegado con muy poco intervalo seis enfermos. Todos ellos presentaban fiebre, fuerte dolor de cabeza, rigidez de cuello, vómitos y grandes manchas purpúreas en la piel.

—Síntomas de meningitis —intervino Eric. Tanto el coronel como el político lo miraron con desaprobación.

«No es conveniente que des lecciones a tus mayores», solía decirle Laura. Pero Eric no escarmentaba. Estaba estudiando medicina, quería especializarse en epidemiología, y nunca desaprovechaba una oportunidad de exhibir sus conocimientos.

—Ya. Eso fue lo que pensamos —respondió Aguirre, sin molestarse en mirar a Eric.

—Seis casos de meningitis —dijo Laura—. Es muy preocupante, pero no justifica una alarma médica internacional. Imagino que hay algo más.

—Es usted muy sagaz, doctora —respondió Aguirre.

¿Pretendía mostrarse irónico o hablaba en serio? Resultaba difícil saberlo con aquel hombre. Laura pensó que el neurólogo debía de ser buen jugador de póquer.

—Según me informó el personal de la clínica —prosiguió Aguirre—, esos seis enfermos eran de origen subsahariano y habían llegado recientemente a España.

—¿De forma ilegal? —preguntó Laura.

El médico miró de reojo al coronel y dijo:

—Me temo que aquí casi todos llegan de forma ilegal, doctora. ¿Es tan importante ahora?

—Por supuesto que es importante —volvió a intervenir Eric.

Laura acalló a su ayudante con un gesto y dijo:

—Los inmigrantes ilegales no están sometidos a ningún control sanitario. Eso significa que pueden entrar portadores de enfermedades sin que nos enteremos.

—Lo mismo podría suceder con los turistas de cualquier otro país del mundo —objetó Aguirre. Laura se dio cuenta de que la miraba como un profesor que somete a una alumna a un examen oral.

«Lo siento, doctor —pensó—. Esta pregunta me la sé».

—La diferencia es que muchos de los inmigrantes que vienen aquí provienen del África subsahariana. Y precisamente allí se halla el llamado «cinturón de la meningitis», que cubre desde Etiopía hasta el Senegal. Todos los años se producen brotes de la enfermedad con la llegada del harmatán.

—¿El harmatán? —preguntó Blanco.

—Es un viento cálido y seco que sopla a principios del año e indica el comienzo de la estación árida. Cuando llegan las lluvias de mayo, la meningitis ha dejado tras de sí miles de muertos.

—Veo que conoce el tema —dijo el coronel—. A ver si puede aclararnos lo que tenemos aquí. ¿Nos acompaña al vehículo, por favor?

Laura exhaló el aire muy despacio y cruzó una mirada con Eric. Éste levantó el pulgar, como si en lugar de enfrentarse a una amenaza mortal estuvieran a punto de empezar un partido de tenis.

—De acuerdo —dijo Laura—. Veamos a qué nos enfrentamos.

4

Laura y Eric se agacharon para pasar al interior de la furgoneta. El coronel, que iba el último, cerró. El golpe seco de la puerta corredera los aisló de repente de las luces y los ruidos de fuera.

El interior se hallaba en penumbra, iluminado tan sólo por lámparas fluorescentes que emitían una tenue luz verde para facilitar la lectura de las pantallas y los sistemas electrónicos que atestaban el vehículo. Bajo aquel resplandor, los rostros de todos se veían ojerosos y enfermizos. Un simple efecto visual. Pero a Laura, invadida por la aprensión, se le antojó cargado de significado: el mal flotaba en el ambiente.

BOOK: La zona
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