Los sitiados ministros del Gobierno decidieron enviar un grupo de parlamentarios al Instituto Smolny para intentar una negociación. Al llegar en su brillante carruaje, notaron que estaban perdidos. Ni ellos ni el lujo imperial del coche debilitaron la agresividad de nuestros muchachos. Habíamos reforzado la guardia exterior con un fuerte destacamento de ametralladoras. Los visitantes se miraron vacilantes y se comunicaron con los ojos que habían caído en una trampa. Los dejaron entrar y fueron conducidos a mi despacho. Antes de recibirlos había tenido la precaución de ordenar un estricto control de las estaciones de trenes, en especial los transportes de soldados. Quería evitar que un simulacro de negociaciones fuese utilizado para que nos sorprendiesen con un ataque por la espalda.
Los enviados del Gobierno trataron de disimular su carácter de vencidos. Saludaron con cierta solemnidad. Me causaron pena y desprecio. Apenas se sentaron dije que sólo iba a concederles pocos minutos, así que ¡seamos concretos! Se les blanquearon los labios. Ahora enfrentaban al monstruo que habían calumniado de mil formas. Me divertía representar ese papel. Consumí el primer minuto en pedirles con una leve sonrisa sus renuncias. Indeclinables.
—No tienen alternativa. Renuncien y váyanse.
Estaban duros como estatuas. Algunos pudieron carraspear, pero sin encontrar una respuesta. Me puse de pie, les di la mano e indiqué la salida.
—Podrán regresar al Palacio sin dificultades. Pero no simulen ser Gobierno. Eso ya terminó.
Humillados, emprendieron la marcha fúnebre. Nunca habían imaginado ese cierre, menos ante un sujeto como yo.
El teléfono repicaba desde varios puntos de la ciudad. “¡Aquí, nosotros!” “¡Aquí nosotros!” Respiré profundo. Sí, sí, ¡vamos bien! Entonces me aflojé sobre el sofá. Cedía la tensión nerviosa, pero me aplastaba un cansancio de toneladas.
—¡Dame un cigarrillo! —rogué a mi ayudante.
Las chupadas aceleraron mi desmayo. Me fui con un placer inédito. Dejaba la tormentosa realidad y me hundía en un agua tibia, donde sentía el roce amistoso de los peces. Eran cardúmenes que hacían círculos luminosos y jugaban entre las melenas de algas verdes. Un pez acarició mi mejilla. Otro azotó suave mis hombros con su cola. Después con más fuerza. Entendí que querían molestar. Entreabrí los párpados y distinguí una imagen borrosa.
—¿Te busco una medicina? —preguntó alguien, asustado.
—No… no. Mejor sería comer —dije con la lucidez apenas recuperada; había pasado demasiado tiempo sin ingerir un mendrugo; no tenía idea de cuántas horas había dormido.
Me trajeron dos rebanadas de pan negro untadas con manteca y un vaso de té. Mis dedos se arrojaron voraces sobre la comida. Con la boca llena empecé a hojear los diarios afines a Kerensky. No decían una palabra sobre el alzamiento. ¡Malditos lacayos! Antes habían repicado sobre las amenazas que se cernían sobre la ciudad, describían saqueos y derramamientos de sangre. Ahora no sabían del exitoso triunfo bolchevique y el derrumbe del Gobierno provisional.
Entre tanto, soldados, marineros e integrantes de nuestra causa ocupaban un edificio público tras otro. Muchas veces nuestras fuerzas fueron recibidas con exclamaciones jubilosas. La población se despabilaba perpleja. Pese al silencio de los diarios oficiales, galopaba la noticia de que en la pulseada habían ganado los bolcheviques. ¡Esa minoría extremista había conquistado el poder!
Una comisión de la Duma municipal se apresuró en venir al Smolny para preguntar si planeábamos alguna manifestación callejera, porque —esto era increíble por su ingenuidad— debían “tener conocimiento de ello con veinticuatro horas de antelación”. Les sonreí piadoso.
