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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (4 page)

BOOK: La zona
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Sacó un espejito del bolso y se retocó las ojeras con el corrector. Con los ojos azules y el pelo rubio, en La Haya había mucha gente que la tomaba por inglesa, holandesa o alemana. «En España también hay rubias», insistía ella, ante la incredulidad de algunos.

Comprobó que Eric miraba para otro lado y, con un gesto rápido, sacó una pastilla de su bolso y se la tragó a la americana, sin beber agua. No era más que un ansiolítico suave que controlaba los ataques de pánico y angustia y evitaba las taquicardias que solían asaltarla. No producía somnolencia ni disminuía la atención, por lo que estaba segura de que no afectaba a su trabajo. Aun así, prefería que Eric no la viera tomarlo.

Antes de su retirada «por motivos personales», Laura había trabajado varias veces con el joven técnico de laboratorio, que era quien le había puesto el mote de Superwoman. Delante de él, quería mantener esa ilusión de perfecta eficacia y competencia.

Eric no la había acompañado en su última y desdichada misión, por lo que no había sido testigo de cómo esa profesionalidad se venía abajo. Pero de haberlo hecho, probablemente le habría ocurrido lo mismo que a Richard, que ejercía de técnico y no había sobrevivido para contarlo.

Otra vez la nube negra. «¡Soplad, vientos del norte!», salmodió para sí, y aventó los recuerdos.

Volvió a asomarse entre las cabezas de Eric y el piloto. Una carretera larga y recta dividía en dos el mar de plástico.

—¿Eso son
bulldozers
? —preguntó Eric.

—¡Así parece! —respondió Laura.

Había una zona sin invernaderos, una franja de más de doscientos metros de anchura. Cerca de la carretera el terreno se veía despejado, prácticamente apisonado. Pero al alejarse de ella todavía quedaban restos de los huertos, hileras de verduras y frutales que ahora se levantaban a cielo abierto.

Por poco tiempo. Las excavadoras seguían trabajando, derribando postes, paredes de plástico, árboles y parras, enterrándolo todo de forma inmisericorde bajo sus palas metálicas.

«Demasiado drástico», pensó Laura. A no ser que allí estuviera ocurriendo algo más de lo que les habían contado.

—¡Están abriendo un cortafuegos! —comentó Eric—. ¿No es un poco exagerado para una supuesta meningitis?

La imagen del cortafuegos era apropiada: aquella franja recordaba a las que se abren en los pinares de los montes para evitar que se propaguen los incendios. Pero lo que intentaban frenar aquí no eran llamaradas, sino una amenaza invisible.

Microorganismos. Viajando a bordo de vehículos humanos.

«Un cortafuegos», repitió Laura para sí.

Todavía no podía saber que no muchas horas más tarde alguien definiría con esa misma palabra al mal insidioso que acechaba allí abajo, más allá de la tierra de nadie.

Tampoco sospechaba que para entonces habría visto ya tantos horrores y tanta muerte que, por comparación, Iraq casi le parecería un parque de atracciones.

2

Para tratarse de una crisis biomédica, todo había empezado de una forma muy pausada, sin las urgencias habituales en aquellos casos.

En circunstancias normales, Annia, jefa de la división europea de la OPBW, habría citado a Laura en su despacho del edificio central con un escueto mensaje utilizando el tópico
asap
. Después de explicarle la situación con su habitual impaciencia —Annia parecía vivir siempre cinco minutos por delante del tiempo de los demás—, le habría encargado un informe añadiendo: «
I want it yesterday
!».

Sin embargo, en esta ocasión fue Annia quien apareció en casa de Laura. Todo empezó como una visita con la excusa de jugar al go, una insólita afición que ambas compartían. Annia era mucho mejor que ella: poseía un nivel de 1
kyu
, que le habría permitido ascender al nivel de primer
dan
si tuviese tiempo de practicar más. Laura no pasaba de 5
kyu
, por lo que cuando ambas jugaban partía con cuatro piedras de ventaja.

Lo que había sorprendido a Laura de aquella visita era la hora: a media mañana, cuando Annia, si no andaba de viaje, solía estar en la sede de la organización, un gran edificio circular situado en la calle Johan de Wittlaan.

«Aquí hay gato encerrado», pensó. No obstante, la curiosidad la venció y aceptó la partida. En cualquier caso, no hacía demasiada vida social. Desde Iraq tendía a aislarse y había desarrollado cierta fobia a las visitas y las conversaciones, pero al mismo tiempo las necesitaba.

Cuando le abrió la puerta a su jefa, vio que venía con un traje muy elegante de color azul y, como siempre, unos tacones de casi diez centímetros. Annia se agachó sobre Laura con un tintineo de joyas y le dio un fugaz beso en la mejilla.

