Authors: Dava Sobel
Anson sostuvo la dirección Oeste durante la tormenta, más o menos a lo largo del paralelo sesenta grados de Latitud sur, hasta que le pareció que había avanzado unas doscientas millas más al oeste de Tierra del Fuego. Las otras cinco naves de su flota se habían separado del
Centurión
durante la tormenta, y algunas de ellas estaban perdidas para siempre.
En la primera noche de luna que había visto desde hacía dos meses, Anson por fin encontró aguas tranquilas, y se dirigió el norte, hacia el paraíso terrenal llamado la Isla de Juan Fernández. Sabía que allí encontraría agua fresca para sus hombres, podría aliviar las heridas y sostener la vida. Hasta entonces, tendrían que sobrevivir exclusivamente de la esperanza, durante varios días de navegación en el inmenso Pacífico que los separaba todavía del oasis de la isla. Pero cuando la niebla aclaró, Anson vio tierra, recto hacia adelante. Era el Cabo Negro, al borde occidental de de Tierra del Fuego.
¿Cómo pudo haber ocurrido? ¿Habían navegado en dirección contraria?
Las corrientes feroces habían confundido a Anson. Todo el tiempo que pensaba que ganaba hacia el Oeste, había estado virtualmente dando vueltas en el agua. No tenía ninguna otra opción mas que dirigirse hacia el Oeste otra vez y entonces al norte, hacia la salvación. Sabía que si fallaba, y que si los marineros continuaban muriendo a la misma tasa, no habría bastantes manos para servir el aparejo.
Según el registro de la nave, el 24 de mayo de 1741, por fin Anson llegó con el
Centurion
a la Latitud de la isla de Juan Fernández, en treinta y cinco grados de Latitud sur. Todo lo que hacía falta hacer, era deslizarse por el mismo paralelo, para llegar a puerto. ¿Pero cómo debía dirigirse a él? ¿La isla estaba al este o a al oeste de la actual posición del
Centurion
?
Ésa era la duda de todos.
Anson conjeturaba hacia el oeste, y así que se dirigió en esa dirección. Cuatro días más desesperados en el mar, le hicieron dudar del valor de su convicción, y dio vuelta la nave.
Cuarenta y ocho horas después que el
Centurión
comenzara a batir el este a lo largo del paralelo treinta y cinco, se avistaron tierras. Pero se demostró que era una costa impermeable, eran las empinadas costas de Chile, tierra gobernada por los españoles. Esta certeza requirió de un cambio de ciento ochenta grados en la dirección y en el pensamiento de Anson.
Debió aceptar que había estado probablemente dentro de horas de la isla de Juan Fernández cuando abandonó el oeste para el este. De nuevo, la nave tuvo que retraso en su curso. El 9 de junio de 1741, el
Centurion
dejó caer el ancla por fin en Juan Fernández. Las dos semanas de zigzag para buscar la isla habían costado a Anson ochenta vidas adicionales. Aunque él era un navegante capaz que podía mantener su nave a una profundidad apropiada y proteger a su tripulación ante un desastre total, su retraso había precipitado el escorbuto al mando superior. Anson fue ayudado para llevar las hamacas de los marineros enfermos a tierra, entonces miraba desamparadamente cómo la plaga escogió a sus hombres uno por uno... uno por uno, hasta que más que la mitad de los quinientos originales, habían muerto o estaban perdidos.
Una noche soñé que estaba encerrado en el reloj de mi padre con Tolomeo y veintiuna estrellas de rubí engastadas en esferas, y el Móvil Primo enrollado y reluciente hasta el confín del espacio.
Y las esferas dentadas se comían mutuamente la piel hasta el último diente del tiempo, y la caja estaba cerrada.
JOHN CIARDI, El reloj de mi padre.
Tal como lo demostraron el Almirante Shovell y el Comodoro Anson, incluso los mejores marineros perdían sus rumbos una vez que se alejaban de tierra, porque el mar no ofrecía ninguna pista útil sobre la Longitud.
El cielo, sin embargo, ofrecía una esperanza. Había quizás una manera de leer la Longitud, en las posiciones relativas de los cuerpos celestiales.
El cielo pasa del día a la noche con un ocaso, se pede determinar el paso de los meses por las fases de la luna, y el cambio de cada estación se marca con un solsticio o un equinoccio. La Tierra, con su movimiento de traslación y rotación, es un diente en la rueda del Universo que se mueve como un mecanismo de relojería y la gente, desde la antigüedad, ha determinado el tiempo por su movimiento.
Cuando marineros buscaban en los cielos la ayuda para la navegación, encontraron la combinación de compás y de reloj. Las constelaciones, sobre todo la Osa Menor, con la Estrella Polar en su mano, les mostraba de noche, hacia dónde se dirigían, siempre y cuando, el cielo estuviera despejado.