—¿Manifestación callejera? ¡Imbéciles! —les grité en la cara.
Me miraron con ojos de corderos frente al puñal del sacrificio.
Les tuve entonces lástima y propuse que la Duma eligiera un delegado que la representase en nuestro Comité. No entendieron qué decía. ¿La poderosa Duma debía mandar un delegado para ser la ínfima parte de una organización que detestaban? Yo no añadí otra palabra, dije que ésa era mi máxima concesión. Quisieron argumentar con la lengua trabada. Entonces los saludé sin darles la mano, como un maldito pope que imparte su bendición, y les señalé la puerta. Encogidos, balbucearon una pregunta.
—¿Disolverá la Duma por haber sido contraria a la entrega del poder a los Soviets?
—La Duma, como se halla constituida, ya no responde a la realidad. Si surgiese algún conflicto, propondremos nuevas elecciones. Vamos hacia una democracia en serio. Ya viven en otro país. Adiós.
¡Cuánto habían cambiado las cosas! Sólo hacía tres semanas que habíamos conseguido la mayoría en el Soviet de San Petersburgo. Hasta hacía veinticuatro horas Kerensky podía arrestarme. Ahora podríamos arrestarlo a él. No obstante, faltaba el triunfo mayor: ocupar el Palacio de Invierno.
Contra toda lógica, los detritos del régimen caduco pretendían sobrevivir. Decidí cercar la suntuosa residencia, pese a las tropas que la protegían. El resto de la ciudad estaba ya bajo nuestro control. Me dirigí al plenario del Soviet. El salón estaba lleno. Mucha gente presentaba rostros destruidos por las secuelas del cansancio. Algunos se frotaban las piernas y los brazos acalambrados. Inquietos, se ponían y quitaban la gorra. Tosían, escupían en sus pañuelos o en el piso. Me paré sobre la tarima, acomodé los anteojos y arrastré mi crecida cabellera hacia la nuca. Por el recinto se expandió una onda de silencio. Aclaré mi garganta y exclamé con toda la fuerza de mis pulmones que el Gobierno provisional había dejado de existir. Por unos segundos continuó el silencio. Ni de respeto ni de curiosidad, sino de asombro. Estallaron unos pocos aplausos, aún incrédulos, aún vacilantes, pero muchos ojos se llenaron de lágrimas. Mantuve cerrada la boca para dar tiempo a la inevitable reacción. De súbito explotó un tornado de vítores que hizo temblar los muros. Una fila, luego otra, y otra, y otra, se pusieron de pie. La multitud bramaba, lloraba y saltaba. La conmoción se mantuvo intensa durante un minuto, dos, cinco, como si no fuese a terminar nunca. Extendí los brazos para verter más noticias. Unos a otros, los hombres y mujeres se ordenaron callar. Dije que algunos ministros ya habían sido arrestados. Volvieron a repetirse los aplausos y los vítores, pero con más furia. Era ensordecedor. Añadí que el resto de los ministros sería detenido en las próximas horas. El entusiasmo los hacía trepar a los bancos y aullar como dementes. Continué.
—Por orden del Comité revolucionario de guerra acaba de ser disuelto el parlamento que servía a los déspotas.
La sala se convirtió en un bosque de panderetas. Algunos agitaban pañuelos, otros hacían volar sus gorras. Cuando lograba disminuir el ruido les gritaba más novedades.
—Estuvimos comunicados con todas las secciones de soldados y obreros, que cumplieron heroicamente su misión. ¡Un nuevo poder se alza sobre las ruinas del antiguo! Las estaciones, las centrales de Correos, la Agencia de Telégrafos, el Banco Nacional, ya se encuentran ocupados por nuestros hombres.
Un entusiasmo incontenible siguió derramándose en cascadas, llenaba el espacio y rebotaba contra las paredes y los techos. Esa felicidad sin límites prosiguió después que me retiré del lugar. De esto ya se estaban enterando hasta las estrellas del cielo.