Laura era consciente de que las piedras preciosas que llevaba Annia en los pendientes, el collar y el anillo eran auténticas y valían un dineral. Sin embargo, todas ellas tenían un certificado escrito de que no habían sido extraídas de las minas recurriendo a mano de obra infantil. Annia era vegetariana —ovolactovegetariana, para ser más precisos—, abominaba de las pieles y años atrás se había dejado fotografiar en un elegante desnudo lateral para la organización PETA. Laura se preguntaba cuánto de ecologismo y cuánto de exhibicionismo había en aquel posado. Su jefa tenía un cuerpo escultural y, aunque sus rasgos eran marcados y su mandíbula algo protuberante, sabía maquillarse a la perfección y a cualquier hora del día estaba fantástica.

Pasaron al salón. Laura le preguntó si quería tomar algo y Annia dijo que no.

—Acabo de desayunar.

—Entonces, elige —respondió Laura, sentándose en uno de los dos sillones enfrentados.

Sobre la mesita del centro esperaba el tablero de go, con dos cuencos de madera de cerezo llenos de piedrecillas negras y blancas. Laura cogió una de cada color y le tendió las manos a Annia para que escogiera. Annia tocó distraídamente la mano izquierda de Laura.

—Negra —dijo Laura, abriendo la mano—. Tú empiezas.

Annia se quitó la chaqueta y la dejó en una silla antes de sentarse. Al observar su blusa de seda, Laura recordó una discusión que había tenido con ella. «¿No sabes que para obtener la seda hierven vivos a los pobres gusanos? Me parece un poco inconsecuente para alguien que abomina de las pieles». Aquello había suscitado una controversia en la que Annia insistió tanto que Laura la dejó ganar por abandono.

Era una característica de aquella mujer. Siempre se salía con la suya.

«¿De qué querrá convencerme esta vez?».

Empezaron a mover las piezas. El objetivo era conquistar el tablero. Laura se pensaba cada movimiento, mientras que su jefa reaccionaba al instante. Poco a poco, las piedras blancas quedaban rodeadas por las negras y Annia las retiraba de las casillas como prisioneros capturados en combate.

—¿Qué tal Alex?

—Cada día más alto —respondió Laura.

Alex era su hijo, un chico de diez años. Tras el divorcio, había pasado los primeros dos meses con Laura. Pero después vino lo de Iraq, y la crisis nerviosa y todo lo demás, y Alex se había ido a vivir con Rutger, su padre.

Annia colocó una piedra más. Seis cautivos blancos ingresaron en su pequeña cárcel, el cuenco de cerezo. Laura lo había visto venir, pero o renunciaba a esas tres piedras o perdía diez en otro sector de la batalla.

—Ya ha pasado un año —dijo Annia en tono distraído.

Ésa era la verdadera ofensiva, y no la del tablero, pensó Laura.

—Sí. Cómo pasa el tiempo —respondió en tono neutro.

—Yo te veo muy bien. Has ganado algo de peso. Te habías quedado demasiado delgada.

—Tienes razón.

—Pero ¿cómo te encuentras? Sinceramente.

—Bien. Cada día mejor —contestó Laura, sin levantar la mirada del tablero.

—Entonces deberías volver al trabajo. Te necesitamos. Te
necesito
.

Como en el go. Tras unos cuantos rodeos, una ofensiva devastadora.

Laura cogió un puñado de piedras blancas y se las pasó de una mano a otra, haciéndolas tintinear entre sí.

—No lo sé, Annia. Todavía me despierto con pesadillas.

Y con taquicardia, empapada de sudor, temblando y sin aliento, o con náuseas, escalofríos y dolor de estómago. Todo eran síntomas psicosomáticos: su cuerpo estaba bien, lo sabía, pero su mente aún no había asimilado lo sucedido.

—¿Sigues tomando medicación?

—Sólo a veces, cuando me suben las palpitaciones.

O sea, por lo menos una pastilla de clonazepam al día, y a menudo dos. Pero no quería reconocérselo a Annia.

—Volver al trabajo te sentaría bien.

—No lo sé —dijo Laura. Dejó las piedras en el cuenco de madera, se retrepó en el sillón y subió las piernas. Se dio cuenta de que al hacerlo había asumido una posición casi fetal, y volvió a bajar los pies al suelo. No quería ofrecer impresión de vulnerabilidad.

—Por supuesto, no te volveríamos a enviar a ninguna zona conflictiva. Ya has tenido más que suficiente.

—Puedes jurarlo. Soy una médico, no un marine.

Hablaban en inglés, y en realidad dijo: «
I’m not a fucking marine
».

—De momento, te daríamos trabajo administrativo.

—Sabes que no lo soporto.

—Entonces de laboratorio. ¿Estás lista para regresar al nivel 4?

Ya había empezado a caer en la trampa. Entrar en un laboratorio con nivel de bioseguridad 4 era una experiencia muy estresante. Y, sin embargo, lo cierto era que lo prefería a sentarse en un despacho a redactar informes o contestar correos.

—Supongo que sí.

—Y si surgiera algo sobre el terreno… Por supuesto, no te mandaríamos lejos. Europa, como mucho.

—Ya veo que no has venido a jugar al go.