De día, el sol no sólo daba la dirección sino que también les señalaba la hora, si podían seguir su movimiento. Cada día despejado, esperaban el levantamiento naranja del Sol sobre el océano, en el lado este, cambiando a amarillo y blanco deslumbrante, cuando llega al cenit (mediodía), donde aparentemente se detiene en su camino, semejante a una pelota arrojada hacia arriba, en el momento entre la ascensión y descenso. Ésa era la sirena del mediodía y ponían a la hora sus relojes de arena.
Lo que todos ellos necesitaban era algún evento astronómico que les dijera la hora en alguna otra parte del mundo. Por ejemplo, si un eclipse lunar total se producía durante medianoche en Madrid, y marineros situados en las Indias Orientales lo observaban por la noche a las once, su hora, entonces, eran una hora más temprano que Madrid, y por consiguiente, quince grados de Longitud oeste de de esa ciudad.
Los eclipses solares y lunares, sin embargo, ocurren muy raramente para proporcionar alguna ayuda significativa a la navegación. Con suerte, se podría esperar conseguir con esta técnica, un dato de Longitud, una vez por año. Los navegantes necesitaban una ocurrencia celestial cotidiana.
Ya en 1514, el astrónomo alemán ideó una manera de usar el movimiento de la luna como un hallador de la Longitud. La luna viaja una distancia aproximadamente igual a su propio diámetro cada hora. Por la noche, parece atravesar a este paso majestuoso por los campos de estrellas fijas. En el día (la luna es “visible” durante el día, en la mitad del mes) se acerca o aleja del sol.
Werner sugirió que los astrónomos deberían trazar las posiciones de las estrellas a lo largo del camino de la luna y predecir cuándo estaría delante de cada una de ellas, mes a mes, durante años venideros. De igual forma, también deberían trazar las posiciones relativas del sol y luna a través de las horas de luz del día.
Los astrónomos podrían publicar tablas con esas posiciones, con la hora de un lugar conocido, como Berlín o quizás, Nurenberg, de quien la Longitud serviría como el punto de referencia de la Longitud cero.
Un navegante, armado con la tal información, podría comparar la hora en que él observó la luna cerca de una estrella dada, con la hora en que la misma conjunción ocurría en los cielos encima de la posición de la referencia. Así determinaría su Longitud, encontrando la diferencia en horas entre los dos lugares, y multiplicando ese número por quince grados.
El problema principal con este "método de distancia lunar" era que las posiciones de las estrellas, del que el proceso completo dependía, no se conocían nada de bien.
Pero ningún astrónomo podría predecir exactamente dónde estaría la luna una noche determinada o el próximo día, porque no se comprendían a cabalidad, las leyes que gobiernan el movimiento de la luna y las estrellas.
Por otra parte, los navegantes no tenían ningún instrumento exacto por medir la distancia entre la luna a una estrella, sobre una nave en movimiento. La idea era muy adelantada a su tiempo, pero la demanda por otra señal del tiempo cósmico continuaba.
En 1610, casi cien años después de la inmodesta propuesta de Werner, Galileo Galilei descubrió desde su balcón en Padua, lo que pensó que era lo que se busca, un reloj celeste. Como uno de los pioneros en enfocar un telescopio al cielo, encontró un sinnúmero de riquezas allí: las montañas en la luna, las manchas en el sol, las fases de Venus, un anillo alrededor de Saturno (qué él equivocadamente interpretó como un par de lunas), y una familia de cuatro satélites que giran en torno a Júpiter, de la manera que los planetas giran en torno al sol.
Galileo nombró a éstos, como las estrellas Médicis. Usó las nuevas lunas para ganarse el favor político con su patrocinador florentino, Cósimo de Médicis, vislumbrando cómo ellos podrían servir a la causa del navegador como a sí mismo.
Galileo no era ningún marinero, pero conocía el problema de la Longitud, como todos los filósofos naturales de su tiempo. Durante el año siguiente, observó las lunas de Júpiter pacientemente, mientras calculaba los períodos orbitales de esos satélites, contaba el número de veces que los cuerpos pequeños desaparecían en la sombra del gigante.
Del baile de sus lunas planetarias, Galileo obtuvo una solución para la Longitud. Los eclipses de las lunas de Júpiter, como expresaba, ocurrían unas mil veces anualmente y tan predeciblemente, que se podría hacer un reloj con ellos.
Usó sus observaciones para crear tablas de las desapariciones esperadas de cada satélite y reapariciones en del curso de varios meses, y se permitió sueños de gloria, previendo el día en que todas las naves calcularían sus itinerarios a través de las tablas de los movimientos astronómicos, conocidas como las efemérides.