Lenin emerge en San Petersburgo
Lenin había sido obligado a permanecer oculto en la profundidad del bosque y desde su cueva mandaba instrucciones a través de una cadena de intermediarios. Era el bocado más apetecido por el agonizante Gobierno provisional y todos los adversarios políticos que le temían y, absurdamente, exageraban su poder. Las
Tesis de Abril
publicadas apenas llegado desde Suiza en el famoso tren blindado se habían convertido en una de las Tablas de la Ley, una suerte de antorcha que guiaba la acción de sus seguidores. Lenin mismo se asombró por la repercusión que tuvieron. Con sus sensibles antenas para captar los detalles del momento, le sobró inspiración para indicar el mejor de los caminos en pocas páginas. Encarcelarlo o fusilarlo hubiera tenido un efecto demoledor sobre el movimiento revolucionario.
Después del alzamiento del 24 de octubre regresó a San Petersburgo sin pérdida de tiempo. Fue recibido de forma apoteótica. Su calvicie cubierta por un gorro de piel no ocultaba la vivacidad de sus ojos, ni las rocas de sus mejillas, ni la barbita y el bigote que rodeaban a sus expresivos labios. Alzaba una o las dos manos para saludar. Hasta filtraba sonrisas que mostraban su perfecta dentadura. Fue llevado en andas, aplaudido a rabiar y se multiplicaba de minuto en minuto la cantidad de gente que se agolpaba a su alrededor. Lo condujeron al Smolny. Antes de ingresar miró la fachada de esa institución inocente transformada en el castillo de una batalla histórica.
En sus portones yo lo esperaba como a un rey. Corrí a estrecharlo en un abrazo fuerte y prolongado. Me asaltó un ciclón de asociaciones, desde que había escuchado su nombre en Siberia por primera vez, luego mi encuentro en Londres y las enseñanzas que me derramó con generosidad, más tarde las botas que me regaló en París, los reiterados debates, muchas coincidencias, complicidades, alejamientos. También otros camaradas, descompuestos por la emoción, se acercaron a saludarlo antes de que ingresara en el edificio. Balbuceaban frases, felicitaciones obvias, exclamaciones sin sentido. De abrazo en abrazo fue conducido por escaleras y corredores.
Por último lo pude aislar en un saloncito calefaccionado por una estufa a leña. Mientras afuera lo aguardaba una multitud excitada, le serví té y empezamos a desenrollar nuestros relatos. Nos miramos con afecto, como un padre y un hijo. Entre cuadros de situación y anécdotas, él soltaba su risa franca. Estaba satisfecho, pero señaló que ahora se venía un alud de nuevos problemas.
Esa misma tarde se realizaría el Congreso del Soviet. Ambos debíamos concurrir y la presencia suya provocaría una convulsión. Por lo tanto se imponía un descanso previo. Los dos estábamos deshechos por la fatiga. Lo invité a descansar en un pequeño cuarto adyacente al salón de sesiones. Sólo había cuatro sillas. Dos camaradas se ocuparon de tendernos unas mantas en el suelo y su hermana María trajo dos almohadas y cerró los pesados cortinados. Nos tumbamos exhaustos. Éramos dos aves agotadas por un vuelo más accidentado de lo común. Pese a nuestro deseo, no pudimos dormir. Empezamos a cuchichear. Me reiteró su admiración por la táctica y el despliegue del alzamiento. Le dije que exageraba, que dimos el golpe en el momento oportuno, y la decisión no fue un invento mío, sino producto de múltiples evaluaciones. Insistió en mis méritos, no era justo negarlos. Hasta me tranquilizó al decirme que los enfrentamientos que habíamos tenido no disminuyeron su aprecio, sino que le ratificaron mi independencia de pensamiento. Y eso era bueno en un revolucionario de verdad. Se incorporó para hacerme una pregunta.