Annia se inclinó hacia atrás y soltó una carcajada. Tenía cuarenta y dos años, tres más que Laura, pero su cuello aún se veía esbelto como el de un cisne y sin arrugas.

Paradójicamente, aquella lisura era resultado de la aplicación en mínimas dosis de una de las peores amenazas contra las que luchaba la OPBW: la toxina botulínica. En su forma diluida, más conocida como bótox, era la mejor amiga de muchas mujeres maduras, y cada vez más hombres.

En cambio, en su forma pura, bastaría con cien kilos de aquel veneno para exterminar a toda la humanidad, aunque eso supondría distribuirlo por todo el mundo de una forma tan precisa que no se hallaba al alcance de ningún estado ni organización terrorista.

O eso quería pensar Laura.

—No, no he venido a jugar al go —contestó Annia—. He hablado con tu psiquiatra.

—¿Sin decírmelo a mí antes?

—Fue una conversación casual. Tranquila, no me reveló nada confidencial sobre vuestras sesiones. Pero él también piensa que trabajar sería lo mejor para ti, y que si te quedas aquí, encerrada en casa, no dejarás de darle vueltas a lo que ocurrió y tardarás más en superarlo.

Laura se puso en pie y paseó nerviosa por el salón. Ella también lo había pensado. Al menos, ya era capaz de salir de casa sin sentirse amenazada. Pero bastaba con pasar en coche o en autobús cerca del edificio circular de la OPBW para que se le acelerasen los latidos y empezase a sudar frío. ¿Cómo reaccionaría al ver de nuevo a sus compañeros de trabajo? Tan sólo había mantenido contacto con Annia por aquella extraña afición que compartían, el go, y un par de veces con Eric, que se había empeñado en visitarla.

¡Pobre Eric! Laura le había vendido la misma mentira lamentable que, de acuerdo con Annia, había contado a todos los demás: que disfrutaba de un año sabático, investigando sobre la historia de la guerra biológica para escribir un libro. Todo porque no estaba dispuesta a que su antiguo ayudante de laboratorio supiera que la Superwoman a la que tanto admiraba dormía con la luz encendida y, cuando se le caía un plato en la cocina, en lugar de recogerlo corría a esconderse tras una silla pensando que era un disparo.

—¿Sabes lo que me pasó el otro día? —dijo de pronto.

—Si me lo cuentas, lo sabré —respondió Annia, que tenía poca paciencia para ese tipo de preámbulos casi rituales.

—Era sábado, y mi hijo vino a comer conmigo. Estábamos viendo la tele —dijo Laura, señalando una enorme pantalla LED colgada de la pared—. Empezó
Rambo 3
. Ya sabes, ésa en que Stallone pelea en Afganistán contra los rusos. ¡Qué gracia! En la película los talibanes son gente noble y religiosa que le ayuda a derrotar a los comunistas malvados y ateos.

—Así cambian las cosas en el mundo. ¿Y qué pasó? ¿Te impresionó demasiado?

—Había mucha sangre y degollamientos, y explosiones por todas partes. Pero hice un esfuerzo por aguantar, y casi lo estaba consiguiendo. En realidad, fue Alex quien se hartó y me sugirió que pusiéramos otra cosa. Así que elegí una película que a él le gustaba mucho cuando era más crío.
El príncipe de Egipto
.

—Me suena, pero no la he visto.

Era normal: Annia no tenía hijos y no veía ese tipo de películas.

—Es una especie de
Los diez mandamientos
en dibujos animados, con canciones y bailes. No es de Walt Disney, pero lo parece.

—Genial. La veré —dijo Annia. Era evidente que no lo haría jamás, pero tenía tendencia a dar la razón con un laconismo que debía de considerar cortés—. ¿Y qué ocurrió?

—No te lo podrás creer. Me lo estaba pasando bien, sobre todo porque recordaba cuando Alex era más pequeño. Hasta que empezaron las diez plagas. Sangre en el agua, pestilencia, úlceras… ¿Recuerdas cuál fue la última?

—La muerte de los primogénitos, ¿no?

—¡Eso es! De pronto, me puse a pensar que Moisés era un terrorista. Lo que hacía, como cualquier terrorista, era doblegar la voluntad de un gobierno cometiendo atentados. ¡Incluso practicaba el bioterrorismo recurriendo a los mosquitos y las úlceras sangrantes!

—Nunca lo había pensado así —reconoció Annia—. Un tema interesante para una disertación.

—Ni siquiera la muerte de niños inocentes suponía un problema para Moisés, ¿te das cuenta? Claro, tenía a Yahvé de su parte, y si Dios te ayuda, eso lo justifica todo. Es lo mismo que pensaban los integristas que nos secuestraron.

—Así que ahí era donde querías llegar…

—De repente empecé a sudar frío y sentí náuseas. Tuve que salir corriendo hacia el baño y apenas llegué a tiempo de vomitar en la taza. Sentía el cuerpo entumecido y me temblaban las manos. Mi hijo estaba aterrorizado de verme así y no sabía qué hacer.

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