Galileo escribió sobre su plan a Rey Felipe III de España, que estaba ofreciendo una gruesa pensión vitalicia, en ducados, al “descubridor de la Longitud". Sin embargo, cuando Galileo sometió su esquema a la corte española, casi veinte años después del anuncio del premio, en 1598, el pobre Felipe estaba quebrado por el peso de las letras de créditos y pagarés. Sus científicos rechazaron la idea de Galileo, dadas las dificultades que tendrían los navegantes para sólo ver los satélites desde sus naves, y ciertamente no se podría esperar verlos fácilmente y lo bastante a menudo como para confiar en ellos su navegación. Después de todo, nunca era posible ver las manecillas del reloj de Júpiter durante el día, cuando el planeta estaba ausente del cielo o sombreado por la luz del sol.
Las observaciones de noche podrían hacerse pero sólo en una parte del año, y además sólo cuando los cielos estuviesen claros. A pesar de estas obvias dificultades, Galileo había diseñado un casco de navegación especial por encontrar la Longitud con los satélites de Júpiter. El casco diseñado, el
celatone
, se ha comparado con la apariencia que tiene una máscara de gas, con un telescopio atado alineadamente a uno de los ojos; a través del otro ojo, desnudo, el observador podría localizar a Júpiter en el cielo. El telescopio le permitía entonces, ver las lunas del planeta.
Como un experimentador inveterado, Galileo sacó el artilugio fuera del puerto de Livorno para demostrar su viabilidad. También despachó a uno de sus estudiantes para hacer la prueba a bordo de una nave, pero el método nunca ganó adherentes. El propio Galileo concedió que, incluso en la tierra, el propio latido del corazón, podía causar que todo Júpiter saltara fuera del campo visual del telescopio.
No obstante, Galileo intentó vender de puerta en puerta su método al gobierno toscano y a oficiales en los Países Bajos, donde otro premio en dinero permanecía sin ganadores. No ganó ninguno de estos fondos, aunque el gobierno holandés le dio una cadena de oro por sus esfuerzos por solucionar el problema de la Longitud.
Galileo se pegó a sus lunas el resto de su vida (ahora debidamente se llaman los satélites galileos), siguiéndolos fielmente hasta que fue demasiado viejo y también ciego para verlos. Cuando Galileo murió en 1642, el interés en los satélites de Júpiter se mantuvo vivo. El método de Galileo por encontrar la Longitud por fin se aceptó después 1650, pero sólo en tierra. Agrimensores y cartógrafos usaron la técnica de Galileo para volver a dibujar el mundo. La habilidad de determinar la Longitud ganó su primera gran victoria en la arena de la cartografía. Los primeros mapas habían subvalorado las distancias a otros continentes y habían exagerado individualmente los contornos de las naciones. Ahora podrían ponerse las dimensiones globales, con total autoridad, derivadas de las esferas celestiales. De hecho, Rey Luis XIV de Francia, cuando se confrontaron sus dominios con un mapa revisado con las dimensiones de Longitud exactas, se quejó, según informes recibidos, que estaba perdiendo más territorio en manos de sus astrónomos, que en manos de sus enemigos.
El éxito del método de Galileo tenía clamando a los cartógrafos por mayores refinamientos en la predicción de eclipses de los satélites Jovianos. El cronometrado más preciso de estos eventos, permitiría una mayor exactitud en el trazando. Con las fronteras de los reinos en equilibrio, numerosos astrónomos encontraron empleo ganancioso observando las lunas y mejorando la exactitud de las tablas impresas. En 1668, Giovanni Domenico Cassini, profesor de astronomía en la Universidad de Bolonia, publicó un conjunto aún mejor, basado en más numerosos y más cuidadosas observaciones. Las efemérides bien hechas de Cassini le ganaron una invitación a París, a la corte del Rey del Sol.
Luis XIV, a pesar de cualquier disgusto por la disminución de su dominio, mostró una buena inclinación hacia la ciencia. Había dado su autorización para fundar, en 1666, la Real Academia Francesa de Ciencias, idea de su Primer Ministro, Jean Colbert. También a Colbert estaba instando a resolver el problema de la Longitud y bajo presión creciente, el Rey Luis aprobó la construcción del edificio de un observatorio astronómico en París.
Habiéndose vuelto un ciudadano francés en 1673, a él se le recuerda como un astrónomo francés, y hoy su nombre se da como Giovanni Domenico como Jean Dominique.
Colbert atrajo a famosos científicos extranjeros a Francia para llenar los puestos de la Academia y dirigir el observatorio. Importó a Christiaan Huygens como el miembro formal de ella y a Cassini como director de él. (Huygens retornó a Holanda y viajó varias veces a Inglaterra por sus trabajos en la Longitud, pero Cassini echó las raíces en Francia y nunca la dejó).
Desde su puesto en el nuevo observatorio, Cassini envió a encargados a Dinamarca, a las ruinas de
Uraniborg
, el "castillo celestial" construido por Tycho Brahe, el más grande astrónomo a ojo desnudo de todos los tiempos. Con las observaciones de los satélites de Júpiter tomadas en estos dos sitios, París y Uraniborg, Cassini confirmó la Latitud y Longitud de ambos.