—¿Y el Palacio de Invierno? ¿No ha sido tomado todavía?
Yo quise levantarme para ir hacia el teléfono y ordenar su asalto, pero Lenin me retuvo.
—No hace falta, no te muevas. Ya hemos ganado. Caerá solo. Ahora necesitas descansar.
En el salón adyacente comenzaron los ruidos de pisadas y conversaciones. Se estaba llenando de delegados. De repente se abrió la puerta e ingresó María como una tromba.
—¡Se puso a hablar un menchevique, y te llaman! ¡Tienes que venir!
Me calcé los anteojos y corrí tras de ella. Lenin nos siguió. Husmeé peligro. A esta altura, ¿podría sorprendernos un vuelco en el balance de fuerzas?
El orador estaba afónico, pero se había apresurado en iniciar los debates del Congreso. Quería fijar el reproche de “conspiradores” y “golpistas” a quienes habíamos efectuado el alzamiento. Anunciaba un inminente fracaso y exigía formar de inmediato una coalición para armar un frente poderoso de verdad, y que respondiese a los principios de la democracia.
Me encaramé en la tribuna, recorrí con mirada desafiante al auditorio y empujé sin elegancia al tramposo orador. Quiso sacarme a su vez, pero no pudo moverme. Abrí los grifos de mi palabra con más vehemencia que nunca. Quizás me inspiraba el hecho de que tenía a Lenin como testigo, nada menos. Sabía que estaba escondido en algún ángulo oscuro, para no distraer a la audiencia. Conseguí imponerme. Mis manos se movían enérgicas y por momentos adelantaba mi cuerpo como si estuviese por saltar sobre la multitud. Mi histrionismo era tan descarado que las primeras filas se echaban atrás frente el peligro de que les cayese encima.
—¿De modo —pregunté con una mueca irónica— que los partidos que ayer todavía atizaban la campaña contra nosotros y nos mandaban a la cárcel, ahora quieren una alianza? ¡Hemos derribado al Gobierno provisional y somos los vencedores! Lo conseguimos sin alianzas. Camaradas: no estamos ante una conspiración, como se acaba de decir de forma estúpida, sino ante un alzamiento. Un alzamiento histórico y revolucionario. El alzamiento del pueblo en armas que busca imponer su dignidad. No hemos hecho otra cosa que orientar la energía de los obreros y los soldados. No hemos hecho más que impulsar la voluntad de la gente. ¡No aceptamos renunciar a esta victoria! ¡No aceptamos sellar un pacto ruin! Además, ¿un pacto con quién? —miré con desprecio al orador que había expulsado de la tarima—: ¿Con ustedes, que no son nada, ni representan nada? ¡Mírense! ¡Gente quebrada y desprovista de misión! ¡Serán arrastrados por las alcantarillas!
El salón entero estalló en aplausos y alaridos furiosos.
Después Lenin me confesó que miraba desde un ángulo oscuro, efectivamente, pero con el corazón acelerado. Mi actuación había confirmado las impresiones de excelencia que tenía sobre mí. Yo le pedí que cesara de elogiarme o iba a pensar que me estaba tomando el pelo.
Comisarios del Pueblo
Tres días más tarde Natasha vino al cuarto de las grandes decisiones, donde estábamos deliberando media docena de dirigentes. Dos jóvenes hacían guardia en el pasillo y la miraron de arriba abajo antes de reconocerla. Giró el picaporte y empujó la puerta labrada. La impresionó vernos con las caras amarillas y los ojos hinchados. Llevábamos horas sin dormir y nuestros cuellos estaban mugrientos. Nos rodeaba un círculo de militantes pegados a las paredes, que esperaba órdenes. Pronunciábamos las órdenes con fatiga. Ella avanzó con timidez, temerosa de perturbar. Pero no podía dominar su tentación de verme ejerciendo el gobierno.